El Gobierno, frente a una sociedad sin miedo
Puntual, a la hora señalada, comenzó la protesta social ("banderazo", se llama ahora) más multitudinaria que se haya hecho contra el gobierno de Alberto Fernández. Han pasado solo ocho meses desde que accedió al poder y ya es la tercera vez que la rebeldía de una franja importante de la sociedad lo asedia hasta en la casona de Olivos. ¿Motivos? Hubo muchos, pero quizá sea el reclamo por lo que está pasando en la Justicia el más claro de todos. Podrían incluirse desde la persecución a jueces y fiscales que investigaron la corrupción de la era kirchnerista hasta la amnistía encubierta a Cristóbal López, que esconde también la posibilidad de que este pueda pagar sus fraudes al Estado en cómodas cuotas. La reforma judicial y la ampliación de la Corte fueron conflictos muy destacados por la gente común que protestó. Hasta a los jueces de la Corte Suprema les es difícil creer que muchos argentinos hayan salido a la calle para pedir por ellos. Son los milagros que hace posibles el kirchnerismo. Pero, ¿por qué dejar de lado el reclamo implícito de no pocos ciudadanos contra los métodos patoteros del sindicalismo que encarna Hugo Moyano y que ya acorraló a importantes empresas privadas? Hay ciertas cosas en la vida pública que regresaron tal como se fueron en 2015. La sociedad no es la misma de entonces.
Es extraño, pero miles de argentinos salieron a la calle a pie o en auto (o a la ventana de sus casas) para protestar por una decisión eventual que para muchos de ellos es solo un jeroglífico. La reforma judicial está redactada (y explicada) de manera técnica y confusa; ese lenguaje es a veces necesario, pero también es cierto que el Gobierno lo hace más hermético. La propia ampliación de la Corte Suprema, la más grande ambición de una parte significativa del oficialismo, está también presentada con artimañas retóricas. No la queremos, pero la necesitamos. Es lo mismo, pero dicho al revés. A pesar de tanta maleza, un núcleo importante de la sociedad descubrió el centro de la cuestión: intuye que se quieren quedar con la Justicia y no volver nunca más a los tribunales, que aspiran a la impunidad y promueven la venganza. Sería injusto decir que toda la alianza peronista gobernante tiene ese mismo proyecto, pero es el propósito de que quien demostró hasta ahora ser dueña del mayor porcentaje de acciones dentro de esa coalición.
Cristina no habla de la injerencia de la política en la Justicia ni de le influencia de los servicios de inteligencia. Esas son cosas de Alberto Fernández, no de ella
Alberto Fernández tiene dos problemas. Uno es su socia, Cristina Kirchner, que no acepta el atajo discursivo del Presidente. Este empezó su mandato promoviendo modificaciones en la Justicia a las que nadie honestamente podría oponerse: no injerencia de la política ni de los servicios de inteligencia en los tribunales y trámites más rápidos para llegar a las resoluciones de los jueces. Quizás era su forma de arribar al mismo lugar que quiere Cristina, pero por un camino más amable. No pudo. Cristina es explícita. Su abogado personal, Carlos Beraldi, debe estar en la comisión que analizará el futuro de la Corte Suprema; el procurador general (jefe de los fiscales), Eduardo Casal, debe ser presionado hasta renunciar solo porque ella no lo controla, por más injusta que sea la maniobra; los jueces de la Cámara Federal Pablo Bertuzzi y Leopoldo Bruglia, que la condenaron a ella y que podrían resolver sobre futuros casos de Mauricio Macri, deben ser trasladados de ese lugar decisivo para poder poner jueces amigos; y el juez Germán Castelli, designado en el tribunal oral que juzgará la causa de los cuadernos, la escandalosa crónica de la corrupción kirchnerista, se debe ir de ese tribunal. Cristina no habla de la injerencia de la política en la Justicia ni de le influencia de los servicios de inteligencia. Esas son cosas de Alberto Fernández, no de ella. Cristina solo anuncia ansiosamente la que quiere. El discurso es del otro.
