Un pícaro juego que nos puede llevar a la mejor aventura o al desastre, dependiendo de la discreción que tengamos.
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Por Hernán Ferreirós.
Un viejo chiste dice que un ginecólogo es un hombre que trabaja donde los demás disfrutan. En este sentido, los aventureros del sexo en la oficina serían el reverso exacto de un ginecólogo: son gente que disfruta donde los demás trabajan. Esta oposición entre trabajo y placer, si bien es parte del encanto, no constituye la totalidad de la seducción del sexo en la oficina. El sexo con compañeros de trabajo es más que un recreo, es un juego complejo que involucra estrategias, secretos, códigos y transgresiones que lo convierten en una fantasía recurrente y una de las experiencias más eróticas cuando llega a concretarse.
Toda nuestra vida está atravesada por el sexo. Pero en la oficina, donde las relaciones personales son inevitables, donde las horas se hacen largas y aburridas, donde la charla debe ser breve, superficial e hilarante porque no hay ganas de otra cosa, el sexo se impone por su propio peso, sobre todo considerando que el único estímulo vital que recibimos muchos en las ocho horas laborales es ver pasar el jean elastizado pegado por electrólisis al culo de la secretaria del jefe o los muslos de la compañera de box que tuvo la gentileza de venir con una mini. Es inevitable que la charla entre hombres pase del partido de ayer a los atributos anatómicos de las compañeras en términos que, a veces, avergonzarían al Marqués de Sade. Desde luego, cuando ellas están solas, la cosa no es muy distinta. En la oficina, el sexo y el lenguaje se cruzan todo el tiempo, acaso porque hablar de sexo es el placebo más a mano cuando no se puede practicarlo. Pero el sexo no sólo aparece en la charla del café, sino también en otros órdenes del lenguaje.
El sexo es un escenario privilegiado de las relaciones de poder. Toda relación sexual es una lucha de fuerzas y el juego de someter o ser sometido es uno de sus aderezos principales. Por eso, la oficina es un lugar favorito para el flirteo, no sólo por la transgresión, sino porque, a veces, las relaciones de poder del mundo real se pueden invertir en el carnaval sexual de un encuentro de oficina. El coronel del ejército interpretado por Jack Nicholson en Cuestión de honor lo explica claramente: "No has vivido hasta que no te la mamó una mujer con más rango que tú". Rodrigo G., publicitario, tuvo una experiencia de este calibre: "Estaba en mi primera agencia. Yo, cadete. Ella, directora creativa. Un día nos quedamos solos. Sala de reuniones: «¿Me ayudás a poner el vhs, así lo probamos para la reunión de mañana?». «Acá, así, así.» En breve, felación en la sala. Así como era cortante y autoritaria en lo cotidiano, resultó de lo más gauchita con su boca. A punto del clímax, pregunté –es de buena educación preguntar–. Ella se negó. Le salió la jefa: me aclaró que tampoco «vuelque» en la alfombra, que era nueva y cara y se mancharía. Igual se solucionó: fuimos caminando, yo iba erguido y ella agachada con la boca ocupada, hasta el toilette. Llegamos, seguimos, avisé y derramé en el lavatorio. Me di vuelta. Estaba el dueño de la agencia, que nos dijo: «Chicos, ¿me dejan lavar las manos por favor?»".

Uno de los componentes más fascinantes del sexo en la oficina es el secreto. Es muy raro que alguien comience una relación con un/a compañero/a de trabajo y lo revele abiertamente y de inmediato. Aunque no sea necesario, aunque los dos participantes no tengan otros compromisos, es casi irresistible jugar al secreto. Las miradas cómplices, los mensajes en clave, los roces subterráneos, los encuentros efímeros en ascensores, baños, máquina de café y escaleras son un complemento erotizante que convierten la jornada en una aventura. El secreto allí es un fino arte que consiste en ser lo más explícito posible y, al mismo tiempo, lo más discreto. Y si bien casi todas las empresas prohíben las relaciones entre empleados, ¿qué mayor estímulo que ir a trabajar y encontrarse allí con el objeto de deseo?
Pero hay veces que todos los elementos conspiran contra los involucrados y, más frecuentemente de lo que se cree, una serie de circunstancias fortuitas se alinean como los planetas en una fecha apocalíptica y revelan todo. Sebastián L., periodista de un diario, lo recuerda así: "Una vez, durante el Mundial 98, mandaron a una pasante y a un fotógrafo, quien a su vez era novio de una redactora, a cubrir el partido de Argentina e Inglaterra en la embajada inglesa. Ganó Argentina y fue una fiesta. Al otro día, en la tapa del diario, una foto mostraba al embajador con cara de velorio, pero, a un costado, se veía al fotógrafo haciéndole upa a la cronista pasante, apretándole fuertemente las nalgas contra él, y ella abrazándole la cintura con las piernas como un koala erótico. La chica era una morocha de jeans y tacos más conocida como «la Mulatona» por la tremenda delantera que tenía. El fotógrafo que sacó esa foto llamó mil veces al otro fotógrafo –el de las manos hundidas en las nalgas– y a la ya para ese momento ex novia del pibe para disculparse, pero no pudo evitar que tanto ella como el jefe de fotografía del chico –que obviamente volvió a la redacción sin ninguna foto– le dieran su merecido. Por ahí anda la Mulatona armando otros disturbios. Lo último que supe del pibe es que se fue a vivir a Estados Unidos después de pelearse con su novia".
