Uno, dos tres... dejarse caer para empezar a volar
Una cronista vivió la experiencia de estar suspendida dentro de un cilindro de viento que simula un descenso en paracaídas y posibilita hacer piruetas en el aire sin los riesgos de saltar desde un avión
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Un, dos, tres... ¡Ahora! Sin pensarlo mucho di un paso al frente, coloqué los brazos hacia adelante, apenas levantados, miré a Marcos, mi instructor, que me hacía señas para que fuera al frente con confianza, respiré profundo, cerré los ojos y me dejé caer. En realidad, más que dejarme caer, me dejé elevar por el aire controlado de cuatro turbinas que estaban colocadas en el techo de una cápsula de acrílico vertical de unos cuatro metros de diámetro. Ese pequeño paso resultó ser un gran salto para mi humanidad. Estaba por ingresar a un túnel de viento, una estructura de 34 metros de altura que iba a permitirme cumplir la fantasía de estar suspendida en el aire. De volar sin artilugios ni riesgos. Sólo usando la potencia del viento.
Ruta 6, kilómetro 137, cruce con ruta 24, General Rodríguez, provincia de Buenos Aires. Allí, en una apacible zona de pampa agreste, una torre de metal emerge entre un paisaje de árboles frondosos y cielo celeste. Imposible no verla. Imposible no preguntarse qué es. Imposible no sucumbir ante la curiosidad. Algunos arriesgan que se trata de un observatorio astronómico. Otros, que es una especie de tanque de agua que abastece a esa localidad bonaerense. Los más delirantes imaginan que allí funciona una sede de la NASA donde se esconden materiales secretos o extraños hallazgos de vida extraterrestre. Y aunque esa última opción parece la más alocada, es sin duda la más cercana a la realidad porque ahí, en medio de la nada, la gente va a flotar, a elevarse varios metros por encima del suelo. En definitiva, va en busca de lo imposible: vencer la fuerza de gravedad.
"Vuela" es, ni más ni menos, la fantasía de volar hecha realidad. Como si fuera una especie de Leonardo da Vinci moderno, el ingeniero metalúrgico Ariel Calvagni dedicó casi cinco años en diseñar y construir este imponente túnel de aire -el primero y único de la Argentina- que es visitado viernes, sábados y domingos por gente que busca sentir por primera vez la inigualable sensación de elevarse varios metros del piso sin correr riesgos y también por expertos en la materia: muchos de los que van a volar son instructores de paracaidismo que ensayan saltos y piruetas en el aire sin tener que caer desde un avión en movimiento. "La experiencia es como tirarse en paracaídas. Se vive la sensación y la adrenalina de caída libre sin saltar desde un avión", dice Ariel, que me recibe en su búnker y me adelanta en qué consiste la actividad que en minutos voy a realizar.
Lo primero que hago es calzarme el equipo especial para volar: un mameluco rojo de tela de avión, casco y anteojos que serán un escudo contra hipotéticos golpes. Más que un traje de astronauta, parece que voy a correr una carrera de enduro. Después, en una salita contigua, escucho las indicaciones de mi instructor. Lo primero que explica es la posición de vuelo: brazos y piernas extendidas, levemente flexionadas, mentón hacia arriba. "Tenés que imaginarte que estás agarrada a una pelota de esas grandes y que querés hacer fuerza hacia abajo", dice Marcos y después me enseña las cinco señas con las que íbamos a comunicarnos dentro del túnel de viento: una V para separar las piernas; el índice apuntando al mentón para elevarlo en caso de ser necesario; otras dos para flexionar los brazos o las piernas, y la quinta y más importante: meñique y pulgar arriba, resto de los dedos flexionados y mano en movimiento. El típico saludo surfista, en este caso es usado para decir "relajate y disfrutá". Por último, Marcos me explicó cómo entrar en el túnel: "Una vez que pasás la puerta, hay que dar un paso al frente y dejarse caer". El viento, espero, hará el resto.
Bajo un sol implacable, empezamos a subir por fuera la escalera de la estructura metálica de 34 metros. Al llegar a la plataforma por un momento me sentí en la torre de Interama, desde donde podía apreciarse el paisaje 360°. Mucho más baja que ese símbolo de la ciudad, la torre de General Rodríguez regalaba una tranquila panorámica campestre. Me puse los tapones en los oídos -el último elemento que completaba el equipo necesario para volar-, me acerqué hasta la puerta, di un paso hacia adelante, conté hasta tres y... me dejé caer, aunque mi cuerpo enseguida se fue elevando por acción de los ventiladores que me empujaron hacia arriba. Por ser una principiante, mi tiempo de vuelo fue de tres minutos, divididos en tres vuelos de 60 segundos cada uno.
El primer vuelo es pura incertidumbre: es como adentrarse en un medio desconocido donde los sentidos y el cuerpo intentan amoldarse a la novedad. No sé si lo disfruté. Estaba tan enfocada en mantener la posición correcta que apenas recuerdo haber tenido alguna sensación parecida al placer. El segundo, en cambio, lo encaré con otra actitud: estaba decidida a disfrutar la experiencia y me dejé llevar por el viento, que según el contador superaba los 170 km por hora (la corriente es controlada desde una cabina ubicada afuera, y los voladores más expertos llegan a soportar vientos de 250 km por hora). Empecé a soltarme y a "recorrer" el túnel libremente. Toqué las paredes de acrílico, me impulsé con mis manos y me elevé más por encima del suelo. El tercer intento fue el más intenso y con ayuda de Marcos logré el objetivo principal: disfrutar de la experiencia de volar. De pronto, vi mi imagen reflejada en un espejo en la pared. Era de plena felicidad.
El tiempo se agotó. Es cierto: parece poco y uno se queda con ganas de más. Pero no creo que hubiera podido volver a hacerlo. La experiencia en sí es tan intensa que casi no deja lugar para un nuevo intento. Mis brazos me dolían: fueron los que pagaron el costo mayor del roce con el viento. Afuera, detrás de las paredes de acrílico, un grupo de amigos esperaba impaciente su turno. En sus ojos había voracidad por experimentar la sensación de volar. Ansioso, uno me preguntó: "¿Y...?" Lo mire y me quedé muda. Fue de las pocas veces que no pude poner en palabras lo que acaba de vivir.
Un lugar para visitar y sacarse las ganas
Vuela (www.vuela-arg.com.ar) está ubicado en General Rodríguez, en el cruce de la ruta 6 y 24. Funciona los viernes, sábados, domingos y feriados desde las 10.30. Pueden volar desde niños de 6 años hasta personas de 80.
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