Precios mayoristas al alcance del consumidor. Con ese eslogan, Tomy, una dietética de Olivos, expandió la venta de frutos secos a más de 50 locales de toda la ciudad.
Para tener una idea genial, no hay mejor campo de cultivo que estar en problemas. La desazón, la ruina, la bofetada pueden ser grandes disparadores de emprendimientos. Así le sucedió a Luis Antonio Pérez, que tuvo que dejarlo todo para encontrarlo todo.
El hombre trabajaba en una fábrica de pinturas. Había dedicado su vida a ello. Bueno, a juzgar por sus 22 años, Pérez había pasado 10 años allí como empleado. Para ser más exactos, desde los 12, haciéndose de abajo escalón por escalón en la fábrica. Un día, sin previo aviso, Luis llegó a la fábrica y un cartelito muy simpático anunciaba que la empresa estaba cerrada por convocatoria de acreedores.
Pérez estudiaba licenciatura en Ciencias Químicas en la Universidad de Belgrano, una de las más caras del país. Y, sin trabajo, no tenía manera de seguir la carrera. Llevaba tres años de cursada. Sin dinero y sin trabajo se sintió perdido. Había pasado más de la mitad de su vida en un emprendimiento que, de golpe y porrazo, lo dejaba en la calle. ¿Qué iba a hacer?
Aunque doliera, entendió que no podía seguir costeando la universidad. Decidió apostarlo todo, lo poco que le quedaba, a un emprendimiento propio: una dietética.
Vendió su bicicleta, su piano, y hasta el aire acondicionado. No era mucho el capital que tenía, así que decidió pedirle ayuda al único ser en este mundo que podía dársela sin medida y sin pedir nada a cambio: su mamá.
Ana, su madre, trabajaba de empleada en una dietética que, para esa época, tenía un nombre más bien técnico y poco marquetinero: herboristería. Pero el empleo lo padecía. Los dueños le debían varios sueldos y su hijo la veía siempre descontenta, siempre con los dientes apretados.
Con el aval de su mamá, empezó a buscar locales. Un día, Pérez descubrió un local en Olivos, sobre la calle Ugarte al 1600. Parecía atacado por marines. No tenía vidriera, no había estantes. Las puertas estaban hechas pedazos. Habló con el dueño y le rogó piedad. No tenía garantía, ni plata, para afrontar un local en ese lugar, pero le prometió mejorarlo, embellecerlo y transformarlo en un foco de clientela barrial, a cambio de que no le pidiera ni depósito ni le exigiera garantía de por medio. El propietario, milagrosamente, le dio el visto bueno.
Y así Pérez se lanzó a la aventura de su vida. Consiguió en remates puertas y vidrieras; reacondicionó, como pudo, las paredes. Puso estantes usados y el 17 de junio de 2002, después de mucho transpirar la camiseta, lo estrenó con todos los bombos y platillos que pudo. Lo llamó: Dietética Ugarte. Luego adoptaría su nombre definitivo: Dietéticas Tomy.
No fue lo que se dice un éxito instantáneo: Pérez la tuvo que remar. El primer día facturó $200. Y estaba, con razón, asustado. A pesar del apoyo de su madre, se había endeudado y los clientes llegaban en cuentagotas, así que tomó su primera decisión empresarial: salió a buscar él mismo, a pata, los clientes. Fuera del horario del negocio, recorría panaderías, heladerías y cualquier local que pudiera vender sus productos, pero del mismo modo que tuvo su primera decisión empresarial, tuvo su primera frustración: sus precios, en el mercado, no eran muy competitivos que digamos.