Y así como el secreto es uno de los mayores placeres, también lo es el momento de revelar la relación. Este momento puede ser glorioso, el equivalente de golpear a un jefe tiránico en la cara. ¿Qué cosa hay mas erótica que revelar que desde hace un año desvestimos sin resistencia a la secretaria del gerente, a la que éste no paraba de acosar sin que nadie lo supiera? Desde luego, para muchos hombres un orgasmo no está completo hasta que no lo contamos. Pero, no sólo la jactancia no es de caballeros, sino que resulta mucho más impactante revelar una relación cuando lleva un tiempo a espaldas de todos sin que nadie sospeche que ventilarla inmediatamente después de consumada.

En general, todos intentan que el mundo del trabajo no contamine la vida personal. Por un lado está el trabajo, y por el otro, la familia, la casa, el ocio. Entonces, ¿qué mejor ámbito para el engaño que el trabajo si ya está naturalmente separado del mundo familiar? No hay que explicar mucho cuando uno llega a casa cansado, ojeroso, con el pelo revuelto y la ropa arrugada y dice que no quiere ni hablar de cómo fue su día. Sin embargo, si uno viene en el mismo estado de una reunión con amigos, las sospechas están a la orden del día. Finalmente, todas las horas que supuestamente se pasan en la oficina terminan siendo la coartada ideal para la trampa. Es sabido que la hora pico de actividad de los albergues transitorios –sacando las noches de sábado–, son los mediodías de la semana laboral. La oficina es un ámbito privilegiado para el clímax extramarital y Jorge M., bancario, fue testigo de ello. Este es su relato. "Chica de 25 años, llamémosla Marcela, linda, rubia, de cierta elite de una ciudad del interior. Está de novia hace ya cinco años con un chico del campo. Viene a trabajar a un banco de Capital. Empieza a intimar con sus compañeros de trabajo. Salidas los jueves, tragos en el happy hour y miradas cruzadas con un chico que trabaja en Comercio Exterior del banco. Chiste va, chiste viene. Pum, palo y a la bolsa. El chico de Comercio Exterior –fachero, aunque algo tímido– se enrosca con la chica, quien también le retribuye el cariño con cierta intensidad. La cosa avanza y se pone compleja. La chica del campo está en la disyuntiva, y toma una decisión: deja a su novio de toda la vida, y se decide a comenzar una nueva etapa, en la Capital, con un chico de la ciudad. La relación avanza: alquilan un dos ambientes. Viven juntos, aunque muchos fines de semana, por razones familiares, ella vuelve a su ciudad. Un buen día, tras un finde largo, ella falta el martes. No es extraño: suele faltar, o llegar tarde. Sus jefes la entienden: vive lejos. Pero también falta el miércoles. El novio citadino no sabe nada. El miércoles, cuando no aparece, su jefe decide llamarla a la casa de su familia. Atiende su madre. ¿Está Marcela? «Nnno, Marcela no está. Marcela está de luna de miel.» «¿De quéee? ¿De luna de miel?» «Sí, Marcela se casó el sábado. ¿Quién habla?» «Soy Gustavo, su jefe… Señora, disculpe la pregunta, pero ¿con quién se casó?» «Con Ariel, el novio de toda su vida.» «Pero señora, su novio trabaja con nosotros.» «¿Ariel? Si Ariel vive acá.» «No, señora, su hija hace dos años que está de novia con Roberto, quien trabaja en el banco y con quien vive en un departamento de la calle Reconquista.» «Pero no diga estupideces.» «Señora, le digo la verdad. Su hija no nos avisó que se casaba. Mucho menos con su novio del campo.» «No puede ser... Ahhhh, con razón no había nadie en las dos mesas que estaban destinadas a la gente del banco.» Su jefe la llamó al hotel de Miami, donde Marcela estaba de luna de miel. Consiguió hablar y ella contestó con evasivas. «Es difícil, después te explico.» Para entonces, el banco era una usina de rumores, chistes, escozor, incredulidad. Angustiado, Roberto trataba de encontrar explicaciones. Marcela regresó. Fue directamente a buscar sus cosas. La habían echado. La realidad era que nunca había dejado de salir con su novio de toda la vida. Y hacía mucho tiempo que había puesto fecha de casamiento. Pero no quiso perderse la despedida de soltera, que, en su caso, duró más de dos años con alquiler de bulo incluido."
En definitiva, en un espacio cuadriculado por reglas de todo tipo, mantener una relación prohibida es reclamar un espacio de libertad, implica gritar que hay algo de uno que está fuera del control gerencial, corporativo, social. Acaso la cúspide de esta transgresión sea ejercer la sexualidad en el seno mismo de la ley. Eduardo C., secretario letrado en Tribunales, cuenta esta historia: "Tribunal Número 17 Laboral. Yo tipeaba una audiencia. Ella tipeaba, a cinco metros, otra. Yo, 17. Ella, 45 muy bien llevados, tapado de piel, tacos, pinta de gato y ninfómana. En un momento la miro, ella me mira y abre las piernas: estaba sin bombacha. La miro: se pasa la lengua por los labios. Termina la audiencia. Me dice simplemente «vamos». Para mi sorpresa, entra en el despacho de la jueza. «Su Señoría, ¿me presta la llave de su baño? Tengo un temita y no me gusta hacerlo en el baño del juzgado.» Yo me preguntaba qué significaba «hacerlo», luego me explicó que era cambiarse el tampón. Entramos, me la chupó, luego se puso una toalla en la boca y me dijo: «Rompeme el orto». Salimos y, como si nada hubiera pasado, nos sentamos y nos fumamos un pucho. Entra la jueza, nos ponemos de pie, como es costumbre. La jueza me mira y me dice: «¡Costas, por favor, fíjese bien, tiene la bragueta abierta!». Más adelante conocí la casa de esta chica. Arriba de su cama tenía un cartel, de esos de acrílico que se hacen en la calle Talcahuano. Decía: «Acá, soy la namber one» (sic). Brillante. Inolvidable".
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