Por José Montero
Hasta la década de 1930, ir a cabecear en el fútbol era un deporte de alto riesgo. Primero, por el tremendo peso que tenía la pelota. Segundo, porque el balón se cerraba por fuera con una costura de tiento. Si le dabas un frentazo justo en esa parte, lo más probable era que tuvieran que suturarte a vos. En 1931, tres amigos de Bell Ville patentaron la pelota sin tiento y esa ciudad cordobesa se convirtió en la capital nacional de la redonda. La forma más moderna de la pelota, con gajos pentagonales blancos y negros, recién llegó en el Mundial de México 70. Para Argentina 78, la gente de Adidas quiso darle un look más elegante y dinámico, y entonces lanzó la Tango, en honor a nuestra música ciudadana. En España 82 se usó el mismo diseño, pero le mejoraron la impermeabilización, para que la bocha no absorbiera tanta agua en caso de lluvia. Justamente, la pelota que había en tu casa era la del Mundial más triste.
El de Maradona expulsado, el de Malvinas. De tanto que la pateaste, enojado, contra la pared de ladrillos del fondo, la capa de poliuretano se le gastó. Para sumarle daño, la dejaste semanas a la intemperie. Era la pelota del dolor, pero también seguía siendo la pelota del juego, de la alegría. Te despertaba sentimientos encontrados. La amabas y la odiabas. La balanza se inclinó sola el día que, paveando con tus primos, la colgaste en la casa de al lado. Te trepaste al muro para pedir la devolución y esta vez la vecina te miró con cara extraña, dijo “me tienen cansada” y se la llevó. Al rato, la tiró para tu lado. Tenía un tajo enorme. Por eso la lloraste. Por eso la guardaste como uno de tus objetos más queridos.
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