Veco Villegas y Carlos Contepomi: una amistad que trascendió la muerte y unió para siempre a dos familias
Compartieron la pasión por el rugby y forjaron una entrañable amistad, pero los atravesó una tragedia; un acto de amor convirtió a sus doce hijos en hermanos
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Carlos “Veco” Villegas y Carlos “Pomi” Contepomi no solo compartían su pasión por el rugby: eran amigos. Los unía una amistad profunda, de esas que se fortalecen con los años, que fue mucho más allá de los festejos y las cenas compartidas. Un lazo tan fuerte que, cuando la vida los golpeó con una tragedia, se transformó en un acto de amor y de entrega absoluta.
Veco, que había nacido en 1945, era un apasionado del rugby, pero más aún de enseñar. Jugaba de hooker en Liceo Militar y desde muy joven se convirtió en entrenador. “Papá tuvo un mentor en Liceo que lo propuso como entrenador del SIC. Era muy joven, tendría unos 25 años cuando empezó a entrenar, pero a la par seguía trabajando como ingeniero. De hecho, murió yendo a hacer un trabajo en Yacyretá... Ese viaje también incluía una charla sobre entrenamiento de rugby”, recuerda María de las Mercedes “Mechi” Villegas.

Pomi, por su parte, era jugador de “Biei”, el Buenos Aires Cricket & Rugby Club. Sin embargo, su apellido quedó para siempre asociado al Club Newman, donde jugaron sus hijos Felipe y Manuel, que se convirtieron en Pumas y formaron parte de la gesta de 2007, cuando la selección argentina alcanzó el tercer puesto en la Copa del Mundo. Se graduó de médico traumatólogo y llevó su profesión a la cancha: se convirtió en un referente en medicina deportiva. “Era muy conocido entre los jugadores por su estilo. Era más del tipo ‘seguí, seguí... ponete crema y seguí’. Todos sabían que papá no era de los que te mandaban a hacer reposo o te operaba fácilmente. Tenía que ser algo realmente extremo para que lo hiciera”, dice Lía Contepomi.
Los dos formaron familias numerosas. Veco se casó con María de las Mercedes Fernández Vidal, a quien todos llamaban Maricha, y tuvieron cuatro hijos: Mercedes (Mechi), Santiago, Francisco y Joaquín. Pomi, por su parte, se casó con María Elena Ferrante, conocida como Malelé, y juntos tuvieron ocho hijos: Silvana, Juanpi, Pancho, Bebe, Lía, los mellizos Manuel y Felipe, y la más chica, Male, de quien Veco era padrino. En total doce chicos que años más tarde se unirían de una forma que nadie podía anticipar.

Una amistad que nació en la cancha
-¿Cuándo y cómo nació la amistad entre Veco y Pomi?
Mechi: -Eran amigos desde antes que yo naciera. Pomi incluso fue al casamiento de mis padres. Se conocieron por gente en común, pero su amistad nació cuando a Pomi lo nombraron manager de Los Pumas, en 1976, y los propuso a papá, que en ese momento era muy joven, no tenía ni 30 años, como entrenador del equipo. Ya se cruzaban seguido porque cada vez que jugaban SIC y Biei se encontraban, había buena onda… pero fue ahí, a través del rugby, donde nació la amistad. Y después unió a las familias.
-¿Y las esposas también se hicieron amigas?
Lía: -Sí, muy amigas. Quienes las conocieron siempre decían que no habían visto dos mujeres que apoyaran tanto a sus maridos como ellas: Maricha y Malelé. Acompañaban en todo lo relacionado con el rugby. Iban a todos los partidos, eventos, recibían en casa a jugadores del interior… y mamá se bancaba todo eso. Todo lo que papá generaba alrededor del rugby, ella lo sostenía con una entrega admirable.

