Una isla, 126 personas
Para vivir en Martín García hay que saber hacer de todo: si se tapa una cañería, llamar al plomero no es una opción. Historias en tiempo presente de un antiguo lugar de destierro para políticos y presos con buena conducta
De las historias de destierro y prisión que la hicieron famosa a las páginas de los diarios personales que escriben sus habitantes de hoy, la isla Martín García ha cambiado en casi todas las formas posibles de imaginar. Lo que mantiene, justamente, para la mayoría de los vecinos del continente bonaerense, es ese misterio propio de lo desconocido.
Instalada en el imaginario popular por su aspecto histórico, fue lugar de confinamiento de presidentes y políticos derrocados: albergó a Hipólito Yrigoyen luego del golpe del 30, a Marcelo T. de Alvear en 1932, a Perón del 13 al 17 de octubre de 1945, y a Arturo Frondizi en 1962, durante un año y medio. Las Fuerzas Armadas manejaron durante muchos años su funcionamiento hasta que el Tratado del Río de la Plata (1973) la constituyó como reserva natural de uso múltiple, vedando su uso para fines militares. La prisión, por su parte, funcionó entre 1755 y 1962, y en 1986 se lanzó el Programa Piloto de Reinserción del Preso, un régimen abierto del Servicio Penitenciario a través del cual diez presos se instalaron con sus familias en la isla del Río de la Plata para contribuir a su resocialización. Las huellas de ambas instituciones aún están frescas: muchas de las casas se construyeron con material reciclado de la cárcel, barrios enteros resultaron deshabitados desde que en 1969 la Marina se mudó a Zárate (la población bajó en cuatro meses de 4000 a 70 habitantes), hay cañones apostados en la costa y edificios en desuso, como el Cuerpo de Grumetes, pero sobre todo un particular entramado de relaciones sociales, y una pequeña comunidad construida alrededor de ellas.
"Acá se puede vivir de dos maneras: en la isla o para la isla", advierte Alcides Galarza, jefe de Departamento y Servicios hace 25 años, una figura parecida a la del intendente. Él elige el segundo camino, y se adjudica un total compromiso con el entorno.
Para vivir en Martín García hay que saber hacer de todo. Si se tapa una cañería, llamar al plomero no es una opción. "Acá no hay profesionales en las áreas, hay muchos tipos con onda", cuenta Héctor Alonso, el habitante más nuevo del exclave argentino.
En la isla –si trazáramos una línea recta, a 46 km de la ciudad de Buenos Aires– hay un camping, un almacén, dos quioscos, una escuela, una unidad sanitaria, un pub, un restaurante y cuatro vehículos, ninguno de uso particular. Hay pista de aterrizaje, agua potable y calles asfaltadas. Un centro cívico con la Oficina de Dirección de Isla, el correo, la oficina del Guardaparque y el Registro Civil.
Cada vez que salen, los isleños aprovechan para comprar ropa y medicamentos. Lejos de la tentación y el consumo, no hay espacio para ostentaciones. El diario llega con la lancha que sale del Puerto de Tigre los martes, jueves, sábados, domingos y feriados. La luz eléctrica se corta todas las noches entre las 3 y las 7 de la mañana, "para ganar un empleado y ahorrar", dice Alcides.
La mayoría de los 126 habitantes de la isla trabaja para mantenerla limpia y cuidada. La propiedad privada no existe, y la actividad privada casi tampoco. Todos los inmuebles pertenecen al Estado y son dados en comodato a los habitantes. Quien quiera vivir en Martín García, debe presentar un proyecto que incluya algún beneficio para la isla o su comunidad. De resultar aprobado, al interesado se le asigna una casa, generalmente en paupérrimas condiciones, que puede restaurar sin modificar la fachada original. Por eso, los que pueden, compran y/o conservan su casa propia en el continente, como lo llaman.
