El día en que Manucho se vengó de Pino Solanas
Hay anécdotas que, aunque conocidas en su momento, terminan sepultadas por otras anécdotas, a veces mucho más banales. Es una pena, porque si bien su tiempo no es el nuestro, persiste en ellas una especie de radioactividad. Esta historia empieza por una película.
En cierto pasaje de La hora de los hornos, el documental panfletario que Fernando "Pino" Solanas hizo en 1968 y que concentra de manera ejemplar todas las supersticiones y todos los errores de la izquierda nacional y popular, se nos muestra la presentación del libro Crónicas reales, de Manuel Mujica Lainez. En los planos de la reunión social, vemos, casi como figurantes, a Alberto Ginastera, Alberto Girri, Silvina Bullrich. En una versión avant la lettre de la táctica miserable del "escrache", el film engaña en la entrevista al escritor sobre los fines del testimonio que le pide y trafica su figura como emblema de la "neocolonización" cultural de las capas medias y altas del mundo artístico argentino, que (cito textualmente) "traduce al castellano la ideología de los países opresores". "¿Dónde le gustaría vivir?", inquiere la insoportable voz en off del narrador. "Siempre será Venecia", responde Manucho.
Hay que reconocer que, aun a contramano de sus peripecias partidarias, Pino Solanas no se alejó demasiado de semejante posición; es más, integra ahora un espacio político al que, según sabemos por las gestiones precedentes, no le resulta ingrata la policía del pensamiento (recordemos por caso la extinta Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, creada durante la gestión de Cristina Kirchner).
Pero volvamos a la anécdota. Mujica Lainez se enteró de la picardía de Pino Solanas algunos años más tarde, y precisamente en Venecia. En una crónica para La Nación fechada el 24 de enero de 1975, y recogida en el segundo volumen de Placeres y fatigas de los viajes, Manucho comenta, de un modo general, la Bienal de Venecia. Sin embargo, hacia el final del artículo, se permite una "referencia personal". Tras mencionar que en el espacio destinado a la Argentina se proyectó, "ante escaso público", La hora de los hornos, Mujica Lainez anota lo que sigue: "Me han contado que en una de las escenas de dicha película salgo yo, presentando y firmando, años atrás, uno de mis libros. Parece ser que alguien se me acercó entonces y que, sin decirme que mis respuestas irían incluidas en la película de larga gestación y de índole polémica, se me preguntó dónde me gustaría vivir, a lo que respondí, ingenuamente, en Venecia. Añadió mi informante que los enfoques tenían un evidente afán de crítica". Manucho no explicita quién fue su informante, pero no puede sino concluirse que era eficaz.
Sin embargo, la medicina ideológica de Solanas tuvo una imprevista reacción adversa. "Lo cierto es que –continúa Mujica Lainez– si lo que se buscó era alcanzar la adhesión del público, en contra de la irreverencia de un escritor argentino que anhelaba fijar su residencia en la ciudad de las lagunas (como tantos y tantos escritores y artistas más celebres que quien firma esta nota), y que si ese propósito se logró en otras ciudades del mundo, en Venecia sucedió exactamente lo contrario, pues ante mi réplica los venecianos (izquierdistas o no) rompieron a aplaudir con entusiasmo unánime. Y el corolario de esta aclaración (que se me disculpará) es que las autoridades turísticas de Venecia me llamaron y pusieron a mi disposición una lancha oficial, para recorrer en ella la zona maravillosa de Torcello, Burano y San Francisco del Desierto, como inesperado fruto de mi intervención involuntaria y oportuna en La hora de los hornos."
La extensión de la cita se justifica por dos razones: la primera es que el estilo, su inocencia lacerante, no admite glosa; la segunda, que puede derivarse de ella una lección de urbanidad. A la pesadez de la impugnación ideológica, con toda su fraseología de barricada, Manucho opone como antídoto la elegancia de la ligereza. No sabemos si lo que cuenta sucedió realmente, pero invención o no, enseña cómo ofrecer la otra mejilla sin ninguna capitulación.