El contrato estaba listo: solo faltaba su firma. A fines de 2015, Kryptonita –la novena ficción de Leonardo Oyola, que llevaba cuatro años en las calles– ya era un fenómeno de culto. Editada por Random House, la historia de un Superman que aterriza en La Matanza y se forja con los códigos del oeste del Gran Buenos Aires iba en camino a ser reeditada por duodécima vez. La habían adaptado al cine y la película –protagonizada por Diego Capusotto y Pablo Rago– había alcanzado los 36.000 espectadores en un fin de semana. Al poco tiempo se había estrenado Nafta Súper, la miniserie de televisión inspirada en esa misma historia, por canal Space. La propuesta de la editorial, entonces, era casi un operativo clamor: querían que pusiera en marcha la segunda parte de la novela. Pero el escritor vislumbró la letra chica. Y rechazó la idea. La decisión tampoco sería gratuita: tardaría cinco años en publicar su siguiente libro.
–Si me ponía a escribir “Kryptonita 2”, me ponía gordo –dice Leo Oyola desde la pantalla de su computadora, gorra negra con el logo de los ThunderCats. La luz del día se cuela por las hendijas de una persiana cerrada que se recorta a sus espaldas–. Iba a perder el hambre.
Es uno de los autores más leídos de la Argentina. Hasta los 29 años no había escrito una línea. En los talleres de Alberto Laiseca largó todo y empezó a dedicarse a su pasión: la literatura.
Es una tarde de octubre y está en su departamento, en el barrio porteño de Almagro, cumpliendo a rajatabla con el aislamiento social. Después de haber pedido disculpas porque no se anima todavía a un encuentro presencial porque es grupo de riesgo del covid-19 –hace unos años sufrió una neumonía que lo tuvo al borde de la muerte y le dejó secuelas–, ofreció hacer la entrevista a través de su cuenta de Zoom.
No perder el hambre después de Kryptonita significó para él embarcarse en Ultratumba, el libro que en mayo de 2020 finalmente publicó por Random House. Fue uno de los únicos que la editorial decidió sacar en plena pandemia, y aunque todavía no pudo ser presentado por la hecatombe mundial que produjo el coronavirus, ya agotó dos ediciones y va por su tercera.
La novela transcurre en una unidad penitenciaria de mujeres, durante un festejo por el Día del Niño que termina en un vertiginoso motín, en el que se disputa de fondo el liderazgo del pabellón. Por detrás de ese inicio se revela una trama “a lo Oyola”: de género inclasificable, más fantástica que tumbera (aunque con el argot necesario para emplazarse en la cárcel), más de aventuras que policial, en la que se van superponiendo las historias de un grupo de reclusas reconvertidas al evangelismo, un ejército de zombis y el amor imposible entre una presidiaria y una carcelera. Todo eso se organiza alrededor de otro de sus sellos distintivos: un índice hecho de referencias musicales de los 80 y los 90. Esta vez abre cada capítulo con un fragmento de la canción “It’s a hard life” de Queen, así como en otras novelas lo hacía con temas de Bon Jovi, Poison y Duran Duran.
–Cuando publiqué Kryptonita, y me invitaron a talleres literarios rejas adentro para que leyera fragmentos de mis libros, me di cuenta de que quería escribir una novela con el escenario de la cárcel –dice. Tiene una voz con un dejo nasal que en todo momento suena como si viajara por una autopista a 30 kilómetros por hora: pausada, monocorde, maquinal–. Fue pisar una cárcel femenina y sentir que el riesgo como escritor para mí estaba en contar una historia con todas mujeres. Tener que desdoblarme. Siempre mis personajes eran hombres, y las pocas mujeres que había en mis libros igual eran muy masculinas. Y cuando encontrás una dificultad que no entorpece la historia, sino al contrario, que la robustece, tenés que decidirte a ir por ahí.
–¿El movimiento de mujeres tuvo que ver en esa decisión?
–No, mirá: eso no. Entiendo que se lea así, pero yo esta novela la empecé a pensar en 2012, ya sabía que iba a ser en una unidad penitenciaria femenina. Y lo que vos escribís es hijo del momento en que lo escribís. Yo tengo esa tranquilidad, que sé que no quise hacer marketing, porque no sabría tampoco cómo hacerlo. En la cárcel, me encontré con historias que me descolocaron. Como la de una chica que no tenía nada que hacer afuera y sabía que estar cumpliendo condena era como la marca escarlata, y decía: “No, no, para volver a desesperar, a delinquir, me quedo adentro. Cuando me hagan las pericias, digo un par de giladas, y me quedo...”, me decía ella. Y es triste, requetetriste, eso. Pasa un montón. Junté su historia y la de dos presidiarios más para componer a uno de los personajes de la novela que no encuentra razones para salir.