La mayor preocupación de la comunidad isleña es a la hora de una emergencia médica. "Mi papá vino a visitarnos y falleció acá de un infarto. Dependemos del clima para que el avión sanitario pueda llegar", cuenta Rosana Paoletta, directora de la Escuela Primaria desde 1989. Otro momento difícil para ella y para todos fue en julio del 2000, cuando el avión que traía a 3 profesores chocó y fallecieron todos los tripulantes.
Domingo Gato Aranda tiene 74 años, vive en la isla desde hace 54 y es el habitante más antiguo. Llegó con 20 años como conscripto del Servicio Militar desde el pueblo bonaerense de Navarro. "Cuando me tocó el número 950 en el sorteo me quise morir y después, por las cosas de la vida, fui el único que se quedó de aquel pelotón." Se ocupó de la producción de verduras y hortalizas que, como hombre de campo, es lo que sabía hacer. Cumplidos los dos años de servicio, le ofrecieron quedarse como personal civil, y Aranda no tenía nada que perder.
El 29 de marzo de 1962 recuerda que le ordenaron de apuro que mudara todas las pertenencias del Comandante a otra casa de la isla. Ayudado por sus colimbas, trasladó todo en frazadas. Ese día Arturo Frondizi llegaba detenido a la isla y le habían asignado la casa donde vivía el Comandante. "Jugábamos al frontón con Frondizi. Yo jugaba bien, a él le gustaba nada más", ríe Aranda.
Un verano, el rostro nuevo de una dama le llamó la atención. María Rosa era sobrina de un suboficial y había ido a la isla a confeccionar los trajes de carnaval. Después de un año y medio de novios, se casaron en 1965 en la iglesia de Banfield. Cuando ella abandonó la isla en 1969, nuevamente las autoridades le ofrecieron a Aranda quedarse, con el mismo sueldo, la misma casa, y el mismo trabajo. De ahí el apodo de Gato, porque siempre cae bien parado.
El Gato Aranda y María Rosa tuvieron tres hijas mujeres y un varón. Como en ese entonces no había secundaria en la isla, ella se mudó a Temperley con los 4 hijos. Allí estuvo, viajes mediante, durante 21 años, hasta que decidió volver para intentar rearmar su matrimonio. Falleció en la isla en 2009, de un cáncer que no dijo a nadie que padecía, y por primera vez Aranda pensó en dejar Martín García. Años más tarde, cuando el viudo aceptó que ordenaran y donaran las pertenencias de su mujer, encontraron junto a su tejido, que llevaba con ella a todos lados, un cuaderno donde había escrito durante casi 10 años sus pensamientos y cuánto la movilizaba estar lejos de sus hijos y sus nietos.
Por estos días Aranda, ya jubilado, administra el camping de la isla. También cuida su huerta personal y va a pescar. Si llueve, lee el diario o mira televisión. Espera ansioso el truco de los martes a la noche, y también las vacaciones, cuando lo visitan sus hijos y sus 6 nietos.
María José Aranda (37) vivió en la isla hasta sus 4 años, y hace 5 que decidió volver con su marido Germán, su hija Heliana, y embarazada de Santiago. Picki, como la llaman, es la única hija del Gato que volvió. Tras un violento robo que sufrieron sumado a un alquiler que los agobiaba, renunciaron a sus trabajos y se mudaron. Ella, que es docente, tiene un puesto suplente en la escuela, y además maneja la proveeduría del camping. Él aprendió los gajes de la pesca y sale en su lancha mañana y tarde con otro compañero. "Así como mi papá hizo su sacrificio de quedarse acá solo para darnos una buena educación, mi mamá hizo el suyo de volver a rearmar su matrimonio dejando la vida que había armado allá", reflexiona.
Una familia con autoridad
El correntino Alcides Galarza (65) es el segundo habitante más antiguo de la isla. Llegó en marzo de 1971 a un sitio habitado por 5 familias, entre ellas la de Aranda. Le ofrecieron trabajo en la usina y se quedó. Luego, fue pasando por todos los trabajos que se pueda tener en una isla.
