Una de las frases más trilladas y utilizadas por el inconsciente colectivo es que el perro es el mejor amigo del hombre y de la mujer. Hay sobrados ejemplos que así demuestran estas relaciones afectivas donde abundan el amor, el cariño, la empatía, la complicidad y la lealtad. Ésta es una de esas tantas historias.
Desde agosto del 2018 Alejandra Jaraba (57) se encuentra postrada en la cama en su casa esperando la realización de varias intervenciones ya que padece artrosis degenerativa en la cadera.
No es fácil su vida ya que al no tener una prepaga (sumado a las complicaciones de la pandemia) está esperando tener respuestas para empezar a ilusionarse con volver a caminar, algo que ella misma sabe que llevará un tiempo largo.
Amor a primera vista
De hecho, para finales de ese año atravesó una profunda depresión que logró dejar atrás gracias al tratamiento psiquiátrico y a la pasión por la pintura, disciplina en la que empezó a incursionar, en medio de los dolores y de la tristeza, con algunos tutoriales que vio en Youtube.
La alegría del mejor amigo
Además, Alejandra tiene muy desarrollado el humor, uno de los pilares de la resiliencia que también la ayuda a soportar la angustia de estar postrada en su cama desde hace dos años y medio. Sin embargo, a esta historia le falta una pata importante. “Hace rato que estaba con la idea de adoptar un perrito. Tuvimos un boxer que se murió de muy joven y con mis hijos lo adorábamos. Por eso me costaba tomar la decisión. Mi hija me pasaba fotos de perros para adoptar todos los días y yo estaba negada”, recuerda Alejandra.
Sin embargo, cuando una rescatista, Betina, le habló de Pumba parece que fue amor a primera vista y no pudo resistirse a la tentación de tenerlo en su casa. Además, de ser un perro abandonado Pumba tenía la particularidad de que le faltaba un ojito. Y eso la enterneció aún mucho más.
“En cuanto me pasó la foto de Pumba, me enamoré de él. No podría explicar por qué, pero fue un amor instantáneo. Inmediatamente le escribí a Betina y le dije que lo quería adoptar. Su falta de ojito me hizo pensar en cuánto habría sufrido y eso me hermanó con él instantáneamente”.
“En cuanto subió a mi cama lo abracé y él me beso en la cara”
Alejandra cuenta que Betina, que había rescatado a Pumba en Campana, no solía hacer entregas en la ciudad de Buenos Aires por un tema de distancia. Sin embargo, cuando conoció su historia y la insistencia que tenía por adoptarlo, muy amablemente se lo trajo hasta su departamento.
Pumba llegó a su casa en julio de 2019 cuando Alejandra llevaba más o menos un año de estar en la cama. “Creí que era mucho más chico. Yo buscaba un perro pequeño para que pudiera subir a la cama sin lastimarme. Pero no iba a darme por vencida por su tamaño. Primero se tomó su tiempo para olfatear todo, después Betina lo incentivó para que subiera. Ellos se querían mucho y él no quería separarse de su lado, pero en cuanto subió a mi cama lo abracé, me dio unos besos en la cara, yo lo abracé llorando y eso fue todo”, cuenta Alejandra sobre los primeros minutos de Pumba en su casa.
Una vez que se fue la rescatista, cuenta Alejandra, Pumba se quedó unos minutos olfateando la casa hasta que se subió a un sillón y ese fue su lugar. “Se adueñó como si siembre hubiera vivido acá. En ese momento se me pasó por la cabeza la idea de que él era como un alma vieja porque se ubicó en el lugar con un cuidado bárbaro. Desde ese primer día para mí él es un hijo más”, se emociona.
Alejandra relata algunas de las anécdotas que vive junto a Pumba y a sus dos hijos (Florencia de 29 años y Nicolás de 26) que la llenan de amor. “Es algo muy cómico y a la vez conmovedor porque cuando ellos lo acarician es como que él se apoya en las piernas y se tira, se deja caer, no es que se acuesta. Es una completa laxitud en una absoluta confianza porque si quien lo está acariciando no se apura ni tiene reflejos para agarrarle la cabeza, se la parte contra el piso. Ese ojito es muy expresivo y ya sabemos cuando se va a tirar”, se ríe.
Pumba duerme a un metro de su cama y ella dice que ya con saber que está ahí, es una compañía. “No sube a la cama si yo no lo llamo y lo hace con una delicadeza que parece que supiera que me puede lastimar. Es un sol, cuando llegó no rompió absolutamente nada. Se acostumbró enseguida a hacer sus necesidades afuera. Es muy educado por lo que supongo que habrá vivido en una casa”.
“El tuerto y la renga”
Pumba, dice Alejandra, es un perro de costumbres. Cuando termina de cenar, hace sus cosas y se va a sentar a un almohadón en el piso. “Y se va a dormir, es un viejo, hace todos los ruidos habidos y por haber porque ronca, y mientras sueña me doy cuenta que está llorando. Como a mí me cuesta dormir por los dolores, lo despierto porque no quiero que esté llorando, me da pena”.
Apelando a su humor negro, tan frecuente en ella, Alejandra le colocó un nombre a la dupla que conforma con su perrito. Para ella son “El tuerto y la renga”.
“Hace poco se le hicieron varias rastas en el pelo y no se las podemos cortar, ni siquiera cuando está dormido. Es como que tiene un sexto sentido y cuando ve la tijera huye despavorido. Como estaba lastimando y con su ojito colgando yo no sé si vivió en la calle o si estuvo en otro casa, pero es lo más bueno que hay. Cuando se me cae algo al piso, casi siempre de noche, él no se acerca. Es más, ha venido gente a arreglar cosas en casa y él siempre se queda lejos. De guardían, 0″, se vuelve a reír Alejandra.
Desde esa tarde de julio de 2019 Alejandra ya no se siente tan sola (más allá de las visitas de sus hijos) en su casa y Pumba disfruta del calor de un hogar que lo acogió para regalarle una vida mejor. Por esas cosas del destino y del amor lograron encontrarse y esa compañía mutua seguirá recogiendo más mimos, más besos y más anécdotas lindas para compartir.
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