La memoria de una tierra arrasada
En una ciudad cristiana de Irak, ocupada por Estado Islámico y ahora abandonada, un cura trabaja en la reconstrucción histórica
QARAQOSH, Irak
Un joven de nombre Noor sale corriendo de una casa con un libro grande y en excelente estado. “¡padre Jorge! Mire”, grita y le da el libro. El cura Jorge Jahola toma la obra y la examina con cuidado. “Es un diccionario litúrgico”, dice sin sacar los ojos del texto. Con un dedo señala unas oraciones que lee de manera apenas audible. Está escrito en arameo y sólo él y el joven que le trajo el libro, su asistente por el día, entienden.
Alguien pregunta: “¿Qué hace usted, padre Jorge, con las cosas de valor que encuentra en las casas destruidas y abandonadas?”. Sorprendido, el cura por fin levanta los ojos del libro, mira a su interlocutor y sin decir una palabra se lo devuelve al joven dándole una orden en arameo. El joven, libro en mano, corre nuevamente dentro de la casa, esquiva los escombros que cubren el piso, entra en el salón dónde todo está revuelto y vuelve a poner el diccionario cuidadosamente en los estantes que están vacíos, como intentando que los dueños nunca se den cuenta de lo que hizo.
Pero los dueños ya no viven ahí y ya no vivirán, como ningún otro vecino de Qaraqosh, esta ciudad cristiana en la meseta de Nínive, en el norte de Irak, a 400 kilómetros de Bagdad. En agosto de 2014, los 50.000 habitantes, casi todos cristianos, tuvieron que huir con lo que pudieron cargar en sus coches mientras los combatientes del grupo jihadista Estado Islámico se apoderaban de la ciudad.
Siguiendo una lectura estricta de las reglas islámicas, los yihadistas le dieron tres opciones a la gente del libro, como llaman a los judíos y cristianos por ser creyentes en religiones abrahámicas. La primera era abandonar su fe y convertirse al islam. Pero ningún cristiano la eligió. La segunda les permitía quedarse en la ciudad y seguir creyendo que Jesucristo es efectivamente hijo de Dios, a cambio de pagar un impuesto tan alto que para casi todos era prohibitivo. Nadie tampoco levantó la mano por esta opción. La tercera los dejaba ir en paz, pero sólo si abandonaban la ciudad con lo que podían llevarse. Si ninguna opción convenía, entonces había que aceptar las consecuencias de desafiar al Estado Islámico.
Quizá llevados por el sabio instinto de la supervivencia, la totalidad de la población de Qaraqosh prefirió no probar en carne y hueso lo que la cuarta opción podría significar. Entonces empacaron y la mayoría encontró refugió en el Kurdistán iraquí. Otros abandonaron el país.
Recién en octubre de 2016, la novena división del ejército iraquí recuperó Qaraqosh. Hoy las milicias cristianas montan guardia en las entradas de la ciudad que, cinco meses después de la liberación, sigue vacía. Nadie volvió. Para ser más claro, nadie pudo volver porque las 6800 casas fueron destruidas, incendiadas o saqueadas.
“Ni una sola quedó intacta”, dice el padre Jorge, levantando el dedo índice de la mano derecha mientras intenta una sonrisa de asombro por el meticuloso esfuerzo para arrasar con la ciudad. Intentará esa sonrisa durante todo el día, cada vez que se pare frente a una casa. “Hay tres categorías de destrucción: total, parcial o incendiada”. Las categorías fueron creadas por el mismo cura cuando decidió documentar los destrozos hechos durante los más de dos años en que la ciudad estuvo bajo el control jihadista.
Apenas supo que fue liberada, el padre Jorge tomó un mapa de la ciudad y la dividió en diez zonas. “De la A a la J”, dice. Un domingo de octubre luego de dar misa en la iglesia que comparte con otros curas en Erbil, la capital del Kurdistán iraquí, les anunció a los presentes, todos refugiados de Qaraqosh como él, su proyecto para resguardar la memoria.
“Todo pertenece a la historia, también las casas. Y la historia cambia. Por eso hacemos una fotografía de toda la ciudad. Guardamos este instante del tiempo para el futuro”, dice el cura. Unas diez personas se ofrecieron como voluntarios para fotografiar todos los edificios de la localidad, por fuera y por dentro. “Debemos transmitir la situación actual de Qaraqosh a las próximas generaciones. Es una obligación moral.”
El inventario servirá también, explica el religioso, para presentarlo ante la comunidad internacional y a los donantes. “Para poder pedir lo que se necesita”, dice el cura que además de las casas quiere reparar seis de las diez iglesias que hay en Qaraqosh sumando las sirio católicas, bajo la guía del Vaticano, y las sirio ortodoxas. “Esas seis fueron parcialmente dañadas, así que se podrán reparar fácilmente.” Las otras cuatro fueron destruidas. “Dos iglesias sirio ortodoxas fueron incendiadas. Otras dos sirio católicas fueron incendiadas y destruidas.” Toda la ciudad era una sola parroquia encabezada por el templo más importante consagrado a la Inmaculada Concepción, donde el cura iba a misa.
