Una prueba de alto rendimiento: comer el puchero del Plaza
Un cronista se sumergió en el salón de este hotel porteño donde todos los domingos se sirve este tradicional plato... y salió vivo
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Por los parlantes suena una chacarera, música que resulta peculiar dentro del tinte aristocrático que exhibe el salón del Plaza Grill, el histórico restaurante en los subsuelos del edificio que supo ser el primer rascacielos de la ciudad porteña. Es domingo, 12.30. Afuera se vive el otoño más frío de las últimas décadas. Pero dentro del restaurante principal del Plaza Hotel la sensación térmica es otra, con la calidez de una tradición tan repetida como esperada: el famoso puchero de campo, que como cada año comienza a servirse el 1° de mayo (feriado) y continúa todos los domingos, hasta la tercera semana de septiembre. Es una cita gastronómica ineludible, que en este 2016 suma un ingrediente especial: el de este invierno es el último puchero que se servirá en el restaurante. Al menos, por dos años, ya que a partir de marzo de 2017 el emblemático edificio, propiedad del grupo Sutton (mismo grupo dueño de los hoteles Alvear), cerrará sus puertas para una gran remodelación y puesta a punto. Lo cierto es que fue construido en 1909 por el arquitecto alemán Alfred Zucke, por orden e idea de Alberto Tornquist.
Mesas vestidas de blanco, cubertería de plata, sillas de pana roja, alfombras mullidas, la gran chimenea cubierta, ventanales repartidos, los reconocibles azulejos holandeses, vitrinas exhibidoras y unos ventiladores indios maravillosos dan forma a uno de los restaurantes con más historia de la ciudad. Infinitos artistas, políticos, personalidades de la ciencia y la cultura han pasado por allí. Hoy, la música folklórica se alterna con pianista en vivo, de repertorio variado. El servicio, atento y profesional, dirigido por Ángel Barrera, viste de estricto uniforme: camisa blanca, saco y pantalón negro, moño al tono. Más allá de algunas incorporaciones recientes, la mayoría del personal es parte del staff del hotel desde hace largo tiempo, logrando una identificación que se percibe en cada movimiento. "El 80% de los que están en el restaurante tiene más de diez años acá. Mi sous chef, Gabriel González, lleva 31 años. Yo empecé en 1996, como mozo", cuenta Donato Mazzeo, actual chef ejecutivo y responsable último del puchero que estamos por probar. Un puchero que se viene sirviendo desde al menos 40 años. "Antes, el puchero salía martes y jueves, ya servido en el plato. Desde la década de 1990 lo ofrecemos así, en un estilo de buffet, donde cada uno elige qué y cuánto quiere", dice Donato.
Primo muy cercano de otros platos de olla europeos (entre ellos, el cocido madrileño), el puchero nació como receta humilde, aprovechando lo que había: variedad de carnes, verduras y legumbres cocidas en caldo por largo tiempo. Un clásico hogareño que, a diferencia de otros platos típicos, no tiene clara identificación provincial: con una modalidad federal, es común verlo durante el invierno a lo largo y ancho de todo el país. Cada maestro tiene su librillo, dicen por ahí, y el librillo del Plaza indica que cada tipo de carne (más de 50 kilos totales) se cocine por separado. "Primero hacemos las verduras. Luego, en ese caldo, hacemos por un lado las carnes vacunas y por otro las de cerdo. Las carnes demandan unas cuatro horas de cocción, que realizamos en dos enormes marmitas eléctricas, de unos 100 litros cada una."