Mechi: -Yo tengo recuerdos muy vívidos de esa época. Debía tener 8 o 9 años. Me acuerdo del SIC, que por entonces tenía una tribunita chiquita para socios, entrenadores y suplentes. Estaba el cerco de la cancha y justo delante, dentro del campo, había un banco de madera verde —lo estoy viendo ahora mismo- y a la derecha, en el piso, un botiquín de madera. Yo me sentaba ahí, arriba del botiquín, al lado del utilero, a mirar los partidos del SIC. Ese era mi lugar. Todos éramos una familia muy presente.
La última charla
Lía: -La noche anterior al accidente los dos matrimonios se juntaron a cenar. El equipo que dirigía Veco había jugado y le había ido mal, así que estaba bastante bajoneado. Cuando terminó el tercer tiempo, dijo: “Vamos a casa a comer unas pizzas”. Y en ese clima medio apagado, empezaron a filosofar sobre la vida. Hablaron de muchas cosas: de los hijos, de lo que pensaban hacer a futuro... Veco tenía hijos más chicos, y los de papá ya eran más grandes, así que él admiraba mucho a los mayores de Pomi. Le preguntaba cosas: cómo había hecho con tal o cual tema. Porque mis viejos tenían algo muy particular: eran súper presentes, pero a la vez te daban mucha libertad. Y criar tantos chicos distintos con ese equilibrio, no era fácil.
Hoy, por cuestiones de salud, Pomi ya no puede contar esta historia en primera persona. Pero lo hizo en su momento, con la lucidez y la sensibilidad que lo caracterizaban. En su libro de memorias, titulado “A toda máquina”, dejó registrado ese último encuentro con Veco, la noche anterior al accidente. Sobre esa charla, escribió: “El otro gran tema de conversación fue la familia. Nuestros cuatro primeros hijos eran una mujer y tres varones, como los de ellos, pero diez años mayores. Veco era el padrino de nuestra hija menor y yo el de su hijo menor. Nos cuestionamos y nos respondimos sobre lo que había que hacer para que los chicos fueran sanos, estudiosos, respetuosos, deportistas, líderes en sus grupos y alegres como ellos veían a nuestros hijos mayores.
Hablamos de lo que les deparaba la vida a todo ellos. Nos contaron que tenían grandes ilusiones para el futuro de los suyos. A veces imaginaban cómo se serían de grandes y como los veíamos nosotros. Proyectamos ilusiones y nos apoyamos mutuamente en la idea de que estábamos haciendo lo mejor para ellos.
Claro que, como de costumbre, también hablamos de rugby. Llevábamos catorce años de amistad, compartiendo sueños en el mundo de la ovalada... Los temas se sucedieron hasta poco después de la medianoche, luego de cuatro horas de intensa charla. Al despedirnos, les ofrecí llevarlos hasta el Aeroparque, donde tenían que estar a las siete de la mañana. Recuerdo haber bromeado ‘lo peor que podría pasarles es perder el vuelo’. Al día siguiente, cerca del mediodía, al volver a casa de jugar al golf me esperaba mi hijo Pancho, llorando desesperado, para darme la peor noticia".
Lía: -Papá siempre decía, algo que a él le quedo, que se había ofrecido a llevarlos, como siempre llega tarde a todos lados...
El accidente
El 12 de junio de 1988, a las 9:16 de la mañana, el vuelo 46 de Austral iniciaba su maniobra de descenso hacia el aeropuerto de Posadas. La niebla y la escasa visibilidad complicaron la operación y, pocos instantes después, el avión impactó contra un bosque de eucaliptos. La aeronave se estrelló a tres kilómetros de la pista y se incendió. No hubo sobrevivientes: murieron las 22 personas que iban a bordo, entre pasajeros y tripulación. Entre ellos, Veco y Maricha.
-¿Qué recuerdan de ese trágico día?
Lía: -Era un fin de semana, yo había ido al campo de una amiga. Cuando volví pasamos por el SIC y había muchos autos. Me llamó la atención. Y cuando llegué a casa, que tenía un portón y apareció mi hermano Juanpi, el que es cura, con la cara desencajada y me dijo “murieron Veco y Maricha”. Yo no podía creerlo. Ellos eran muy cercanos. Venían religiosamente todos los domingos a comer asado a casa y todas las navidades las pasábamos juntos.
Mechi: -Yo me había ido a dormir a lo de una amiga. Empezaban mis primeras fiestas y como nadie podía ir a buscarme, me quedé a dormir. Mis hermanos estaban con mi abuela y mis papás se iban de viaje muy temprano al día siguiente. En casa teníamos la costumbre de que, si dormíamos afuera, al otro día llamábamos por teléfono. No había celulares. Esa mañana llamé y la línea daba ocupado todo el tiempo. Me acuerdo que el papá de mi amiga, que era una persona bastante seria, me dijo: “vamos, te llevo a tu casa”. No pregunté nada, creo que hasta le tenía un poco de miedo. Me subí al auto y cuando íbamos llegando -nuestra casa quedaba al fondo de una calle cortada- vi que había muchos autos, tres o cuatro cuadras antes. Me llamó la atención. Sentí que algo había pasado, pero tenía 12 años... jamás imaginé algo así. Cuando entré, me crucé con mis hermanos más chicos, Fran y Juco, que estaban con Nacho Fernández Madero, el preparador físico del SIC. Uno de mis hermanos me dijo: “Se cayó el avión de mamá y papá”. Y ahí entré a la casa. Vi a mi abuela Beatriz, la mamá de mi mamá, sentada en el sillón… rota, en medio de un montón de gente. Yo no entendía nada. Para ese entonces, ella ya vivía con nosotros. Me senté a su lado y me contó.
Lía: -Papá enseguida les dijo: “Vénganse los cinco a vivir a casa”, con la abuela incluida. Papá sintió que tenía que dar ese paso en honor a la amistad. Él sintió que Veco le había dejado mucha información de lo que quería para sus hijos... que había vivido un momento bisagra, que sus amigos les habían confiado sus sueños y esperanzas para con sus hijos, como un testamento.
Mechi: -Pero en ese momento mi abuela dijo que no, y estuvo bien. Ella ya vivía con nosotros, conocía nuestras rutinas, y mis hermanos estaban muy contenidos con ella. Incluso le decían “Mami”, porque así la llamaba mi mamá, y les quedó. Un hermano de mi papá se encargó de la parte económica porque mi abuela estaba completamente dedicada a nosotros. Pero Pomi y su familia estuvieron muy presentes, prácticamente mi abuela y él se encargaron de nuestra crianza.
Durante los primeros diez años después del accidente, fue la abuela Beatriz quien cuidó y acompañó a los hermanos Villegas con todo su amor. “Pero desde el principio fue todo muy compartido. Para las Navidades, las vacaciones, los domingos... siempre venían todos. Seguían viniendo con la abuela, que siempre traía unas masitas riquísimas”, agrega Lía.
Cuando la amistad se hizo hogar
Cuando falleció la abuela Beatriz, Pomi volvió a tender su mano y les ofreció a los hermanos Villegas que se fueran a vivir con él y su familia. Para entonces, Mechi tenía 21 años, estudiaba Matemática en la universidad y el menor de los hermanos tenía 14. Ella, que había asumido la tutoría legal, decidió en un principio decir que no. La vida ya tenía cierta estabilidad y cambiarlo todo parecía demasiado. Pero una noche, algo sucedió. Fue una señal, algo pequeño, pero que los hizo mirar las cosas de otra manera. Y entonces, la respuesta fue distinta.
-¿Cómo terminaron mudándose a lo de los Contepomi?
Mechi: -Había pasado un año de la muerte de la abuela, yo trabajaba de día y estudiaba de noche, hacía la vida de cualquier chica de mi edad, como todas mis amigas. Pero a eso le sumaba que iba al supermercado, a las reuniones del colegio, no dormía cuando mis hermanos salían pensando que les podía pasar algo y un día me sobrepasé. Una noche me tomé un remise y me metí en la cama de Lía (se quiebra de la emoción).

