Mora Godoy: tango de mujer
Fue bailarina del Teatro Colón y abandonó las zapatillas de punta para abrazar el dos por cuatro. A pesar de trabajar en un ámbito dominado por varones, formó una compañía propia –Tango Fatal– y el 8 del actual estrenó Tanguera , un novedoso musical con la dirección de Omar Pacheco y la presencia de María Nieves
Insistió.
A lo mejor fue eso, porque no es un dato menor la insistencia en la vida de Mora Godoy. A lo mejor fue eso, o el talento que antes o después se abre paso, o la suerte o la perseverancia, o la idea fija. Mora, cuando era Morita, tenía la insistencia china y hartante del niño que repite y repite hasta obtener lo que quiere.
–Yo, de chiquita, quería ser bailarina. O bailarina. O bailarina. O bailarina.
Dice en su estudio, una vieja casa sobre la avenida Pueyrredón que compró, también, con insistencia.
–Ganaba dos, y pagaba ocho. Ni sé cómo convencí a los tipos para que me dieran el crédito.
Las habitaciones se suceden. Dos grandes espacios con espejos y piso de madera, un camarín, un vestidor, una recepción, una oficina. Pasillos, cuartos, techos tan altos, ventanas de pecho al cielo.
–Y sigue, eh. Para allá sigue.
Su oficina tiene las paredes rojo sangre, tulipas antiguas, muebles fileteados, un sofá con osito de felpa sobre el lomo. En las paredes, cuadros recuerdan el paso de Mora por el mundo: el espectáculo Los creadores, que presentó en Madrid junto con Ariel Ramírez y la orquesta de Julián Plaza; Tango fatal, el que montó en San Francisco con coreografía y compañía propia en 1997. Durante su infancia en La Boca no sospechaba que se iba a tener a sí misma estampada en cuadritos, en las paredes de un estudio propio, porque cuando era chica ella sólo quería bailar.
–Insistí mucho. Al principio mis viejos no me prestaron atención, pero después dijeron bueno, pongámosla en el mejor estudio de danzas, para que en tres meses sepamos si tiene condiciones. Y me llevaron al estudio de Olga Ferri.
Mora tenía 8 años y ése fue el comienzo de la aceleración de las cosas. Después de algunos meses, Olga Ferri habló con sus padres y dijo lo que ya no se podía ocultar: la chica tenía talento y merecía probarse en la más exquisita de las escuelas. “Al Colón”, dijo Olga, y los padres de Mora se deben haber mirado.
–Entré en el teatro con 10, 11 años. Eran colas de cuadras para la prueba, como dos mil nenas, todas esperando su turno. Siempre fui tímida y reservada, y seguramente estaba inmóvil, calladita la boca. Pero sabía. Estaba segura, era lo que quería. Entramos quince y sólo tres terminamos la carrera. Es duro.
En el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón empezó a construir otras cosas: una vida, una forma de ver el mundo, un modo de ser independiente.
–El Colón hacía audiciones internas y contrataba diez o quince bailarines del Instituto Superior para actuar en Don Quijote, El Lago de los cisnes. Yo a los 12 estaba contratada y tenía que cumplir un contrato de adulto. Me acostaba a las doce de la noche, y al otro día, a las siete y media de la mañana, estaba en el instituto, a pesar de que me daban permiso para faltar si el día anterior tenía función. Al colegio faltaba, como mucho, tres veces al año. Mamá me decía: “Basta, faltá, sé una persona normal, no puede ser la vida que estás llevando”.
–¿Te parecía que era una vida muy dura?
–Para mí era así, no me planteaba si era duro o blando.
–¿Pero la recordás como una etapa feliz?
–No me lo acuerdo ni como una etapa feliz ni como una etapa infeliz. Yo quería estar ahí. Iba al Colón de siete y media de la mañana a una menos cuarto, y a la una empezaba el colegio. A las seis salía, tenía tiempo de tomar una leche con tostadas y a las siete entraba en el estudio de Olga Ferri. Mi vida no era normal, pero trataba de que lo fuera. Jugaba, tenía amigos, pero tenía responsabilidades que otros nenes no tenían. Estaba acostumbrada a manejar quince minutos, y en esos quince minutos tomaba la leche, me preparaban las tostadas y me hacían el rodete. Siempre me las arreglé sola, incluso en el Colón. Nunca hice lobby, pero adentro la competencia existe. Había alumnas que regalaron tapados de piel o joyas a las profesoras, se ponían cintas rojas o amuletos para la envidia. Yo nunca hice nada de todo eso, pero hay competencia. No lo pasás bien. Mi peor momento fue cuando descubrí que dos compañeras me robaban. Chicas de dinero. Mis padres me daban dinero los lunes, que terminaba tarde en el Colón, para que me tomara un taxi para llegar a horario al colegio. Estas chicas me robaban y yo me ponía a llorar, y tenía que tomarme un colectivo y llegar una hora tarde.
