Breve historia del Reino de Redonda
¿En qué se diferencian las micronaciones de un estado independiente no reconocido? En que en las primeras no hay mucho que autodeterminar: el territorio es en general diminuto y la población mínima o nula. Ningún país soberano, por lo demás, se las toma en serio.
En Atlas de micronaciones (lo tradujo Guillermo Piro para Godot), el italiano Graziano Graziani se dedicó a catalogar esas entidades que, sin ser necesariamente virtuales, tienden a lo quimérico. El ejemplo más famoso es el Principado de Sealand. Lo fundó en 1967 un aventurero británico y consiste en una plataforma de metal y cemento en medio del Mar del Norte. Tiene, según Graziani, cinco habitantes.
En la lista entran también el Reino de Araucanía y Patagonia (promulgado sin éxito en el siglo XIX por Orélie Antoine de Tourens), la Ciudad libre de Christiania (un barrio liberado en pleno Copenhague) y la micronación más literaria de todas, el Reino de Redonda, que tiene como jefe de estado a un escritor: Javier Marías.
El novelista español se había interesado por los tejes y manejes de Redonda en su libro Todas las almas (1989). Esa curiosidad le valió ser contactado más tarde para encabezar la dinastía de esa entelequia que, por el modo en que su ficción fagocita la realidad, recuerda en parte el misterioso Tlön de Borges.
Redonda, sin embargo, existe: es una isla antillana de 3 km2. Refugio de corsarios y contrabandistas durante siglos, cuenta Graziani que en 1865 fue adquirida por un banquero inglés instalado en el Caribe, Matthew Dowdy Shiell, que se las ingenió para que la reina Victoria lo nombrara rey del lugar, a condición de garantizar fidelidad a la corona.
Todo hubiera quedado en la extravagancia de un millonario decimonónico si no fuera por la decisión del rey Mateo –así se hacía llamar el banquero– de abdicar en 1880 en favor de su artístico hijo, su casi homónimo Matthew Phipps Shiel, que se convirtió en Felipe de Redonda. El vástago pronto partió a estudiar a Barbados, y de ahí a vivir a Inglaterra, donde, entre otros, frecuentó a Stevenson y Oscar Wilde. Los coleccionistas de rarezas literarias ya habrán reconocido en él a M.P. Shiel, el autor de La nube púrpura, precursora novela apocalíptica, y de El príncipe Zaleski, joya decadentista.
Shiel no volvería a la isla, no tanto por desgana –argumenta Graziani– sino porque Inglaterra la había ocupado para explotar sus yacimientos de fosfato (una empresa que terminaría con la Primera Guerra Mundial, para volver a dejar luego a Redonda sin habitantes).
En todo caso, no fue hasta que un joven poeta y discípulo, John Gawsworth, lo incitó a hacerlo, que Shiel comenzó a explotar de verdad su realeza teórica con fines literarios. Fue él, al parecer, quien le dio la idea de otorgar títulos nobiliarios a escritores para crear una república imaginaria de las letras. Gawsworth (clave en Todas las almas) se convirtió a la muerte de Shiel en Juan I de Redonda y paseó su exilio real en los bohemios pubs de la londinense Fitzrovia, donde a cambio de un buen trago, se dice, empezó a otorgar títulos nobiliarios a diestra y siniestra. Cuando murió en 1970, le dejó el trono a su albacea literario Jon Wynne-Tyson (Juan II, el único que visitó la isla), que a su turno, en 1997, abdicaría en favor de Marías, siguiendo la convención de dejar la monarquía siempre en manos de un escritor.
Para propagar el Reino de Redonda, micronación ideal, Marías amplió su corte con buen ojo: los duques y duquesas son hoy autores como J.M. Coetzee, Alice Munro y Claudio Magris, pero también cineastas como Pedro Almodóvar o Francis Ford Coppola. En las imágenes que pueden encontrarse de la isla en la red, se la ve algo difícil de poblar. A pesar de ese déficit tal vez haya llegado igual la hora –la modesta propuesta es nuestra– de abandonar la abstracción para reclamársela de la manera más diplomática posible a Antigua y Barbuda, su actual poseedor. No estaría mal poder pasar una larga temporada en una micronación de mar y tierra con esos liderazgos.