Tex Harris: "Había una clara intención de exterminar gente"
Reunió aquí 9500 casos de desaparecidos
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MCLEAN, Virginia.- Era tarde. La una de la mañana, más o menos. Y Allen Tex Harris, adjunto de la sección política de la embajada de los Estados Unidos en la Argentina, conducía rumbo a su casa, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires. Frente a un semáforo en rojo, ocho hombres armados descendieron de dos autos. Lo rodearon instantáneamente.
Harris, aferrado al volante, pensó que iban a secuestrarlo, o matarlo, según el modus operandi de los años de plomo. "Tomé el incidente como una señal de que los militares estaban disgustados con mi trabajo", dice a La Nación casi un cuarto de siglo después. Fue uno de los peores momentos de su vida, confiesa.
Hasta entonces, Harris creía que recopilar información sobre familiares de desaparecidos, su misión en el país entre 1977 y 1979, no era bien vista por el gobierno militar. Pero no al extremo de arriesgar su propia vida.
Es alto, de dos metros exactos, y de contextura física robusta. Corpulento, capaz de meter miedo. Miedo que, en realidad, sintió él mismo, aquella noche, en un suburbio porteño, rodeado de ocho rufianes que, envalentonados con sus armas, parecían decididos a liquidarlo. Demasiados contra uno solo, por más que fuera una molestia, o un escollo, para los planes del llamado Proceso de Reorganización Nacional.
Había sido enviado a Buenos Aires en junio de 1977. Y llegó a reunir alrededor de 9500 casos de desaparecidos. Pertenecía, en forma discreta, a un área nueva del Departamento de Estado: Derechos Humanos. Que no existía antes del gobierno de Jimmy Carter.
El embajador norteamericano en la Argentina, Raúl Castro, de español fluido, había sido, entre 1975 y 1977, el primer gobernador de Arizona de origen mexicano. Los informes de su antecesor, Robert Hill, hablaban de una violencia fuera de control entre la derecha y la izquierda, pero no entraban en detalles sobre los desaparecidos.
En el Departamento de Estado, a su vez, campeaban dos criterios: el subsecretario de Asuntos Interamericanos, Terence Todman, embajador en la Argentina en el último tramo del gobierno de Raúl Alfonsín y en los comienzos del gobierno de Carlos Menem, prefería no escarbar en esos asuntos espinosos, o nadar en aguas profundas, con tal de preservar las relaciones bilaterales y, al mismo tiempo, no desatar nacionalismos vernáculos que podrían haber agravado aún más la situación; Patricia Derian, la subsecretaria de Derechos Humanos, prefería reunir información sobre los excesos y, como dictaban las leyes de los Estados Unidos, presionar con sanciones a los regímenes de entonces.
Las mujeres del pañuelo
La pelea estaba planteada en Washington. Al principio, Harris mandaba informes y Castro, nacido en 1916 en México, ciudadano norteamericano desde 1939, recibía felicitaciones. Eran los primeros tiempos de una convivencia que iba a tornarse difícil. Entre 1977 y 1979, Derian estuvo tres veces en Buenos Aires. Y, a puertas cerradas, eran frecuentes las discusiones de ella con el embajador, cada vez más afecto a la línea Todman de no meter las narices en el problema.
"El gobierno argentino era hostil con nosotros -dice Harris, frente a una taza de café en un bar de McLean, Virginia, cerca de Washington, en donde vive-. Me llamó la atención, apenas arribé al país, que un grupo de mujeres con pañuelos blancos en la cabeza hiciera rondas, todos los jueves, frente a la Casa de Gobierno. Era la prueba de que algo grave estaba ocurriendo. Cuando acepté el cargo, mi condición había sido que no hubiera restricciones para que la gente informara a la embajada acerca de las desapariciones. Me entrevisté con quienes sufrían atropellos, fueran víctimas o familiares, e iba a las concentraciones de las Madres de Plaza de Mayo."
Doble mérito: habla poco español.
Recogía los casos en fichas pequeñas de cartón con renglones. Que, mes tras mes, iban a multiplicarse como panes. Los familiares de los desaparecidos, una vez que corrió la voz, formaban filas frente a la embajada. Lo cual era una amenaza para un régimen que estaba convencido de que obraba en forma correcta, en contra del comunismo y de los soviéticos, y de que los argentinos, por esa razón, eran derechos y humanos. Un régimen que se ufanaba, asimismo, de haber extirpado el cáncer de la subversión. No sólo en el país, sino, por añadidura, en el hemisferio occidental.
"¿Por qué insistían los militares argentinos en la guerra contra sus propios ciudadanos sin reparar en las consecuencias para su país y para ellos mismos? -dice Harris-. Había una clara intención de exterminar gente. Los militares se enloquecieron. Creyeron que podían decidir sobre la vida y la muerte de miles de personas sin pensar en las repercusiones políticas e históricas. Era una locura."
Sus informes, primero aceptados de buen grado por sus pares de la embajada, iban directamente a Washington. Sin enmiendas ni tachas. "Sólo contaba los hechos", dice. Pero la junta militar encabezada por Jorge Rafael Videla chocó con el primer obstáculo: le negaron, en los Estados Unidos, un pedido de cascos para pilotos de la Marina.
Un reconocimiento tardío
Era el indicio de que la tarea de Harris, silenciosa, estaba surtiendo efecto, por más que, en el Departamento de Estado, Todman y Derian mantuvieran agrias disputas sobre el camino por seguir. Hubo después cortes de fondos previstos para el país en los programas de los Estados Unidos para la compra de material militar.
Castro, embajador político que había ocupado idéntico cargo en El Salvador (entre 1964 y 1968) y en Bolivia (entre 1968 y 1969), notaba que un oficial joven, de rango medio, estaba complicándole las cosas en su misión en la Argentina, en donde terminaría su carrera en 1980.
"Los cables dejaron de ser seguros -dice Harris-. Tuve que empezar a usar aerogramas, memorandos y cartas oficiales clasificadas. Uno de los informes, copiado para el embajador Castro, fue retirado de la bolsa diplomática. Me advirtieron que no iba a ser despachado porque contenía información que perjudicaría a un holding subsidiario de la Marina que dependía de un seguro para Astilleros Argentinos. Es decir, para los mismos que manejaban la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA)."
Harris volvió a Washington en agosto de 1979. Lo sancionaron. "Casi fui echado por insubordinación", dice con un dejo de amargura. Dos décadas después recibió la máxima distinción del Departamento de Estado. Su valentía en la Argentina, por la cual corrió peligro de muerte, estuvo a punto de costarle la carrera. Que comenzó en 1965 y durante la cual prestó servicios, también, en Washington y en las embajadas de los Estados Unidos en Venezuela, en Sudáfrica y en Australia.
A los 62 años, Harris es oficial de la American Foreign Service Association (AFSA), de Washington, de la cual ha sido presidente. "Si miro atrás, me doy cuenta de que, aun en esos años terribles, uno solo puede hacer la diferencia", dice. Pero admite de inmediato que nunca sintió tanto miedo como aquella noche, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires.
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