–¿El dolor es algo que te motiva a contar historias?
–Hay algo de eso, pero también yo creo que termino mostrando cierta cosa más luminosa que tiene que ver con la gente con la que me crie, mi familia, y lo que siempre me enseñaron ellos: a laburar, a levantarse, a laburar, a levantarse, y a otro tema.
En el oeste está el agite
Nació en 1973 en Isidro Casanova, partido de La Matanza, al oeste del Gran Buenos Aires. Hacia ese escenario hecho de casas bajas, cercado por las vías del ferrocarril y el Hospital Interzonal de Agudos Paroissien, apuntaría luego su brújula literaria, recreando su atmósfera en la mayoría de sus ficciones e imprimiendo ciertos “códigos del barrio” –la lealtad, la fraternidad, la calle– en el ADN de sus personajes. Su infancia transcurrió en el seno de una comunidad de inmigrantes paraguayos que trabajaban de lunes a lunes. Su papá era empleado en una fábrica y hacía changas; su mamá se dedicaba a la costura. Los fines de semana, en los ratos libres, se juntaban en la casa de algún vecino que necesitaba un arreglo y, mientras revocaban una pared o emparejaban el piso, comían sopa paraguaya y contaban anécdotas en guaraní. Al caer la noche, corrían las mesas y bailaban –Creedence, Marco Antonio Solís, Raffaella Carrá, los Rolling Stones– hasta la madrugada.
–Es que donde me crie yo siempre fue todo así, colectivo. A mí, siempre me gustó este tema de progresar todos juntos, de unirse. Por eso, también me interesa que en las o los villanos que yo escribo tengan este asunto de “solo tampoco voy a poder seguir”. Con esto no digo que no sea fundamental que uno se ponga de pie. Nadie te va a venir a salvar. Pero es importante la presencia de los otros: así como te tiran el centro, que vos vayas a patear el córner de vez en cuando.
Un gato negro con rayas aparece en la pantalla de Zoom e interrumpe la conversación con su maullido.
–Se llama Peckinpah –dice mientras lo acaricia–, por el director de cine western, Sam Peckinpah. Puse un epígrafe de su película La pandilla salvaje en Kryptonita. Gran compañero. Obviamente responde a Pecki, cosas así, o a Sam.
“Todos queremos volver a ser chicos”, dice el epígrafe de apertura de Kryptonita, firmado por Peckinpah. Todos los libros de Oyola abren con un epígrafe de alguna película western. Se hizo fanático del género de chico, cuando iba al cine en continuado de Morón a ver las películas –rayadas y a destiempo– que llegaban a la cartelera. Eso e ir a bailar al Jesse James eran sus únicos intereses. Era un inmenso y legendario boliche de La Matanza con fama de lugar pesado que en su arquitectura emulaba las construcciones de madera con puertas vaivén del lejano oeste. Hasta que en el último año de la secundaria se llevó Literatura a marzo. Y para rendir la materia tuvo que leer Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, y quedó prendido de Jeff Spender, el personaje de uno de los cuentos del libro, titulado “Aunque siga brillando la luna”. Un hombre que clamaba respeto por los marcianos que se acababan de extinguir en Marte. “Yo sé lo que siente Jeff Spender. Es de mi barrio, es matancero”, le dijo a la profesora en medio del examen oral.
Donde me crie yo siempre fue todo colectivo. A mí, siempre me gustó este tema de progresar todos juntos, de unirse. Por eso, también me interesa que en las o los villanos que yo escribo tengan este asunto de “solo tampoco voy a poder seguir”.
–Me encantó que Spender era laburador, respetuoso y le daba una mano al que la necesitaba y dos al que la merecía. Se volvía loco defendiendo a gente que supo ser como él, oprimida.
Ese libro lo inició en la lectura desenfrenada y lo llevó a que al terminar el secundario se anotara en Comunicación. Para costear sus estudios, durante 10 años, tuvo que deambular por una serie de trabajos ocasionales –administrativo en una escuela, albañil, cadete, vendedor de ropa–. En el medio, la vida: se puso en pareja, tuvo un bebé.
