La ecuación para preparar la picada perfecta desde el vino a la burrata
Hija dilecta de los antipastos italianos, cruza mestiza de las tapas y la mesa árabe, la picada es una gloria mixta por la que es frecuente silbar frente al marmolado perfecto de una bondiola, salivar con el brillo suculento de las aceitunas o admirar el filo pitagórico de los dados de queso y mortadela, justo antes de echarse un bocadito a la boca.
Toda una institución gastronómica argentina, sea en primavera o en cualquier estación, la picada invita a una copa y una conversación igual de dispersa que los platitos con cada ingrediente. Simple, con un queso Mar del Plata y un salamín picado fino y seco, o compleja, con una tabla nutrida de quesos y fiambres surtidos y selectos, la picada es una ocasión en la que todo (o casi todo) puede ser llevado a la mesa. Y en ese plan atiborrado y tentador el vino es otro cantar.
Como especialista en la materia, siempre tengo alguna botella a mano por si me da el síndrome de la picada. Como sucedió el sábado pasado a las 20:20, cuando bajamos con mi pareja por Callao rumbo a casa y nos sobrevino el antojo de unos ricos quesos. Nos acordamos de un boliche que hay ahí sobre Quintana e hicimos un rodeo para comprar un surtido elemental. Podría haber sido cualquier local de buenos productos, The Pick Market, Salomé o Bodega Amparo, el excelente Torrens en Mendoza, por poner otros ejemplos. Pero fue Ragni, al que conocemos bien.
El asunto es que en 10 minutos y con 600 pesos resolvimos una picada calidad gloriosa, de esas que mientras mordés un triángulo de queso brie fundente y por pura gula comentás lo rico que está todo. Fueron tres cuñas de quesos –brie, morbier y Lincoln–, el codo de un jamón crudo tipo bayona, medio chorizo de campo y olivas tipo griegas, que nos encantan. El vino nos esperaba frío en casa: un rico y seco espumoso rosado. ¿La pregunta es por qué un rosé?
Burbujas rosadas siempre
El truco lo aprendí hace tiempo: una botella de burbujas rosadas en la heladera convierten cualquier ocasión en una ocasión especial. Rosadas, porque tienen mayor amplitud de gustos para las comidas, mientras que el hecho de que sean burbujas también aumenta la performance y le da brillo al momento. Claro, no están para darle lustre a un asado de tira, pero sí para un jamón crudo tipo italiano, una bondiola y unos quesos blandos, de burrata a camembert. La ventaja del rosé es su cintura para los acuerdos.
En esa línea, buenas botellas para tener el expresivo Navarro Correas Malbec Rosé ($265), Escorihuela Gascón Rose ($465), sobrio y elegante, o el raro y rico Gouggenheim Rosé Bouble de Malbec ($350). Vinos por el estilo.
Picadas ricas en fiambres
A los argentinos nos encantan los embutidos. En particular el salame de campo, entre los que destacan Caroya por el sabor del emplume (los hongos de la piel), Tandil por la claridad y picor de la pimienta y Mercedes, cuando está maduro pero no seco, por el equilibrio. Como no hay picada sin salame, cuando aumenta el volumen de los chacinados en la picada es ideal servir unos tintos ligeros, para que el toque fundente del tocino tenga su contrapunto perfecto en unos taninos imperceptibles pero vigentes.
Hay un puñado de vinos que exploran esa vertiente. En particular los Syrah. Destacan los muy frutados y de precio lógico, Chakana Nuna Vineyard Syrah (2017, $310), Finca Sophenia Reserve (2015, $400), con frescura vibrante y fruta roja evidente, o el austero en cuerpo y lleno de sabor Animal Syrah (2017, $440).
La regla es: cuanto menos maderoso sea, cuanto más fresco resulte, mejor andará.
Tablas de quesos
Acá el camino es más complejo. Como acostumbra decir Carlos González, propietario de Cabaña Piedras Blancas, no es lo mismo un queso chevrotin o pyramid de cabra maduros que un pategrás o un fontina. En general los quesos muy aromáticos se acompañan bien con blancos cuyo aroma es igual de intenso. Y en el caso de quesos tan pungente, son ideales vinos incisivos como el Sauvignon Blanc, como el muy frutado Altosur (2018, $250), el raro Wapisa (2017, $300) y el moderado y herbal Saint Felicien (2018, $423). En este asunto manda la tradición francesa que los combina con blancos del Loire o la Saboya.
Para quesos de vaca menos aromáticos y más suaves, como pueden ser un morbier –o su versión local ligne noir con la consabida línea de ceniza–, gouda y hasta un gruyere, los tintos delicados son lo mejor. La razón es simple: en el gusto a leche, en la intensidad moderada que ofrecen, las frutas rojas y la frescura media son la clave del buen sabor. Así, el Pinot Noir es ideal porque no invade y deja lucir a los quesos, como Zorzal Terroir Único (2017, $268), Serbal (2017, $300) y Salentein Reserva (2017, $345)
Pero con los quesos muy duros, como nos recuerda el afinador Adrián Valenti cada vez que lo visitamos, la cosa es reversible: lo que parece que sólo va con vinos potentes y de cuerpo, onda Cabernet Sauvignon, como pueden ser un queso Grana o Regio de tres años de maduración y con cristales de sal ya formados, resulta que también funcionan con un tinto suave. ¿Entonces? Probar o reventar.
En todo caso, una cosa es segura: lo mejor para un picada es no perder el tiempo y empezar por el sabor que más te guste. Para el resto de las disquisiciones está la variedad de platos que invitará a hablar del asunto.
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