Es una desgracia para el Presidente, pero no deja de ser un aporte a la sinceridad política. ¿Ejemplo? Alberto Fernández viene diciendo desde que asumió que le gustaría quedarse con una Corte Suprema de cinco miembros. Habló bien de cuatro jueces a los que conoce (Elena Higthon de Nolasco, Ricardo Lorenzetti, Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti) y se manifestó de manera respetuosa sobre el quinto, Carlos Rosenkrantz, al que no conoce, pero destacó su solvencia intelectual y académica. ¿La Corte seguirá siendo de cinco jueces entonces? No. Al mismo tiempo, se repite al lado de él que la Corte debería tener más atribuciones para intervenir en medio de los procesos judiciales. Ahora solo lo hace, salvo en excepciones muy especiales, al final de los juicios. Alberto Fernández está de acuerdo con una Corte con mayores atribuciones en los trámites judiciales, no importa en que instancias estén. ¿Entonces se necesitará una Corte con más jueces porque tendrá más trabajo? Si, claro está. Esto también lo acepta el Presidente. Acepta hasta que podría haber una Corte de 12 o de 15 miembros, dividida por sala, aunque no por fueros. ¿Y entonces para qué hizo aquella declaración de que quería la Corte de cinco miembros? Son los recursos retóricos de Alberto Fernández, no de Cristina. Incluso ahora el Presidente dice que el no promueve la ampliación de la Corte, sino un análisis de qué Corte es mejor. La Corte mejor es una Corte mucho más amplia que la actual, con varios jueces nombrados por el actual Gobierno y con el debilitamiento de los jueces supremos que están ahora y que Cristina detesta. No hay otra verdad más clara que esa. Pero el discurso de Alberto busca instalar que su objetivo no es la Corte, sino mejorar sus funciones. Cristina se encarga de desmentirlo.
El segundo problema del Presidente es que tiene una sociedad movilizada. El discurso oficial intentó instalar la idea de que la multitudinaria manifestación social de ayer no era por los atropellos a la Justicia, sino exclusivamente por la cuarentena. La sociedad, en efecto, está cansada de que el poder le diga qué debe hacer, cómo debe actuar, con quién debe verse y hasta dónde debe ir, si es que va. Ha pasado ya 150 días en esas condiciones. El Gobierno hasta convirtió en delito las reuniones de 10 personas en casas privadas. No es dramatismo el de Elisa Carrió cuando sostiene que eso es lo mismo que el estado de sitio. La cuarentena provoca ansiedad social e incertidumbre económica. No se puede desconocer esa realidad.
Ya no hay miedo. Tampoco el cristinismo es invencible, como se vio con los triunfos opositores de 2013, 2015 y 2017
Sin embargo, no es cierto que la cuarentena haya sido el único motivo de la protesta. La sociedad conoce al kirchnerismo y sabe que si se queda sin una justicia mínimamente independiente habrá perdido hasta el derecho a la esperanza. No había tanta fatiga con la cuarentena cuando la sociedad se manifestó, el 20 de junio pasado, contra la expropiación de Vicentin. Fue el primer "banderazo", en el Día de la Bandera. La mayoría de los argentinos ni siquiera había escuchado nombrar a esa empresa, que es muy importante en el universo agroindustrial, pero la sola palabra expropiación provocó un rechazó masivo de la iniciativa. Luego, el Presidente confesó que se sorprendió porque creyó que iba a ser llevado en alzas por esa idea. Hasta los proveedores de Vicentin pueden tener alguna crítica al manejo de la empresa, pero otra cosa es que la compañía quede en manos del Estado en poder del kirchnerismo. Ese es el núcleo central del conflicto con la sociedad.
Y hay un tercer problema relacionado con Cristina Kirchner. Ella volvió al poder para restablecer su viejo proyecto de ir por todo. Es lo que hizo en 2011 cuando ganó con más del 54 por ciento de los votos. La diferencia con el segundo candidato fue de casi 40 puntos. Entonces pudo llamar a un gran acuerdo nacional porque nadie podía discutir quién tenía el poder. La expresidenta prefirió el "vamos por todo", al que convocó desde el Monumento a la Bandera, en Rosario, justo donde surgió ahora la ola nacional de protestas. Una justicia poética o una ironía histórica. Las elecciones presidenciales de 2019 que ganó Alberto Fernández lo dejaron a este a siete puntos de su competidor más cercano, Mauricio Macri. No es lo mismo. Hermes Binner, el segundo con más votos, consiguió en 2011 el 16 por ciento de los votos; en 2019, Macri alcanzó el 41 por ciento. Además, en los años finales de Cristina Kirchner hubo grandes movilizaciones espontáneas en los centros urbanos para protestar contra el cristinismo. Ya no hay miedo. Tampoco el cristinismo es invencible, como se vio con los triunfos opositores de 2013, 2015 y 2017.
Existe en sectores sociales importantes la certeza de que la libertad es una conquista irrenunciable y que esa conquista es más importante que la cuarentena y la pandemia. Es la lección más clara que dejan los reclamos sociales que sucedieron en los últimos meses. Alberto Fernández no puede ignorar que está frente a ese poderoso movimiento social sin el riesgo de perder gran parte del consenso que logró en su momento. Cristina fue una monarca durante muchos años. Alberto Fernández es el presidente de una república. Son dos roles distintos. Aunque tal vez sin proponérselo, Cristina expresa al pasado. Como escribió hace poco el periodista norteamericano Thomas Friedman, la opción última de la política es una sola: o el futuro entierra al pasado o el pasado entierra al futuro.
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