Y así como salió a buscar clientes, salió, más lejos, a buscar proveedores. Para eso se tomó un micro, el más económico de todos, que paraba en cada pueblito, hasta llegar a su destino: Tupungato, Mendoza. El viaje tardaba un día entero. Allí, sin muchos contactos, por no decir sin ninguno, se puso a desandar las calles del pueblo, a golpear puerta a puerta y a preguntar si había algún productor interesado en vender sus productos naturales al por mayor. En ese primer viaje, todo lo que consiguió fue una bolsa de 20 kilos de nueces con cáscara. Y se sintió victorioso mientras la acomodaba en el baúl del micro a Retiro, y se preparaba para otro día entero arriba del micro. Una vez que vendió aquella bolsa –se la dedicó a los que le decían que sus precios eran caros–, se fue por otra. Mismo micro, mismo dolor de nalgas. Se tomaba el bus en Retiro una vez por semana. Y, a veces, más. Pero viaje a viaje, las bolsas se multiplicaban. Y así, en ese trabajo hormiga, Pérez logró generar un capital suficiente y un caudal de clientes para hacerse traer la mercadería en un camión. En un año, sus peregrinajes eternos a Tupungato se convirtieron en un envío de 8.000 kilos de mercadería. Luego, llegó a 10.000.
En ese entonces se le ocurrió la brillante idea de poner todo eso que él hacía con esfuerzo y dedicación en un eslogan en la puerta: “Precios mayoristas al alcance del consumidor”. Además, en honor a su hijo, que nació en agosto de 2003, le cambió el nombre y le puso Dietéticas Tomy.
Los clientes de su dietética sabían que no había otro lugar donde conseguir precios tan económicos. El boca en boca se hizo muy contagioso. Y, para fin de año, la clientela hacía fila para comprar sus frutas secas.
Para 2002, cuando comenzó, las dietéticas eran locales de barrio, pequeños emprendimientos para un puñado de pioneros de la alimentación sana. Luego, con la expansión de la conciencia alimentaria, el boom de los veganos, la macrobiótica y los caminos que alientan la alimentación consciente, las dietéticas comenzaron a reconvertirse en locales a todo trapo y para todos los gustos. Los naturistas son un eslabón más en una cadena que incluye cada vez más restaurantes vegetarianos, pizzerías veganas y hasta franquicias de restós que ofrecen un fast food natural. Antes era moscato, pizza y fainá. Parrillada, tinto y papas fritas. Ahora, con la revolución verde y la conciencia alimentaria, la trinidad es: quinoa, leche vegetal y arroz yamaní. Y hasta hay defensores a ultranza de la parrillada vegetariana.
En 2004, Pérez, antes trabajador hormiga, soñaba como un rey: se propuso, a dos años de su desembarco, abrir sucursales, extender la red del verde que te quiero verde. Una vez que se hizo conocido en Olivos, y le contaban sus clientes que llegaban de Capital solo para comprar sus productos baratísimos, empezó a abrir locales de su dietética del lado capitalino de la General Paz. Desde entonces, el hombre no paró. Los camiones cargados de mercadería se multiplicaban semana a semana. Pérez dejó de pasar días interminables arriba del bondi con rumbo mendocino. Y la dietética Tomy se hizo un sello en el rubro.
Hoy en día, pasados camiones y más camiones bajo el puente, tienen 1.500 artículos desparramados en sus 55 sucursales, que van desde maca peruana a dátiles israelíes, desde nueces mariposas hasta toda clase de granos y legumbres con los que Dios sembró este mundo. De esas sucursales, 22 son propias y 33 son franquicias. Y al mes facturan, sumadas las sedes de su dietética, un total de $25 millones. Y las cifras crecen cada año a un ritmo sostenido. Y un dato más: en el último año y medio, abrieron 36 locales.
Ahora mismo, lo que antes era un emprendimiento de madre e hijo solos luchando contra el mundo, un quijote subido a un micro larga distancia, hoy es una empresa consolidada con casi 90 personas. Tiene área comercial, de marketing, de recursos humanos, y áreas de calidad y desarrollo de marca. Pérez, además, cuenta con un centro propio de distribución, desde donde concentra toda la operación comercial y la logística. Desde hace un año, empezó a promocionarse, pecho abierto y orgulloso, como la mejor cadena de dietéticas del país. Las cifras, dice, lo avalan.
A 15 años del inicio de su aventura naturista, a Pérez ya no lo asusta llegar un día al trabajo y que un cartelito le diga cerrado por convocatoria de acreedores. Sabe que todo se soluciona con un poco de coraje, otro poco de determinación y un micro de larga distancia interminable, pero milagroso.