Vuelan las últimas mariposas, las hojas cambian y las flores merman. En el jardín y en los paseos se notan los frutos que trae el otoño, un tiempo de sutilezas y de cosechas.
Algunos frutos otoñales son suculentos y además de llamativos, son nutritivos, aunque la mayoría exclusivamente lo es para la fauna. También hay notables frutos secos que perduran muchas veces hasta el invierno, o hasta que se abren y dejan salir las semillas o se dispersan enteros por algún medio. Hay arbustos ornamentales clásicos por sus frutos de colores brillantes, como las nandinas, las múltiples especies de Cotoneaster o Pyracantha. Son valores seguros y por eso muy cultivados.
El granado (Punica granatum) tiene flores adorables, entre rojas y anaranjadas, y también míticos frutos que desde épocas antiquísimas fueron –y aún son en algunos países– símbolo de la abundancia y de la fertilidad. Hoy las granadas son revalorizadas por las propiedades nutricionales y antioxidantes que tienen los jugosos arilos, el tegumento de sus semillas. Es un arbolito o arbusto grande (de unos 3 metros de altura y de diámetro). Necesita sol y tolera la falta de agua. La versión compacta, Punica granatum ‘Nana’, llega hasta 1,5 m de altura y 1 m de diámetro y se adapta a lugares pequeños. Aunque los frutos son muy chicos para degustar, plantarlos es contribuir para que los pájaros tengan su fiesta otoñal.
Los caquis (Diospyros kaki) también pueden ser plantas de doble uso: para embellecer el jardín y para cosechar frutos. Son árboles caducifolios, de 6 a 8 metros de altura y necesitan clima suave. Sus frutos maduran cuando se inicia el otoño.
Los cítricos tienen una estirpe perfumada: la de los azahares. Naranjos, mandarinos, limoneros son factibles de incorporar en los jardines con sol y aire. Hay más pequeños y de crecimiento lento, como el limón sutil, con frutos chicos (cerca de 4 cm), poco ácidos, a veces no tan fáciles de encontrar y comprar.
En el otoño suelen resaltar los rojos escaramujos de las rosas, muy abundantemente en algunas especies, como en la encantadora y a veces invasiva Rosa rubiginosa o rosa mosqueta. Y son de aparición aleatoria en las otras rosas de jardín.
De las fragantes y primaverales flores del azarero (Pittosporum tobira), nacen frutos no demasiado atractivos, pero que al abrirse muestran semillas rojas acicaladas con brillos. Encontrarlas es uno de los pequeños e intensos descubrimientos de otoño. La especie tipo es la que los produce más fácilmente; en la versión compacta generalmente están ausentes.
Los lirios, como el Iris orientalis, producen unos frutos llamados cápsulas, con tres carpelos que se abren como un tulipán de madera y dejan ver semillas prolijamente apiladas. Pero hay un lirio no muy visto en los jardines, el Iris foetidissima, pequeño, de flores color lila, que produce semillas de un rojo encendido. Al frotar sus hojas, desprende un olor desagradable o fétido, de allí el nombre de la especie. Es una rareza de coleccionistas y jardines botánicos.
También hay que mirar las copas de los árboles para maravillarse, por ejemplo, con los robles (Quercus robur), que están llenos de bellotas. Hay muchos y diversos Quercus, cada uno con bellotas características. Tienen una cúpula de brácteas que anclan el resto del fruto.
Las sámaras son frutos secos que tampoco se abren. Suelen llamarse coloquialmente "helicópteros", porque giran sobre sí mismos cuando caen. Los Acer tienen sámaras que parecen alas. Algunos producen muchísimas, como el invasor Acer negundo, que en otoño-invierno se va transformando en una nube de pequeños frutos listos para escapar con el viento y conquistar terreno. Otro prolífico en frutos es el amable Acer buergerianum, de porte bastante bajo (unos 6 metros de altura) y cuyas hojas suelen enrojecer antes de desprenderse. Cuando se quiere sembrar un Acer conviene cortar la parte del ala y sembrar el resto del fruto, pronto, porque el poder germinativo se pierde rápidamente (al igual que en los robles). Algunos árboles son especiales con sus frutos colgantes, esféricos, casi festivos, como los plátanos y los liquidámbares.
Algunas bignoniáceas sorprenden con sus vainas, muchas larguísimas, como las de la nativa uña de gato, la Dolichandra unguis-cati. Las achiras (Canna indica) tienen cápsulas de aspecto casi misterioso cuando ya están lignificadas y sus carpelos texturados se van abriendo para dejar ver las negras, lustrosas y redondas semillas.