“Ahí hice mis estudios secundarios”, señala el padre Jorge cuando pasa frente al único liceo del lugar. El cura nació y se crió en Qaraqosh. Como todos los iraquíes, su vida está marcada por las guerras. Apenas se graduó de físico en la Universidad de Mosul, tuvo que hacer el servicio militar en pleno conflicto entre Irak e Irán que ocupó casi toda la década del ochenta y que dejó más de un millón de muertos en ambos bandos. “No tuve que combatir. Me enviaron a una base aérea en el sur”, cuenta el padre que luego del conflicto pudo entrar en el seminario para ser finalmente ordenado sacerdote en 1993. Luego de unos años se mudó a Roma, donde durante 14 años terminó un doctorado en teología bíblica y fue testigo del paso de mando entre Josef Ratzinger, el papa Benedicto XVI, y Jorge Bergoglio.
“Él es muy abierto, sobre todo”, dice el padre Jorge sobre el papa Francisco y su gestión de la crisis de los cristianos en Medio Oriente. “Es un jefe de Estado y tiene que ser diplomático. Es positivo lo que él hace, pero no hay que demostrar solamente que somos buenas personas, que somos buenos cristianos y bajar la cabeza frente a los pretextos de los musulmanes”, dice el cura tratando de comunicar el malestar de su comunidad sin criticar abiertamente al jefe de su iglesia. La relación entre cristianos y musulmanes en la planicie de Nínive, y en todo Irak, llegó ahora a un punto aún más alto de desconfianza y rencor desde la invasión de los Estados Unidos en 2003, que puso fin a la era de Sadam Husein.
“Son todos iguales, los sunitas y los chiitas”, opina un cristiano en referencia a las dos grandes ramas del Islam, enfrentadas entre sí en una lucha que divide a Irak. Casi el 60% del país es chiita y el 40%, sunita. El Estado Islámico pertenece a la rama minoritaria y combate al poder gubernamental, mayoritariamente chiita. El cristiano que habla es un ex residente de Qaraqosh, hoy refugiado en Erbil, que vino a la ciudad junto a un contingente de otros 15 vecinos para documentar, a pedido del padre Jorge, los destrozos en una de las escuelas. Mientras espera que una combi lo lleve hasta el colegio, enciende un cigarrillo y aprovecha para preguntar. “¿Usted tiene hijos? Nosotros, los cristianos, tenemos uno o dos y los tenemos muy tarde porque nos preocupamos por los estudios y el trabajo. Hay que tener varios hijos porque ellos tienen familias numerosas”. El resto de los voluntarios escucha y no disiente.
Muy ocupado para escuchar la conversación, el padre Jorge se sube a su 4x4. Mapa en mano, tiene como próximo destino una casa en esa zona de la ciudad que él bautizó sector F. Enciende el motor, pero no logra recorrer más de tres cuadras que, al doblar en una esquina, tiene que detener la marcha. Un coche calcinado y acostado sobre el lado del acompañante bloquea la calle. Es una de las tantas huellas de los combates entre el ejército y los jihadistas para liberar la ciudad. “Va a ser más fácil seguir a pie”, dice el cura y toma su mochila y su computadora.
El padre tiene 52 años, pero camina con la rapidez de un adolescente por las calles desiertas, protegido del frío apenas con un sombrero pescador y una campera. Algunos metros atrás, casi corriendo para mantener el paso, lo sigue Noor, un voluntario de 20 años. En una mano sostiene la cámara de fotos para registrar todo lo que el sacerdote le indica y en la otra, un paquete de pañuelos, para ayudarlo con el resfrío. Juntos vuelven a recorrer los 80 kilómetros que separa Qaraqosh de Erbil para corregir algunos errores y completar el inventario de las ruinas.
“No sé cuánto vamos a necesitar para hacer las restauraciones, pero va a ser mucho dinero. Quizá más de 100 millones de dólares”, dice el padre mientras mira a un vecino que vino por el día y que intenta destapar con un palo de escoba el desagüe que sale del jardín de su casa a la vereda. Golpea y se escucha que el palo toca algo metálico. Tres veces tiene que insistir hasta que logra sacar el objeto, un cargador oxidado de un fusil Kalashnikov. Se lo muestra al cura, hace un chiste en arameo que nadie se molestará en traducir y se larga a reír a carcajadas.
El padre llega, por fin, frente a la casa que buscaba en la zona F. Alguien cubrió cada centímetro del muro que da sobre la vereda con un colorido grafiti en inglés: beauty, belleza. Pero quien entra al chalet comprueba sin dificultad que el grafiti no cumple su promesa. La casa fue vaciada y las paredes cubiertas con planos de batalla y con el sello del Profeta Mahoma, utilizado por los combatientes del Estado Islámico. En una de las habitaciones se apilan decenas de bolsas de tierra que rodean una fosa de casi tres metros de profundidad. Es uno de los tantos túneles que cavaron los jihadistas para conectar los inmuebles sin tener que salir a la calle y exponerse a los bombardeos de los aviones de la coalición internacional liderada por los Estados Unidos. Noor desciende, pero sale inmediatamente. El túnel no fue terminado y no lleva a ningún lado.