Imaginen: una hora tarde para quien está acostumbrada a medir los movimientos con el vals del milímetro, la vara de la milésima de segundo.
–Todavía me desespera llegar tarde al ensayo, por ejemplo. Eso debe ser por tantos años que anduve con los tiempos justos.
Harta de tanto viaje, y con su abuela materna –Lía– viviendo a dos cuadras del teatro, Mora se mudó con ella. Cambió La Boca por el Centro. Durante esos años anduvo con menos padres y más abuela por decisión propia, y sin reproches. Rondaba los 12 cuando se mudó y cambió el colegio alejado por uno en Callao y Corrientes, porque el Colón la obligaba a tiempos justos y a cosas peores. La pesaban todos los meses. Un momento espantoso.
–Terminé el Colón en 1990 y no me pesé más por dos años. No me subí a una balanza. Iba a un médico y no me quería pesar. Rechazo total. Era un momento de nervios terrible. Pesaba 45 kilos, ahora peso 50, pero me tomaba un laxante el día anterior. Me sacaba las horquillas del rodete, nos pesábamos con lo mínimo, lo mínimo. La mallita y nada más. Y un minuto antes decía: “¿Puedo ir al baño?” Ibamos al baño todas, una cosa así, contagiosa. No volvería a pasar por ciertas cosas. Ahora no me cuido para nada, pero en la época del Colón me cuidaba. Era muy exigido. Así te volvés bulímica, anoréxica, enfermedades que te trae la exigencia de estar a un peso menos que mínimo, cuando en realidad el bailarín, con tanto desgaste físico, es el que más tiene que comer.
Talentoso ejemplar de baile, joven y lejos de casa, construía su profesión. Pagaba a cambio, y sin que le importara, con una agenda apretada y horarios dignos de un adulto empeñoso. Su abuela, dice, es igual.
–Mi abuela es muy independiente. Se acaba de mudar a un departamento en Callao y Santa Fe, donde quiso vivir toda su vida. Yo debo tener mucho de ella. Mucha personalidad. Me banco lo que viene, no tengo aires de nada, pero sé para dónde voy. Sé lo que quiero.
Entonces, como ahora, el camino que prefiere desemboca en el mismo lugar: el escenario.
–Sí, me acuerdo perfectamente la primera vez que me subí al escenario del Colón. Era muy chica y fue imponente. Pero te digo: no creo haber estado muy nerviosa.
La pequeña ninfa danzante sentía que el escenario era su lugar en el mundo. Desde las butacas del público, familiares y amigos iban a verla menearse con tutú en el Primer Coliseo de acá.
–Hace poco mi abuela me hizo un comentario muy gracioso. Me dijo: “Yo siempre iba a verte, pero nunca supe cuál eras”. ¡Ay!, me morí, porque yo era parte del cuerpo de baile, y éramos muchas. Me lo confesó hace poco.
Su vida fue mucho tiempo espejos y pisos de madera y los restos secos de zapatillas de baile desdentadas. Novios, ni hablar.
–No tenía tiempo. Un novio te lleva mucho tiempo. El primero lo tuve a los 20 años. Sólo a los 25 tuve una pareja más importante, con un abogado.
Ahora tiene 31. Terminó en 1990 su carrera en el Colón. Pero cuando dejó el teatro, el teatro cobró venganza.
–Me saqué esa presión, pero también tuve que acostumbrarme a esa nueva vida. Te quedás sin piso. No la pasé bien cuando terminé. Estaba muy perdida.
El Colón le dejó secuelas. El elegante vicio de la puntualidad. La espalda recta como tabla, los hombros bajos, el mentón apuntando hacia algún lugar donde se juntan la soberbia y la languidez. Pero, sobre todo, le dejó la costumbre de días con minutos que se empujan para pasar primero. Un tiempo veloz, amontonado. Un tiempo casi sin tiempo.