–Iba detrás del mango, no me jugaba hacia lo que había estudiado. Es un tema... Te independizás, tenés que llegar a fin de mes, hacer esto, lo otro, todo. Y, en esas cosas, también dejás tu felicidad.
Era plena crisis post-2001. Argentina estaba en uno de los pozos económicos más profundos de la historia. Un amigo lo invitó a una librería de la Capital Federal a ver a un “viejo medio loco” que, al parecer, contaba muy buenos cuentos de terror. Ese viejo era Alberto Laiseca, escritor maldito, maestro de escritores, que por esos años había alcanzado cierta popularidad por su magnética forma de narrar cuentos en un programa que se emitía por la señal de cable I.Sat. Leo Oyola sintió el impacto. Ahí mismo se enteró de que daba talleres literarios en su casa y se anotó, aunque jamás en su vida había escrito una sola línea de ficción, ni había sentido el impulso o el deseo de escribir. Tenía 29 años.
El camino no elegido
Pasaron un par de semanas de la entrevista por Zoom. Es una tarde diáfana de noviembre y hace un calor bochornoso. Oyola, alto y de figura maciza, llega caminando y saluda con el codo. Ofreció venir a un parque para hacer las fotos y seguir con la entrevista: “Si te sirve, porque sé que no son las mejores condiciones las de la videollamada”. Solo pidió respetar la distancia y el protocolo.
–Perdón, se me hizo un poco tarde, es que estaba oxidado de no caminar –se disculpa, aunque pasaron solo 10 minutos más de lo pautado.
Lleva jean gris, una remera negra de manga corta que en el centro del pecho dice “Encuentro nacional de escritura en la cárcel”, un barbijo de tela roja estampada con perritos, gafas negras, gorra, auriculares y una mochila negra colgando de sus espaldas. En la muñeca lleva un brazalete de cuero con tachas y un anillo con una calavera en uno de los dedos. En los brazos asoman algunos de sus tatuajes: del lado izquierdo, un mapa de La Matanza con trazos finos, que es el último que se hizo; del lado derecho, el dibujo de un tigre que muestra los dientes rodeado por las palabras “tigre” y “harapiento” en letras cursivas. Es por Siete & el Tigre Harapiento, su primer libro.
–Tengo casi todos los nombres de mis libros tatuados. Me falta Ultratumba, que todavía no me lo hice porque mi tatuador ya no me quiere cobrar, así que dejé de ir. Este –señala el tatuaje del tigre– es por la primera consigna del taller de Lai.
"Facebook lo cerré en 2016, después de Kryptonita, entre otras razones porque me llegaban decenas de mensajes de gente que me pedía trabajo, y yo no sabía qué responderles."
Leo Oyola
La consigna era así. Había que contar un cuento con intertextualidad, que hiciera referencia a algo que no fuese obvio y que solo algunos pocos pudieran captar. Había, además, otra recompensa: Laiseca le pagaría la cerveza de por vida al tallerista que lograra que él no adivinara el tema al que aludía su texto.
–”A este viejo lo voy a cagar”, pensé, y escribí un cuento con puras referencias a Duran Duran. Todos mis compañeros lo captaron, salvo Lai, que era de otra generación.
Sus compañeros eran Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Ana Prieto, Alejandra Zina –que se convirtió en su pareja–: escritoras que hoy son algunas de las voces más potentes de la narrativa argentina.
–En el taller yo encontré un lugar muy de libertad, gané confianza. La dedicación de Lai en ese tiempo era maravillosa. Era capaz de llamarte a tu trabajo, un día cualquiera, para decirte una corrección de tu texto. En esa época, si vos le respondías al viejo con tu ficción, el viejo te respondía estando encima tuyo. Las pocas veces que Laiseca me destrozó un texto tuvieron que ver con que no solo le faltara laburo o lo que sea, sino con que no me animara. Con que no me jugara con un personaje, o que en el desenlace tuviera miedo.
Además de asegurarle la cerveza, con ese texto que derivó en su primer libro –un policial negro de escritura barroca, ambientado en la Buenos Aires de fines del siglo XIX–, se presentó al Premio Clarín de Novela y ganó una mención. Al tiempo de publicarlo, por su segundo libro, Hacé que la noche venga, ganaba el premio revelación de la Revista Ñ. La escritura comenzaba a florecer y su vida personal se derrumbaba.