Lía: -Esa noche no me la olvido más. En casa no usábamos llave, teníamos una clave. Mechi entró llorando, muy nerviosa. No podía ni abrir las manos del temblor... Yo pensé lo peor. Al final, lo que había pasado era que Francisco había salido con amigos y habían tomado un poco. Y claro, visto desde afuera ellos vivían en una casa sin adultos, con adolescentes que podían hacer lo que querían. Para los varones era un viva la pepa y Mechi era la que cargaba con toda la responsabilidad. Era muchísimo para ella y esa noche no pudo más. Me decía: “No le puede pasar nada más a nadie”. En ese momento, papá -que recién se había levantado- se puso los pantalones y le dijo: “No te preocupes, Mechi, yo voy a buscarlo”.
-¿Y fue entonces cuando se fueron a vivir con los Contepomi?
Lia: -Sí. Papá los sentó a los cuatro y les dijo que Mechi no podía seguir sola con tanta carga. Santi, que tenía 18, al principio se sintió un poco tocado. Pero después entendieron que todo era demasiado y que necesitaban apoyo, un sostén más grande.
-¿Pomi les consultó antes de tomar esa decisión?
Lía: -No, pero tampoco hacía falta. Ellos ya eran parte de nuestra familia. Nos íbamos juntos de vacaciones, de camping, o papá se llevaba a los mellizos y a los Villegas varones al norte… Era algo natural.
Mechi: -Es difícil de explicar, pero sí, se dio así. Naturalmente.

Los tuyos y los nuestros
Cuando los hermanos Villegas se mudaron a la casa de los Contepomi, en 1998, algunos de los hijos de Pomi ya se habían ido del hogar familiar. “Quedaban cinco: estaban los mellizos, Male, Lía y Bebe”, recuerda Mechi.
-¿Cómo fue la dinámica familiar?
Mechi: -Ellos ya tenían historia de recibir gente. Habían alojado primos, amigos... Siempre fueron muy generosos, con una casa abierta y un corazón enorme. Compartir el espacio era algo natural.
Lía: -La casa tenía un quincho con dos cuartos y un baño. Bebe dormía en uno. Yo compartía el cuarto con mi prima Loli, que también vivía en casa, y Mechi fue a dormir al cuarto con Male. Hay una anécdota que siempre recordamos: la primera mañana, Joaquín se cruza con mi hermano Felipe, que es re callado, y le dice, como si nada, “buen día, ¿querés una tostada?”. Cero drama. Como si hubieran vivido juntos toda la vida.