Cuando habían pasado dos años de iniciado el régimen abierto del Servicio Penitenciario, Alcides fue nombrado en su actual cargo. Con el tiempo, el sistema empezó a mostrar sus grietas y la comunidad a sufrirlas. "Me culpo por haberme dado cuenta tarde de todas las desprolijidades que hubo. Trajeron hasta violadores y eso no lo perdono. Fuimos soporte de esta gente, fue terrible. Los homicidas por impulso emocional eran los más trabajadores. Pero en ese momento yo no sabía el delito que habían cometido, después pude ir accediendo a los legajos. Como yo tenía que controlarlos, tenía discusiones porque no cumplían el horario o no querían hacer alguna tarea. Incluso me amenazaron. Hubo uno del que después me enteré el legajo… había matado a un hijo porque lloraba, lo tiró al piso", cuenta Alcides.
Alcides escribe cuadernos de trabajo que sueña con plasmar en un libro con fotos. Amenaza con que está en el final de su carrera y asegura que ya tiene preparada su carta de despedida.
Martín (35) es su único hijo y lleva en su nombre el homenaje que su padre quiso brindar a la isla. Como empleado de la Provincia, es uno de los cuatro encargados de cortar el césped con la 280. "Nosotros vivimos en el trabajo. Si pasa algo después del horario laboral, en el tendido eléctrico, por ejemplo, salimos a solucionarlo", cuenta Martín.
Resulta curioso el afecto con el que los isleños invocan al ex presidente Carlos Menem. "Su presidencia nos cambió la vida", sorprenden, y relatan con lujo de detalles cada visita sorpresa que el riojano hacía a la isla. Otra famosa anécdota es la del pan dulce de Martín García, que en 1987 Menem elogió como el más rico de la Argentina. "Fue tan fuerte la emoción que no sabía cómo expresarla", cuenta Fernando Sánchez (64), el panadero del mito. En los ratos libres, él estudia para poder terminar el secundario a través del Plan FinEs del Ministerio de Educación de la Nación. Paradójicamente, está casado con Rosana (56), la directora de la primaria. Ellos llegaron hace 26 años, porque al cuñado de Fernando lo trasladaron allí como Jefe del nuevo proyecto penitenciario.
Mientras colorea un mandala, Rosana reflexiona que conservar una familia en la isla es difícil, porque hay más tiempo para pensar en las carencias, porque la convivencia con el otro es casi constante y la relación familiar es más cercana.
Martín García tiene un nuevo habitante hace un año. Se trata de Héctor Alonso (48), quien durante muchos años fue gerente de un banco norteamericano, y luego director de una compañía automotriz importadora-distribuidora. En el año 2000, desde su oficina buscó por Internet algo que le sacuda la rutina, y terminó comprando un kayak importado, sin saber remar.
Fue aprendiendo, y un día un kayakista lo invitó a ir a Martín García. El flechazo fue inmediato, y decidió organizar con un amigo un encuentro anual de kayakistas en Semana Santa, que hoy va por su octava edición, y coordina un centro náutico donde le enseña a los chicos de la isla a remar.
Héctor fue un niño con dificultades respiratorias, muy flaco y medio ojota: "bueno para ningún deporte", explicita. Luego de algunos meses de terapia, comprendió lo que había significado la isla para él. "La primera vez que llegué remando, validé un hombre que no sabía que existía. Acá soy Maradona, Gardel y todos los músicos." Este lugar le apuntó directo a la autoestima, quizá donde le apuntó a varios. Se animó a presentar un proyecto que fue aprobado, y usó sus ahorros para refaccionar una casa de la isla. "Si te hace feliz, dale para adelante", le dijo su mujer, que quedó viviendo en la casa que tenían en Boedo, con su hijo adolescente. Él la extraña, "como extraña el que está viviendo un sueño", compara, poético.
El último en llegar logró hacerse rápidamente un lugar en la comunidad, quizá porque supo comprender las reglas no escritas de Martín García: ser solidario, no ambicionar, acostumbrarse a hacer de todo, y no vivir en la isla, sino para la isla. Esa que históricamente fue ícono de destierro y prisión, hoy parece ser, para sus 126 habitantes, nido de libertad.
Julieta Erdozain