–Estaba en la mala –dice sobre esa época–. Me había separado, me quedé sin casa, en mi laburo me habían hecho una cama y me hicieron perder el trabajo. Ni siquiera tenía una computadora.
Pasó noches enteras en un cíber del barrio, con canciones de YouTube sonando en los auriculares y un Word abierto, rodeado de pibes jugando al Counter Strike y con las luces anaranjadas del jueguito reflejándose en su pantalla. Una temporada en el infierno, en la que pudo purgar su fatalidad escribiendo la novela que significaría un salto cuántico en su escritura y en su vida: Chamamé.
–Hoy en día pienso que si no hubiera ocurrido todo lo que me pasó en ese tiempo, no sé si me la hubiera jugado a vivir de la escritura. Chamamé fue literalmente terapéutico. En ese momento, le dije a mi hermano que me quería dedicar solo a la escritura y él me dijo algo que me hizo enojar: “Yo te voy a bancar porque es la primera vez que no te veo tibio en algo, te veo que te estás jugando hacia una cosa”. Yo me calenté, porque dije: “Si siempre hice las cosas, todo”. “No, siempre hiciste lo que se debía”, me dijo. Y la verdad que tenía razón.
"Chamamé fue literalmente terapéutico. En ese momento, le dije a mi hermano que me quería dedicar solo a la escritura y él me dijo: «Yo te voy a bancar porque es la primera vez que no te veo tibio en algo»."
Leo Oyola
Entre el western y la road movie, en Chamamé, dos piratas del asfalto viajan por las rutas del Litoral buscando redención y preparan su último golpe después de cumplir su condena en la cárcel. Pero de camino a Paraguay la traición entre ellos es más fuerte que cualquier pacto previo. Una trama con mil historias agazapadas en sus pliegues: pasajes de amor, desamor, esoterismo, referencias a temas de los 80 y los 90. Una novela que en 2008 ganó el prestigioso Premio Hammett al mejor policial en la XXI Semana Negra de Gijón, de España, y lo convenció de que la literatura podía ser un medio de vida. Ese mismo año, publicaba las novelas Bolonqui, Gólgota –que junto con Chamamé fueron traducidas al francés– y Santería, la primera de una adictiva saga de suspenso y aventuras de cuatro tomos editada dentro de la colección Negro Absoluto de Juan Sasturain –de la que todavía tiene pendiente escribir los últimos dos libros–, narrada desde los ojos de la Víbora Blanca, una vidente que es una especie de Harry Potter de la villa Puerto Apache.
–Fue muy fuerte todo ese 2008. Fui a España y era la primera vez que viajaba en avión. Fue gracioso, porque cuando fui a sacar el pasaporte tenía que completar la profesión. Yo dije: “Si yo hace años me estoy dedicando a escribir... no tendré obra social, pero me dedico a lo que yo quiero. Qué se yo, yo pongo escritor”. Una de las empleadas lo miró y me dijo: “Bue, otro vago”. Y me selló. Está rebueno que te pase eso. Por el tema del ego, viste. Porque si no, te podés morfar una banana.
Plegarias atendidas
Pasaron más de dos horas en el parque, y la idea es ir a algún lugar para seguir con la entrevista.
–Ay, si no les molesta, ya que vamos a ir a un bar y va a ser mi primera salida en la cuarentena, vamos a uno que es como mi oficina y está acá a unas cuadras –pide Oyola con algo de euforia y después, como si se arrepintiera de lo que acaba de decir, vuelve a aclarar–: Si no les molesta.
El bar también está en Almagro, pegado al edificio donde vive. Tiene una barra larga atestada de botellas de vermú y el afiche de la película de Kryptonita colgado en una de sus paredes. Desembarcamos en una de las mesas de la vereda.
–Esto antes era un tugurio de tacheros importante. Solo funcionaba de 4 de la mañana a 6 de la tarde. Y cuando tomó la concesión el dueño de ahora le cambió la onda, empezamos a venir. Vos querés que le vaya bien a la gente de tu barrio. Él siempre fue muy generoso, acá presentamos muchos libros de amigos. Yo le dije: “Mirá, cachivaches te van a aparecer, pero por lo menos los que van a venir son conocidos, escriben”.
