El pacto sobre Siria, una reafirmación del derecho global
El documento firmado por los ministros de relaciones exteriores de Estados Unidos y de la Federación Rusa debe ser cuidadosamente leído a la luz de las normas de la Carta de las Naciones Unidas y del Tratado sobre Armas Químicas, que quedó definitivamente refrendado en abril de 1997. El acuerdo establece que, de un modo excepcional, Siria debe proveer un listado con el detalle de las armas químicas indicando nombre, tipo y cantidad de los agentes de cada una, tipo de municiones, lugar y forma de los depósitos, y de las facilidades para producirlas y desarrollarlas.
De acuerdo con el tratado, una nación que ingresa luego del plazo de diez años concedidos originalmente para la destrucción de esas armas y de todas las facilidades para su producción debe hacerlo en un plazo perentorio, que, dadas las características del caso, es fijado en la primera mitad del año que viene. Especial relevancia se pone en la urgencia con la que debe proceder el gobierno sirio para cumplimentar "estos procedimientos extraordinarios, que han sido forzados por el previo uso de estas armas en Siria y por la volatilidad de la guerra civil siria".
El tratado sobre armas químicas creó una organización para la prohibición de las armas químicas cuyo consejo ejecutivo es el encargado de la fiscalización de la destrucción de las armas y de las facilidades para producirlas. En caso de incumplimiento o resistencia por parte de los países miembros, debe trasladar al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la resolución del caso. Este organismo es el que habrá de organizar los medios de vigilancia y control del efectivo cumplimiento por parte del gobierno sirio de todas estas prescripciones, y será también responsable de imponer las medidas previstas por el Capítulo VII de la Carta de la ONU si Siria incumpliera en todo o en parte las exigencias impuestas por el tratado. Por último, el acuerdo contiene dos anexos en los que se precisan minuciosamente los pasos y plazos que Siria debe dar y respetar, de modo que no le quede margen para una estrategia de postergación indefinida a fin de evadirse del compromiso asumido.
De esta breve síntesis de los puntos centrales del acuerdo entre las dos naciones dominantes en el Consejo de Seguridad se pueden extraer algunas consecuencias importantes tanto desde el punto de vista jurídico como desde el más amplio de la política internacional.
En primer lugar, Rusia admite implícitamente que, pese a su resistencia anterior, ha habido una evidencia decisiva, recogida por los inspectores enviados por las Naciones Unidas, de que Siria ha hecho uso de las armas químicas en su guerra civil. Luego, a partir de esta admisión, se abre la posibilidad de alcanzar una resolución unánime del Consejo de Seguridad que ordene a Siria el cumplimiento de todas las exigencias estipuladas por la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, bajo amenaza de recurrir a las medidas incluidas en el art. 42° del Capítulo VII de la Carta, que comprenden el uso de la fuerza armada.
En tercer lugar, si se debiese llegar a esta extrema medida para forzar al gobierno sirio a la destrucción de su arsenal de armas químicas, entonces no podrá acusarse a los miembros occidentales del Consejo de Seguridad, especialmente a Estados Unidos y Francia, de obrar unilateralmente. En efecto, un veto en esas circunstancias de Rusia pondría al descubierto una cínica maniobra para proteger a su estrecho aliado, con el consiguiente desprestigio.
Producen estupor muchas de las reacciones que se han hecho públicas, algunas firmadas por reputados analistas y otras, aún más superficiales, pronunciadas por dirigentes y funcionarios responsables de la política exterior de algunos países, que han presentado el desarrollo de estas negociaciones entre las dos potencias como si fuera un partido de tenis entre los presidentes Obama y Putin. El Oriente Medio es un escenario altamente conflictivo y potencialmente peligroso en el que todos los protagonistas se mueven siempre al filo del abismo. Desde esta perspectiva, son comprensibles las dudas del presidente de los Estados Unidos ante la necesidad de decidir una intervención armada unilateral, aun cuando estuviera limitada a un ataque punitivo por el uso de armas químicas. Sin duda, la aventura de su antecesor en la invasión de Irak sigue siendo un peso difícil de sobrellevar que limita la acción del Ejecutivo norteamericano.
Que las cancillerías de Estados Unidos y Rusia, por una parte, y la Secretaría de las Naciones Unidas, por la otra, hayan reconducido una situación inminentemente bélica a sus cauces diplomáticos y jurídicos no puede celebrarse, frívolamente, como el triunfo o la derrota de un tenista frente a otro, sino como la reafirmación, una vez más, de que el precario y desgastado ordenamiento jurídico global sigue, pese a todo, prestando un innegable servicio a la paz mundial desde hace siete décadas.
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