La confianza es la guía del crecimiento
Se ha dicho, casi hasta el cansancio, que las deudas soberanas deben pagarse en la medida en que haya crecimiento. Esta posición es la oficial. La aseveración refleja la paradoja: no deben pagarse si no hay crecimiento; pero la evidencia empírica muestra que no puede haber crecimiento si no se paga. La trampa es clara.
El problema de fondo, entonces, es cómo crecer. Y la respuesta es siempre la misma: con inversiones. No hay otra posibilidad. Pero las inversiones solo llegan en la medida en que se cumplan los compromisos o se renegocien estos de forma satisfactoria para todos los involucrados. Así habrá confianza en la palabra oficial y, en consecuencia, previsibilidad.
La política económica se reduce a una mayor carga tributaria, a distintos congelamientos y a incentivos al consumo. Resulta muy difícil creer que, a través de estos instrumentos, se cimentarán la confianza y la previsibilidad. Por el contrario, las medidas implementadas deberían llevar a la supresión de ambos factores porque muestran, patéticamente, la negación oficial sobre la necesidad de crecer.
Cualquier programa económico, para ser fructífero, tiene que explicar sus objetivos y, después, establecer los instrumentos para realizarlos. Si resultan consistentes y están basados en la libertad, generarán confianza. Pero si se aplican medios coercitivos, esta tenderá a desaparecer. El programa presenta varias aristas. Por un lado está el "cepo". Mediante este se asegura un freno para la salida de dólares, pero simultáneamente se impide su entrada.
Cuando el Estado interviene, la confianza tiende a reducirse. Por ejemplo, congelar las tarifas es un remedio de cortísimo plazo para el consumidor. Nadie va a querer invertir en un país donde el Estado "se mete" en los negocios. ¿Puede haber confianza así? El país tiene un déficit fiscal estructural. Se paga con impuestos crecientes y con inflación, cuando financia el Banco Central, o lo hace con deuda. Veamos qué está pasando hoy.
El programa apunta al incremento de los impuestos y no se focaliza en la reducción del gasto público. Así, el Estado pasa a cumplir un papel de extractor. Agita los olivos para que caigan las aceitunas con tal violencia que arriesga la vida de estos árboles. Veamos uno de los mejores ejemplos del dislate. La agricultura, con sus eslabones aguas arriba y abajo, es el principal motor para el ingreso de divisas; sin embargo, sufre discriminadamente la aplicación de derechos de exportación.
La dirigencia y la prensa se preguntan cómo es posible que en un país que puede alimentar cerca de 400 millones de personas haya hambre. La respuesta es contundente: porque se grava con impuestos excesivos y regresivos a los sectores en condiciones de generar riqueza para todos. Los derechos de exportación son un visible ejemplo de esto.
Un impuesto cruelmente regresivo es la inflación, pues afecta especialmente a los más necesitados. El fenómeno proviene de una mayor creación de pesos y de una caída en su demanda, o de la combinación de ambos factores. Cuando se reduce la demanda de pesos, la velocidad con la que estos circulan es mayor. Cuanto más se acelera la rotación, mayor es el deseo de la gente de reservar valor mediante la tenencia de dólares, en una suerte de huida del peso.
Como el peso está sujeto a la confianza en quien lo emite, hoy la previsibilidad se parece a un túnel sin final. Volvamos al comienzo. Si se declama que la deuda se pagará solo cuando haya crecimiento, ¿los decisores económicos tendrán confianza? ¿Habrá inversión para crecer? En los próximos meses tendremos la respuesta.