Entonces Noor anota algunos datos sobre la casa y se ofusca cuando tiene que volver a corregir la nota, porque el lápiz se movió al temblar el suelo. Cerca de la ciudad, la artillería de largo alcance del ejército bombardea las posiciones de los jihadistas en Mosul, a poco más de 30 kilómetros. Cada descarga sacude Qaraqosh y espanta a los pájaros, pero no perturba el trabajo de algunos cristianos que vinieron durante el día desde Erbil para visitar sus casas y tratar de recuperar algunas pertenencias, si todavía eso es posible. “Se robaron hasta nuestras cuatro colmenas”, dice Adib Benham Tamous mientras camina por lo que queda de su propiedad. El estornudo de Noor hace eco en todas las habitaciones vacías. “La casa está en pie, pero se llevaron todo” dice.
Su hermano, que vivía enfrente, tuvo menos suerte y al robo los saqueadores le agregaron un incendio que arrasó con cada ambiente. Al fuego sólo sobrevivió un ventilador de techo con sus aspas dobladas hacia abajo. Noor hace foco y lo fotografía.
Junto a la puerta de entrada, un miembro del equipo de explosivos de las fuerzas armadas escribió con aerosol casa controlada, porque ninguna bomba fue encontrada en la vivienda. Una de las tácticas preferidas del Estado Islámico cuando están obligados a abandonar una posición es ocultar en los edificios decenas de explosivos caseros, pero letales.
A unas cuadras de la casa de Adib, el cura se cruza con Abdulhamid Ahmed, un abogado que vino con su esposa y cinco de sus hijos a visitar su propiedad. Adentro, Husein de 18 años, el más joven de la familia, intenta abrir la puerta del armario de su habitación, que está atascada. La fuerza varias veces. “¡Acá está!”, dice con una voz que denota que la pubertad todavía no terminó su trabajo. Entre sus manos sostiene un oso de peluche blanco, con un corazón rojo en el pecho que dice I love you. “Me lo regaló mi papá cuando tenía 11 años”, dice con una sonrisa Husein, que es la primera vez que vuelve a su casa desde que tuvo que huir en agosto de 2014.
En el living, Noor hace malabarismos para subir a la terraza saltando los escalones de una escalera destruida. Quiere fotografiar el techo perforado por un mortero que cayó en medio del living dejando un agujero en el hormigón armado por donde hoy entra la única luz posible. La familia Ahmed es una de las pocas que no profesan el cristianismo en Qaraqosh. Pertenecen a la minoría Kakai, una religión que se inspira en el zoroastrismo y en el islam chiíta y que también fueron perseguidos por los jihadistas.
“En 2006 vivíamos en Mosul y nos tuvimos que escapar acá, a Qaraqosh. En 2014 estuvimos obligados a abandonar otra vez nuestra casa e ir a Erbil –dice Hussein–. Hoy no sabemos si vamos a volver, nos iremos a Bagdad o nos quedaremos en el Kurdistán.” Otra posibilidad es irse del país, como lo hizo uno de sus hermanos mayores, que vive en Ucrania.
Otros familiares que emigraron al exterior son los del cura Jorge. Sus dos hermanas huyeron a Francia y su hermano mayor, Samir, a Jordania.
“La va a dejar así para siempre. Quiere que sea un testimonio del mal que han hecho otros”, dice el cura parado frente a las ruinas de lo que fue la casa de su hermano, un diseñador de interiores que construyó su propio hogar. La biblioteca fue convertida en cenizas, las paredes cubiertas de negro por el fuego y las pocas pertenencias que no fueron robadas cubren el suelo hechas pedazos. “Va a ser difícil perdonar”, dice el padre mientras camina con cuidado.
El sol ya comienza a esconderse en el horizonte, allá dónde está Mosul. Hay que irse de Qaraqosh. Las rutas bombardeadas, los toques de queda y los numerosos puestos de control hacen que el camino de vuelta sea más complicado que lo normal. “Hay algunos que quieren volver a Qaraqosh y otros que se quieren ir del país”, dice el padre Jorge mientras sube al coche y enciende el motor. Desde los parlantes del estéreo de su 4x4 comienza a escucharse música religiosa. Tirado en el asiento de atrás, Noor acompaña la canción tarareando distraído, mirando por la ventana las casas deshabitadas. “Espero que los cristianos puedan tener un futuro en Irak. Pero la situación tendrá que ser mejor que antes. Antes ya era difícil”, dice el padre Jorge y suspira.
Antes de partir, toma del baúl una sotana y se la calza. “Es más fácil pasar por los puestos de control cuando saben que sos religioso”, dice y guiña un ojo porque sabe que su artificio funcionará. En tiempo récord logra pasar uno a uno los controles del ejército, de la policía, de las milicias cristianas y de las kurdas.