–Sentía que no hacía nada útil, no tomaba ocho clases por día, y me parecía que no hacía nada. Hice dos años de Ciencias Políticas en la UBA y me parecía una pavada, poca exigencia, era como que... el tiempo me parecía un chicle. Y entonces encontré el tango. Siempre me había llamado la atención, y empecé tomando clases con uno, con otro. Pero no eran clases divertidas. Había pocos profesores, pocas tanguerías, y eran... una depresión. Ahora hay mucha gente joven, te vestís como si fueras al boliche. Lo lindo del tango también es que se rescata la esencia del placer de bailar. No importa de qué auto te bajaste, ni si sos linda o rubia o morocha. Si bailás mal, no bailás más en toda la noche, no te va a sacar nadie aunque seas un bombón. Y si bailás bien aunque no seas un bombón vas a bailar toda la noche.
El clásico iba quedando relegado. La comieron viva los ochos y los ganchos, y los pies como liebres ligeras o lentos como caricias enervantes. Tomó clases con Pepito Avellaneda, Antonio Todaro, Juan Carlos Copes, y en 1993 la vieron bailar Miguel Angel Zotto y Milena Plebs, de la compañía Tangox2. Entonces, el tango terminó de tragársela viva.
–Tuve la suerte de que me vieran ellos y empecé a ensayar con Osvaldo Zotto. Entré en la compañía de Miguel, pero me costó. No podía cerrar las piernas, estaba con las piernas abiertas del clásico, me costó aflojar el torso. En algún momento dije basta, me supera. Me volvía loca con algunas coreografías. Pero terminábamos de ensayar y yo me iba a casa, y pensaba en la coreografía, por qué no me salía tal cosa, y al día siguiente llegaba con el problema solucionado. La verdad es que en la compañía de Miguel me tuvieron mucha paciencia. Tuve la suerte de estar formada por una persona talentosísima. Empecé a hacer temporada con Tangox2 en 1993 en Londres, y no paré más. Salí de gira con ellos, tenía veintipico, no tenía novio, no me importaba nada. Nos divertíamos como locos. En 1995, en un teatro de España, nos pasó una cosa graciosísima. Yo siempre llego una hora antes al teatro, y termino de maquillarme y vestirme muy temprano. Ese día me encontré con una cantante y mientras los demás terminaban nos pusimos a charlar. Ella tenía uno de esos micrófonos chiquitos en la frente. Buscamos un lugar donde no molestáramos, y empezamos a contar chistes verdes. A los gritos. La gente entra en el teatro media hora antes, y el micrófono de la cantante estaba conectado. Bueno, nosotras ni enteradas, pero nos estaban escuchando en toda la sala. En eso se abre la puerta y aparece Miguel, rojo como un tomate, en llamas, y se da cuenta de que no puede gritar, porque iba a salir el grito por el micrófono, y empezó a hacer señas para que nos calláramos.
Fue gracioso, dice. Pero también fue el despertar de su ambición. Tres años después de entrar en Tangox2 empezó a imaginar todo lo que se podía hacer con el tango.
Todo lo que ella podía hacer con el tango.
Qué pena, piba
Pero no era un mundo fácil. Ese universo en el que suele rezarse el credo de que el hombre manda así en la vida como en la pista no era el ideal para una garza clásica que se había pelado los pies a costa de sacrificar la infancia por el sueño propio. Fue pareja de baile –y de todo lo demás también– de Osvaldo Zotto, el hermano de Miguel Angel, pero después de un año y medio se separaron y terminaron por irse de la compañía.
–Es difícil compartir tanto. Bailar, ensayar, hacer la función, dormir. Es hasta aburrido. Necesito alguien que me hable de otras cosas. Cuando dejé de bailar con Osvaldo, al mes fui a una milonga y bailé con un milonguero. Todavía me acuerdo del comentario del tipo: “Qué pena, piba, tenías condiciones vos, y ahora se te terminó la carrera”. O sea... para esa gente si yo no tenía un compañero no podía bailar más. Desaparecía como bailarina. Me dijo: “¿No viste que las otras desaparecieron?” Me hizo muy mal y no fui más a la milonga por un año y medio. Yo quería formar este estudio, una compañía, y eso me quitaba las ganas. Hasta determinada gente disfruta con decirte ese tipo de cosas.
Su carrera estuvo lejos de irse al quinto infierno. Compró esta casa-estudio en la que quince profesores y ella dan clases de tango, formó compañía propia con veinte personas, volvió a bailar con Miguel Angel Zotto –esta vez como primera bailarina– en los espectáculos Perfumes de tango y Una noche de tango, además de coreografiar a y bailar con Maximiliano Guerra en el espectáculo Tangos mirando al Sur. Ahora, algunos años después de aquel diagnóstico de pobre diabla que le hizo el milonguero, es primera bailarina en Tanguera, un musical que se promociona como “el más audaz y provocativo que jamás haya existido en la historia del tango”, y del que también es coreógrafa. Tanguera tiene 40 artistas en escena, 8 parejas de baile, 8 cambios escenográficos y la presencia de María Nieves, la mítica pareja de baile de Juan Carlos Copes. Omar Pacheco, el fundador de Grupo de Teatro Libre, está a cargo de la dirección general; Eladia Blázquez es la compositora de todas las canciones, y la orquesta es dirigida por Gerardo Gardelí y Lisandro Adrober, directores musicales de Chicago y Forever tango. Diego Romay es el productor de este espectáculo que, Mora confía, hará historia dentro del tango.