-¿Y había, como en toda familia grande, peleas entre hermanos?
Mechi: -¡Éramos seis para un solo baño! Imaginate...
Lía: -Yo llegué a poner un cartel que decía: “Dejá el baño como te gustaría encontrarlo”. Pero los varones lo leían como decoración nomás. (ríe) Las toallas siempre estaban húmedas...
-¿Los colegios y el deporte? ¿Siguieron cada uno en el suyo?
Mechi: -Se respetó todo como venía. Es más, los mellizos y Santi jugaron en contra toda la vida porque son de la misma camada. Y hasta comparten grupo de amigos.
-¿Hubo alguna vez diferencias o tensiones entre “los de una familia” y “los de la otra”?
Lía: -Para ninguno fue un tema. Nunca hubo una división de “estos son Villegas” y “estos, Contepomi”. Todos hermanos.
Mechi: -Es cierto. Hoy pasa algo curioso: algunos tienen más relación con un hermano de “la otra familia” que con el propio. Por ejemplo, Santi Villegas se lleva mejor con Bebe Contepomi que con Joaquín Villegas.
Lía: -Y papá siempre lo vivió así también. Me animo a decir que ayudó más económicamente a los Villegas que a los Contepomi. A uno de los nuestros no le dio ni 10 dólares porque no los tenía, y sin embargo, cuando más adelante pudo ayudar -porque estaba en mejor situación económica- a los Villegas, lo hizo sin dudar. Y nadie dijo nada, nadie se opuso. Era algo natural para todos.
Más que nunca, hermanos
Pero no todo en esta gran familia ensamblada fue alegría y armonía. Apenas un año después de que los hermanos Villegas se mudaran con los Contepomi, algo empezó a cambiar en la casa. Notaron que Malelé, la mamá de los Contepomi, figura clave del hogar, ya no era la misma. Se olvidaba cosas, actuaba de forma desinhibida, había gestos que desconcertaban. Nadie entendía del todo qué estaba pasando… hasta que llegó el diagnóstico. Esa noticia marcaría un punto de inflexión que terminó de sellar, sin vueltas, el vínculo entre los Villegas y los Contepomi: desde ese momento, ya no eran dos familias conviviendo, sino verdaderos hermanos enfrentando juntos lo más difícil.
Recuerda Lía: “Cuando a mamá le diagnosticaron Alzheimer, me acuerdo que nos juntamos todos los Contepomi. En medio de la charla, Manuel, llorando, dijo: ‘A mí lo que me parte el alma son los Villegas. Ellos ya perdieron a sus papás, a su abuela… y ahora mamá está enferma’“.
Ese fue el punto de partida para una reunión muy especial. “Nos juntamos los doce, los Contepomi y los Villegas. Hablaron Juampi, que es cura, y Silvana, que siempre encuentra las palabras justas. Y les dijimos que entendíamos todo lo que habían atravesado: perder a sus padres, a su abuela y ahora tener enfrentarse a la enfermedad de la madre sustituta. Nos parecía demasiado porque la enfermedad iba a ser larga y difícil. Les hablamos desde el corazón: que los queríamos, que sabíamos que tenían una casa y la posibilidad de otra vida y que si querían irse, empezar otro camino, lo entendíamos. Que podían hacerlo sin culpa. Les estábamos dando ese permiso, para que ellos no se sintieran obligados a nada. Y fue entonces cuando Santiago, el más callado de los Villegas, el que al principio había sido más distante, dijo: ‘Yo en este momento no me bajo del barco. No sé mis hermanos…'. Y uno a uno, los demás respondieron lo mismo: ‘Nosotros tampoco’. Ahí dijimos que no podíamos cambiarnos el apellido porque ‘Contepomi Villegas’ no pegaba ni con cola, pero desde ese día supimos que éramos doce hermanos”.
Malelé vivió veinte años con Alzheimer. Falleció en 2017. Y durante todo ese tiempo, hasta su último respiro, fue cuidada y acompañada por sus doce hijos. Sin distinciones.

-¿Cómo influye haber crecido en una familia tan numerosa?
Lía: -Crecer en una familia así te da una apertura enorme, porque somos muchos ¡y todos tan distintos! Tenemos un cura, pero también tenemos a Bebe. Uno es callado, otro extrovertido. Cada uno con una personalidad distinta, profesiones distintas… y sin embargo, nos entendemos y nos queremos como si nada de eso importara. Todos los 12 junio agradecemos a la vida los hermanos que nos dio.
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