El mozo se acerca y se saludan con el codo.
–¿Seguís con la promesa?
–Sí, te pido una Coca. Y después te voy a pedir un aperolcito –responde él.
A principios de 2020, Leo Oyola juró no probar una gota de cerveza durante todo el año. La promesa se la hizo al santo del que es devoto, san Jorge, para pedirle que fuera un mejor año que el 2019.
–No quiero decir mucho más porque es volver a llamar esos males; no es que me quiera hacer el Jorge Suspenso, pero dentro de todo este marco horrible yo hice una promesa y el santo me cumplió. Me cumple en todas, así que yo le sostengo mis promesas también. Si sos escritor tenés que tener fe, creer en algo superior. No solo por el alivio, sino porque tenés que tener fe en que vas a poder hacer una historia en la que Superman cae en La Matanza... Y sabés que fue muy loco, porque cuando se dio lo de publicar en editoriales grandes, después del premio por Chamamé, me habían llamado de Planeta y Sudamericana. Yo me terminé inclinando por Sudamericana, porque Soriano había sido editado ahí y para mí era como un orgullo, viste. Y en el edificio antiguo de la editorial, en San Telmo, cuando entré al patio, antes de firmar el contrato, había un aljibe y, formado con azulejos, un san Jorge. Vi eso y dije: “Ya está, esto va a funcar”.
Cuando publicó Kryptonita y alcanzó el podio de la popularidad, con el dinero que ganó por los derechos de la película y la serie, decidió darse los “gustos” que nunca se había dado. Se puso al día con el monotributo, se afilió a una obra social, encargó bibliotecas a medida, compró equipos de música y vinilos para trabajar pasando música como DJ en fiestas, les hizo regalos a su hijo y a sus padres, y se tomó vacaciones por primera vez en su vida. Se fue con su novia a Paraguay.
–No iba desde el año 1993, que había ido por última vez con mi familia. Nos fuimos 15 días, pero a un hotel hermosísimo –recuerda sonriente, y deja entrever sus dientes desacomodados–, no a ver parientes, sino a conocer otro Paraguay del que yo conocía: la cultura. Fuimos a librerías, vimos obras de teatro. Yo con Kryptonita fui consciente, requeteagradecido, pero sabía que era efímero, viste, ¿para qué me iba a comprar un auto? No sabía si después lo iba a poder mantener.
Se acerca el mozo a la mesa y le sirve el vaso de Aperol. Oyola propone un brindis.
–Che, por la vacuna, a ver si se va esta mierda.
La conversación va y viene por más de dos horas. Habla de series, de música, de películas. “El loco es coreano, pero es matancero. Es una cosa de locos”, exclama cuando habla del director de la película coreana Parasite. Recomienda el documental Maradona, sobre la etapa de Diego Maradona en el Napoli. “El tipo quiere un sánguche de salame a las 3 de la mañana y se lo dan. Es que cuando tuviste carencias y llegás ahí… ¿saben lo que sería yo con plata?”. Se hace de noche y el frío les gana a las anécdotas. Antes de despedirse, comenta que por las mañanas está trabajando en un nuevo libro, que es una despedida a Laiseca. Para concentrarse, desconecta el wifi y apaga el celular.
–Por suerte, no tengo redes sociales. El último Facebook que tuve lo cerré en 2016, después de Kryptonita, entre otras razones porque me llegaban decenas de mensajes por día de gente que me pedía trabajo, y yo no sabía qué responderles. Ese mismo año murió Laiseca y empecé a ver cosas que escribían de él en Facebook, de gente que a Lai lo trataba mal en vida, entonces lo cerré. Se juntó todo. Y la verdad que no tenerlas es lo mejor. Ahora, en la cuarentena, yo podría haber difundido Ultratumba más si hubiese tenido redes, podría haber hecho muchas cosas, pero dije: “Si caigo en esa sueno”. Lo de las redes sociales tiene que ver con algo de lo que nosotros, los que nos dedicamos a escribir, tenemos: la ansiedad. Hay cosas que necesitás que maceren más.
–¿Y con qué cosas te distraés?
–Te vas a cagar de risa y va a sonar infantil. El gato. No sé, se despereza mientras estoy escribiendo y yo le digo: “Ayyy, el boludo quiere que lo acaricie”. Tenemos una relación que es impresionante.
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