Unas jirafas libres, indiferentes, mordisquean las ramas de un árbol bajo. Son igual de elegantes pero mucho más marrones, mucho menos naranjas y amarillas, que las que comían de nuestra mano en el zoológico. A lo lejos vemos colinas contra las que se recortan tres elefantes. Unos metros más allá, se mueven en grupo unos impalas. Y todavía no llegamos a ningún lado: la fauna puebla las banquinas de la ruta que nos lleva, en cuatro horas y media de viaje desde Johannesburgo, hasta la reserva Madikwe, en Sudáfrica.
Al llegar a Lelapa, el deslumbrante lodge, nos recibe Jean Pierre, quien será nuestro ranger (guía de safari). Vestido de aventurero de película, nos cuenta que estamos en un parque que abrió sus 75.000 hectáreas al público en 1994.
Después de una ensalada con verduras frescas y grilladas, partimos a nuestro primer safari fotográfico, nuestra primera cacería sin víctimas. Por pura precaución, JP carga un rifle, y se cuelga un cinturón lleno de balas. Dice que la única vez que tuvo que usar el arma fue con un fin tierno: acercar al jeep un osito de peluche que se le había caído a un nene, en presencia de una leona.
Nuestra urbanidad necesita las reglas de la vida salvaje, y por eso nos explica que no debemos gritar ni pararnos en el vehículo, ni siquiera para cambiarnos de asiento: los animales dejarían de vernos como una unidad junto con el jeep y pasaríamos a ser presas humanas, individuales e indefensas. Dice que si vemos algo imperdible compartamos el hallazgo (el escenario es de 360 grados y entre todos vemos mejor) y que si algo nos asusta simplemente le avisemos hablando en voz baja.
En cuatro excursiones, siempre al amanecer o atardecer, descubrimos un abanico silvestre: impalas saltarines, dos hembras jóvenes de rinocerontes revolcándose en el barro, ñus en manada, avutardas kori (aves que emiten en ronquido extraño), monos vervet, jabalíes en familia –bebés dientudos incluidos–, elefantes que se abanican con sus propias orejas, jirafas, cebras de las que estamos tan cerca que las oímos comer.
Junto a una laguna, JP detiene el vehículo. Una leona se sienta a apenas dos metros. Jadea, y en el hocico trae restos de la cacería. Nuestra respiración también se agita. "No se asusten. Va a quedarse quieta un buen rato. Necesita recuperarse", nos calma. Giramos la cabeza y vemos otras tres leonas que caminan frente al jeep, entre rinocerontes y elefantes.
Hay incontables decenas de cebras, jirafas e impalas en la reserva, 1500 elefantes, unos 50 leones y se estima que unos 30 leopardos.
JP cuenta que entre otros famosos acompañó las recorridas de Gene Simmons y Morgan Freeman. Se confiesa fan de Sepultura, le digo que no sé nada de metal, se enternece y suelta algo más del lado trash de los safaris: "Al frente de un grupo con el que estábamos haciendo una excursión a pie, en mi primer año como ranger, tuve un interesante episodio con un búfalo. Tuvimos que aguantar una hora y media arriba de un árbol hasta que pudieron venir en nuestro rescate. Saltamos a la caja de una camioneta".
Los guías estudian durante dos años, básicamente comportamiento animal, además de primeros auxilios. Llevan un botiquín portátil encima, y una megavalija de paramédico en el vehículo. Con antídotos, sí. Los primeros seis meses trabajan en compañía de un colega experimentado. De los diez que trabajan en el lodge, dos son mujeres.
El safari, además de aventura, propone placeres: gin tonics al atardecer, a la luz de unas lámparas; habitaciones con terrazas y jacuzzis; libélulas plateadas y nocturnas; carpaccio de springbok con láminas de parmesano y aceite trufado como parte de una cena bajo las estrellas; un sol que bendice con sus rayos rojos su propia agonía en el horizonte.
Mientras tanto, a escasos metros, la acción transcurre en vivo y en directo, en el escenario múltiple de la vida. Los animales ejercen sus instintos, pelean por sobrevivir, forman parte de la película natural. La sabana es como esas carpas de circo en las que todo sucede en varias pistas a la vez. Pero sin la tristeza.
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