–El musical de tango era un sueño. El sueño de la primera bailarina. Cuando uno entra en el Teatro Colón sueña con ser primera bailarina. Yo no fui primera bailarina del Colón, pero voy a ser primera bailarina de un musical en el que además hice la coreografía. Es como haber alcanzado todo de golpe, porque desde que empecé con el tango sentí que había cosas ahí aburridas y pasadas de moda, y que si las aceptaba tal cual eran no iba a llegar a cumplir mi meta. En el espectáculo que estamos haciendo ahora, María Nieves me ha dicho que la pone bien ver una mujer haciendo cosas en el tango, y eso es valiosísimo.
Hace tiempo, Mora empezó a salir con el productor, Diego Romay, y, claro, el estigma de bailarina-que-sale-con-el-productor fue difícil de superar.
–Era un prejuicio fuerte. Pero él fue muy cuidadoso, nadie nunca me hizo sentir la novia de... Cada uno tiene su propia carrera y no nos molesta lo que digan, pero lo que nos molesta es eso de ¡Ah!, seguro que está ahí porque... Yo necesito gente que vaya para adelante, que quiera que a la persona que tiene al lado le vaya bien, que crezca. Yo creo en las envidias y las competencia de pareja. A mí me pasó. Que me saliera un viaje de trabajo y que a mi pareja no, y sentir culpa por eso. Pero uno crece y empieza a saber qué tipo de hombre no quiere más al lado. Yo necesito que la persona que esté conmigo sienta pasión por algo. Porque el tango no es un trabajo, es parte de mi vida. Algo que me da mucho placer, y en este país que es muy machista al hombre no le gusta que a una mujer le vaya bien o sea independiente. Porque no la puede agarrar. Le da miedo de perderla.
La historia de Tanguera transcurre a principios del siglo XX, y comienza con el desembarco de una francesita (Mora) en el puerto de Buenos Aires. Es engañada por una madama (María Nieves) y un rufián (Junior), pero tiene su amor de turno en la figura del buenazo y sufrido Lorenzo (Juan Pablo Horvath).
–La francesita viene a lograr la felicidad y termina embaucada por un rufián que no hace más que prostituirla. Está contado de una manera novedosa, es muy sensual, muy erótico. En la coreografía, en el vestuario, ya hay muchísima innovación. No sé si me van a criticar por eso. Yo creo que el mismo ambiente del tango estaba pidiendo algo distinto. Los bailarines de tango no tenemos que competir, sino estar juntos, porque estamos marginados en este país. Nos cuesta mucho llegar a un medio de prensa. Acá se prioriza a las modelos, los reality shows, y a los tangueros nos sacan a un costado. Afuera es normal que te hagan una nota. Van a ver el show porque está en cartelera, igual que está El rey león, y si les gusta hacen un buen comentario y si no, no, o hacen un comentario sobre lo que estuvo mal. Acá es todo más complicado. El año último estuve haciendo Una noche de tango con Miguel Angel Zotto, como primera bailarina, y no sé, habré bailado mal, pero no me nombraron en ningún medio. Hacés las cosas con tanto esfuerzo, estás esperando las críticas, y después ni siquiera te tienen en cuenta. Puede ser que si el tango es machista, la gente que tiene una mirada sobre eso también tenga una mirada machista, pero afuera, si alguien va a ver un espectáculo de tango, habla de la primera bailarina también, porque es obvio que está ahí. Si baila como el cuerno la criticará, pero no va a dejar de mencionarla.
Ella, de todos modos, sabe hacia dónde va. Tanto sabe que la habitación junto a su oficina está vacía.
–Quiero tener un hijo en algún momento. Armé este estudio pensando en eso. Tengo una pieza al lado, preparada.
Dice, y señala una puerta cegada por estantes con libros.
–Si yo saco esos estantes, esta habitación se comunica con la de al lado, y la habitación de al lado es la del bebe. Está preparada para que pueda trabajar y tenerlo cerca.
Cosas le quedan, entonces, de ese paso por la rigidez del Colón.
Prevenir, calcular. Y, sobre todo, no parar nunca.