La receta es simple, pero tiene sus trucos. El chorizo colorado va al final, para evitar que tiña de rojo al resto de los ingredientes. El repollo se prepara aparte, en un caldo donde antes se cocinó la panceta ahumada, para cederle sabor. Las verduras con almidón se preparan desde agua fría, con sal y un chorrito de vinagre, que evita que se rompan. Con el caldo sobrante se prepara un consomé, utilizando un método laborioso y tradicional: "Lo colocamos frío en una olla, con verduras cortadas en mirepoix; le agregamos tomate picado, claras de huevo y lo mezclamos con la mano. A fuego mínimo se empieza a formar un sombrero, que va a clarificar el caldo. Después quemamos cebolla y zanahoria sobre la plancha, las vamos poniendo por el costado y lo dejamos cocinando hasta que queda del color de un té. Ahí, con una manguerita, atravesamos ese tapón que se formó y pasamos el líquido por un tamiz". Trabajo exhaustivo que permite servir luego el caldo a quienes lo piden, mientras que el sobrante se usa para un gelée e incluso parte va para el Plaza Bar, una de las mejores barras de Buenos Aires, donde se lo aprovecha para algunos cócteles. Acá nada se desperdicia. También las carnes sobrantes tienen destino: el lunes, el plato del día para los más de 260 empleados que almuerzan en el comedor del Plaza será un suculento locro.
Son las 12.30. Afuera, el frío. Adentro, el puchero. Abren las puertas y las mesas empiezan a llenarse, sin prisa y sin pausa. El salón está reservado por completo y queda gente afuera, que llegó sin avisar. "Esta temporada estamos llenos. Estamos reservando hasta con dos semanas de anticipación", dice Ángel. Mesas grandes con familias completas, otras más pequeñas, con parejas. Muchos, se nota, son habitués: saludan al mozo por su nombre, eligen la mesa de siempre, se mueven con la soltura que da sentirse parte de un lugar. El menú empieza con una panera con panes caseros: el de chicharrón perpetúa la apuesta campestre. Sigue una empanada frita y jugosa, bien criolla. "Es un menú de campo. Por eso incluye el vino, pero no espumante. Si alguno quiere, se lo servimos, pero lo cobramos aparte. Decime: ¿en qué campo se bebe champagne?", se pregunta Ángel, con indignación. Luego es hora del buffet. En medio del salón, una gran isla exhibe con impudicia el tal vez más exagerado puchero de todo el país: en antiguos e imponentes réchauds junto a generosas ollas de hierro, todo sobre fuegos para mantener temperatura, se exhibe la lista de ingredientes. Es una gran fiesta, donde nadie quiso faltar: dicen presente los huesos de caracú (para el tuétano se ofrecen tostadas Melba, de pan de miga con manteca, combinación sutil y perfecta, más allá de lo que opinen dietólogos y nutricionistas), prolijamente alineados; el codillo se desarma de solo mirarlo; la gallina es tierna y suave, mientras que la falda y el asado aportan sabor concentrado. Sigue la lista de invitados: hay chorizo común y colorado, morcilla y cuerito de cerdo, panceta y carré, vacío, rabo y lengua. Entre las verduras, cocinadas cada una respetando su punto, se cuentan repollo, zanahoria, zapallo, papa, espinaca, batata. Al baile se suman garbanzos y porotos. Sobre la misma mesa acompañan mayonesas saborizadas, mostaza, salsa criolla, sales nacionales e importadas, pimienta y aceite de oliva varietal. La variedad –y la cantidad– exige tiempo y pausas. "La mayoría llega temprano, antes de las 13, y se va después de las 15.30. Los domingos no hay rotación en las mesas", admite Ángel.
La tentación llama al pecado: en la primera visita a la mesa central, elijo un poco de todo, ocupando cada espacio vacío del plato. En la segunda, la selección es más cuidada, repitiendo un caracú, algo de codillo, unos huesos de falda. En la tercera, con pesar, sólo verduras. Es necesario ser precavido: de reojo se ve la mesa de dulces, que aguarda con su propia tradición a cuestas, enumerando postres imposibles de encontrar en otro lado. Huevos quimbo, yema quemada, arroz con leche y canela, queso y dulce, alfajores santafecinos, diversos almíbares de fruta elaborados en Mendoza, dulce de leche y crema. Un favorito: la ambrosía, con el aroma de la cáscara de naranja.
"Preparar este puchero, el mismo que preparaba (el recordado chef de la casa) Pedro Muñoz acá, es un orgullo. Es un emblema del hotel, cuando salís a recorrer el salón ves a todos contentos, es mágico", dice Donato.
Mientras percibo esa magia bebo un café, lo acompaño con una copita de grapa italiana. Y empiezo a saborear una siesta en el horizonte más cercano.
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