
Semana Santa, ¿algo más que un fin de semana largo?
Hace décadas ya, las festividades y conmemoraciones de la religión católica tenían importancia en mi vida cotidiana. En casa los preparativos para la Semana Santa empezaban días antes, con visitas frecuentes a la feria del barrio y acuerdos entre adultos. Iríamos a la casa de mi tío Carmelo el jueves; los hermanos de mi madre llegarían el Domingo de Resurrección con roscas y huevos de chocolate. Me dirán que todo se relacionaba con la mesa familiar y las comidas. No sé si volveré a probar algo tan simple y rico como el bacalao que cocinaba mi abuela Inés y que acompañábamos con pan casero (al que llamábamos "pan redondo") rociado con unas gotas de aceite de oliva.
También asistíamos a procesiones por las calles del barrio en las que se representaban las estaciones del vía crucis a la luz del crepúsculo. Años más tarde leí los autos sacramentales, protagonizados por personajes religiosos, y aquel recuerdo de la caravana de creyentes por las calles del barrio, cruz al hombro, adquirió un significado menos censurable. Porque con los años inicié un proceso privado en el que puse en cuestión el catolicismo. En la imaginación eso tenía las características de un duelo.
No hacía falta que me remontara a la Edad Media y las prácticas de la Inquisición; había vivido la pesadumbre de padres de compañeros que se habían separado y debían soportar, más cabizbajos que otros, los reproches de hombres célibes. Por no hablar del trato que se les daba a los que, simplemente, no creían en Dios o habían dejado de hacerlo. Los casos de abuso en ese entonces sólo eran sólo rumores. Varios amigos, un poco mayores que yo, habían dejado de creer y sus vidas no parecían más pobres. Me prestaban los libros que leían, firmados por Nietzsche, por Camus, por Sartre. Se quejaban del peso que el pecado tenía en el discurso religioso, de la hipocresía a la que alentaba semejante cantilena y de los dobles discursos. Muchos sacerdotes peroraban sobre la humildad y vivían como duques. Empecé a imitar a mis amigos.
“Me crié en un ambiente religioso y parte de la gracia de estudiar Filosofía fue huir; el componente opresivo de la religión y de las comunidades religiosas es lo que más tengo a flor de piel –dice Tamara Tenembaum, docente y escritora-. Leyendo El Reino, el libro de Emmanuel Carrère, me convenció el argumento de que la religión puede ser un antídoto contra la neurosis y la soberbia, contra ‘la inteligencia’ de esas personas que no pueden pensar una cosa sin pensar inmediatamente lo contrario y lo contrario de lo contrario. Es un mecanismo muy filosófico, tener un pensamiento y anticipar objeciones (a mis alumnos siempre les cuesta entenderlo, lo que habla bien de ellos), pero que puede conducir a la impotencia y, encima, a la soberbia: pensar que eso es ser inteligente, producir, crear, cuando no estás haciendo literalmente nada.”
Dejé de asistir a misas los domingos a la mañana. Entraba en las iglesias durante la tarde, cuando estaban semivacías, tristes, sombrías. ¿O era una proyección de mi ánimo? En esas ocasiones, había un ser querido con problemas de salud, un amigo que se había quedado sin trabajo o un familiar que sufría. Me sentía como el protagonista de la parábola del hijo pródigo, pero en vez de ser recibido con lágrimas de alegría y una comilona, me encontraba solo, rodeado de estatuas de yeso a las que, al salir, rozaba de manera reverencial.
“Creo que el rito es un momento dedicado al absurdo, a lo inútil, algo absolutamente necesario en el mundo actual –agrega Tenenbaum-. Tanto cuando es compartido como cuando es individual. Me parece nutritivo consagrar tiempo todos los días a lo que no es económicamente productivo ni da placer inmediato. Yo no voy al templo pero sí a lecturas de poesía y es un poco lo mismo, un momento dedicado a la nada en un mundo donde el tiempo es el más valioso de los bienes. Para eso creo que sirve la religión: para perder el tiempo.”
Actualmente Semana Santa, muchos lo dicen con el entrecejo fruncido, es un feriado largo para encontrarse con otros en lugares alejados de donde cada uno vive. Nadie que pudiera estar sentado frente al mar o la montaña en una cómoda reposera va a perder el tiempo en la iglesia o en procesiones callejeras, me dice el personaje del ateo que habita en mí. Sin embargo, en un pliegue vivo del pasado, una oración vulnerable se reza en silencio por los demás, por el que fui y por el que soy mientras el tiempo corre.







