Pequeños monstruos de Wilcock
Desde el mismo principio la literatura estuvo plagada de monstruos: ¿qué es la esfinge, si no? ¿Y qué, antes de ella, los adefesios presentes en la Odisea? La época medieval también nos legó monstruos en abundancia (en las novelas de caballería, por ejemplo), al punto de marcar con su imaginario el fantasy y otros géneros que se tienen por muy actuales. Más tarde surgió la ley narrativa –se cumple cada vez menos– que indica que al monstruo hay que sugerirlo, pero nunca mostrarlo.
Para ser monstruo, sin embargo, no hace falta ser una bestia fantástica a lo Grendel ni un criminal espeluznante a la Gilles de Rais. Si es cierto que la literatura tiene una carga utópica, basta reconocer en muchos de sus personajes ese lado monstruoso que funciona como objeción a cualquier normalidad supuesta. ¿No estaban a fin de cuentas Madame Bovary o Ana Karenina adelantadas a una época que no las podía comprender?
Entre nosotros, el más deliberado creador de monstruos de que se tenga noticia es J. Rodolfo Wilcock (1919-1978), aunque decir entre nosotros sea cierto solo en parte: como se sabe, después de una trayectoria más bien secreta como poeta lírico, casi sajón en su pureza, Wilcock se trasladó a Italia. Fue en ese país donde, como exquisito outsider de su lengua adoptiva, publicó obras narrativas esperpénticas que le deben mucho a Borges (sobre todo a su línea deudora de Marcel Schwob) y a una estética imposible de calibrar, entre surreal, expresionista y absurda.
Wilcock es un coleccionista de criaturas anómalas, como puede comprobarse en los relatos en miniatura de El libro de los monstruos (lo acaba de reeditar La Bestia Equilátera, en versión de Ernesto Montequin). Esa inclinación entomológica ya figura en La sinagoga de los iconoclastas (con El caos, su obra más citada), donde lo monstruoso eran las ideas y proyectos de inventores y artistas extravagantes. Pero aquí la monstruosidad es física, como salida de Arcimboldo, el pintor con el que a veces se compara al escritor. Algunos ejemplos de esos prodigios: el carpintero Primio Doppo, que tiene la peculiaridad de poner huevos, o el que inaugura la serie, Anastomos, un individuo todo recubierto de espejitos, o el teólogo Giocoso Spelli, que las puertas no admiten su paso de tan ancho, no sabe dónde poner las alas y "en la cama se comporta como la Bestia del Apocalipsis".
La originalidad de Wilcock se sostiene por sí misma: basta con leer sus libros para comprobarla. Su bifrontismo biográfico, en cambio, esa otra monstruosidad genial, sigue todavía en las sombras. A diferencia de lo que ocurre en el mundo anglosajón, la cultura argentina apenas posee biografías extensas de sus escritores centrales (¿cómo puede ser que no la tengan Lugones o Cortázar?). La de Wilcock sería memorable como una novela. Diría, entre tantas cosas, que era hijo de un inglés y una italiana, que frecuentó el grupo Sur (su cuento "Los Donguis" figura en la célebre Antología de la literatura fantástica y su nombre tiene cameos, en términos no muy halagüeños en Borges, el diario de Bioy). También que en 1958, cansado de tanta argentinidad, se subió a un barco con dirección europea. Ya en Italia, además de pasarse a la lengua del Dante, trató a buena parte de la intelligentsia de la península, entre otros a Pier Paolo Pasolini (el argentino hizo de Caifás en su película Evangelio según san Mateo).
La imagen más imborrable de Wilcock la dejó Ruggero Guarini, uno de sus amigos, en el fragmento que prologa La sinagoga... Guarini cuenta en tiempo presente que el escritor reside en una casita sencilla en el campo, con unas pocas camisas gastadas y un pulóver agujereado. Su mayor lujo son el teléfono y un viejo Volkswagen con el que a veces se acerca a Roma. No trabaja: se dedica a escribir, traducir y releer, tirado en un diván, a Wittgentesin y el Ulises de Joyce. Debe ser en ese mismo diván donde –según se dice– lo encontraron un día de 1978 con un libro sobre dolencias cardíacas arriba del pecho. ¿Será así? ¿Es una leyenda? Ojalá alguna vez sepamos de Wilcock mucho más que esa última y definitiva tristeza.