Hay un arbusto que puede presentarse como trepadora, la mariposa o mariposa roja (Heteropterys glabra), que se distribuye naturalmente en Chaco, Formosa, la Mesopotamia y Santa Fe, en zonas de suelos húmedos. Tiene flores amarillas y frutos alados, rojos, muy llamativos. Flores y frutos a veces se ven en la planta al mismo tiempo.
En los paseos hay que ir preparados para colectar tesoros, como gramíneas para llevar el otoño a casa y armar ramos. Lo notable en esta época son las infrutescencias, de distintas geometrías y texturas. En realidad, lo visible y lo que perdura suelen ser las glumas y glumelas, brácteas que encierran o encerraron a los frutos. Los frutos de las gramíneas (botánicamente se llama cariopse) son muy delgados y soldados a las semillas, tanto que coloquialmente se los llama granos, ni frutos ni semillas.
Los árboles nativos también aportan sus delicias otoñales: las copas de los palos borrachos entreveradas de frutos grandes y ovoidales, las castañuelas de los jacarandás. Los talas (Celtis tala) son notables proveedores de la fauna: con sus hojas alimentan mariposas y con los frutos algo dulces, pequeños y carnosos, a los pájaros (nosotros también los podemos probar).
El palo víbora (Tabernaemontana catharinensis) se llama así por la creencia ancestral de que cura las picaduras de víbora, también llamado horquetero o sapirandí. Es un arbolito de 4 a 6 metros de altura, con flores blancas y perfumadas, pariente del laurel rosa y del jazmín de leche. Los frutos parecen una boca de color naranja y, al abrirse, dejan ver sus semillas como dientes. Crece en el Norte y en el Litoral y se puede cultivar en Buenos Aires, allí donde no haya heladas.
Las aristoloquias son enredaderas, entre las que hay muchas nativas como la Aristolochia fimbriata (patito), la A. elegans (mil hombres) y la A. triangularis, que tienen raras flores en forma de pipas. Los frutos son como paracaídas invertidos o canastitas que, al abrirse y balancearse, dispersan las semillas cuando hay viento. Es lindo ver y guardar ese pequeño y raro artefacto.
Endiabladamente extravagantes son los frutos de la Ibicella lutea, grandes, de unos 7 a 10 cm, con dos cuernos curvados y muchos pinches, lo que le vale el nombre de cuerno del diablo. Su estrategia de dispersión es prenderse al pelo o lana de grandes mamíferos. Es una planta herbácea anual, robusta, pegajosa y con olor feo, pero se redime porque además de los raros frutos tiene notables inflorescencias amarillas entre primavera y verano.
En el campo puede llamar la atención un pequeño arbusto nativo de unos 50 cm de altura, con frutos muy rojos y esféricos: el Solanum pseudocapsicum, ají del monte o revienta caballos, que a veces se cultiva y vende como ornamental. En Francia se lo conoce como pommier d’amour. Es muy parecido a un ají y tiene un muy romántico nombre francés, pero es mejor no equivocarse: sus frutos son tóxicos, hay que contentarse con mirarlos.
Frutos por vocación
La única vocación de las flores es convertirse en fruto, que es el estuche protector hasta que las semillas tengan cierta madurez y, en general, el vehículo que las lleva a un lugar más o menos seguro.
En las plantas de jardín muchas veces no llegan a formarse frutos por diversas razones, como la ausencia de polinizadores específicos, infertilidad producida por el mejoramiento, etc. Pero cuando cuajan tal como debe ser es casi el triunfo de la especie. Casi, porque todavía falta que las semillas sean viables, lleguen al lugar justo y bajo las condiciones adecuadas.
Todo comienza con la flor, hecha de hojas modificadas, los sépalos y pétalos que son estuches y pueden ser atractivos para los polinizadores, los estambres fértiles en polen, los carpelos que forman el gineceo. El carpelo o los carpelos tienen una zona fértil que genera los óvulos o primordios seminales; y una que eleva, expone, como el eje de una antena (llamada estilo), al estigma. El estigma atrapa los granos de polen con distintas argucias: sustancias pegajosas, papilas o pelitos. Si el grano de polen es compatible, germina y emite un tubo polínico que atraviesa trabajosamente el estilo hasta llegar al ovario y de ahí a un óvulo donde se produce la esperada unión de los dos sexos.
Esta unión provoca cambios fisiológicos, que desencadenan en la formación del fruto. Si no hay semilla no hay fruto. A veces se da una excepción, que es la aparición de frutos sin semillas y se los llama partenocárpicos. Son casos que se dan muy poco en la naturaleza, pero muy comunes entre las frutas comerciales, porque las plantas que producen estos frutos por conveniencia se buscan y se propagan intensamente.
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