Nació en Xalapa (México) hace 46 años en una familia de electricistas y, tras ser ovacionado en el Teatro Colón, conversó con ¡HOLA! Argentina sobre su historia de superación y su presente de gloria
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El Puente de la Abundancia y la Prosperidad es uno de los dos puentes en altura que tiene la isla El Descanso, un paraíso de arte, recreación y gastronomía ubicado en el Delta del Tigre. Desde arriba del puente, el tenor mexicano Javier Camarena toma una foto con su celular de un gran macizo de salvias, del río Sarmiento y de la Glorieta del Reconocimiento, una estructura que forma parte del paseo. Abundancia, prosperidad y reconocimiento. Todo eso tiene Camarena. A los 46 años, está considerado el mejor cantante lírico de la actualidad. En 2021, International Opera Awards le dio el premio al mejor cantante masculino en su disciplina, y sumó, así, otro galardón a los que ya tiene. Requerido por los grandes teatros del mundo, Camarena es tenor ligero. “Así como en el boxeo no podés poner a pelear a Julio César Chávez con Mike Tyson, tampoco podés mezclar a los cantantes de ópera”, explica a ¡HOLA! Argentina, tras un almuerzo realizado en su honor en El Descanso.
“Las voces no son las mismas hoy, ni por técnicas ni por la anatomía del cantante. Nuestras cuerdas vocales son como las huellas dactilares”. Dice, entonces, que cada cantante tiene un sonido distinto. Cada tenor es distinto. Y basta con verlo para darse cuenta de que él también es distinto. Con jeans y una remera con la estampa de una calavera mexicana, se parece más a un rockero que a una estrella de la ópera. “Hemos crecido con esa idea del divo. Considerar hoy que los cantantes líricos hemos sido tallados a mano por los dioses es ridículo. No muchos saben quiénes somos: si a un grupo de jóvenes le preguntás quién es Jonas Kaufmann, no tienen idea; sí saben quién es Ariana Grande. Los cantantes de ópera, además, tampoco podemos dárnosla de superstars por el dinero: nunca ganaremos más que Justin Bieber”.
EN LAS GRANDES LIGAS
Fue un martes. O un jueves. Lo cierto fue que, cerca de sus 19 años y mientras estudiaba en la Facultad de Música de la Universidad Veracruzana, en Xalapa (México), Javier conoció la ópera. “Un profesor nos proyectó Turandot, de Puccini, en una función del Metropolitan Opera House (MET) y terminé llorando. Salí de la clase diciendo ‘Esto es lo que quiero hacer’. A partir de ahí me encaucé a la ópera”.
–Pero ¿era la ópera a lo que apuntabas desde el vamos?
–En realidad, quería estudiar piano. O guitarra. Quería ser músico para componer canciones para mi parroquia. En Xalapa, tenía una banda con la que hacíamos arreglos en reggae o cumbia para las misas. En 1995, me inscribí en canto porque la edad máxima para ingresar a la carrera de piano era de 12 y, para guitarra, de 17. En canto, la edad máxima era de 23. ¡No quería quedarme sin estudiar música! En un momento, pensé que todo había sido producto del azar; hoy creo que estaba destinado al canto.
–¿Qué dijeron tus padres cuando les dijiste que ibas a estudiar canto?
–Creo esperaban que yo fuera ingeniero en Mecánica Eléctrica. Vengo de una familia de electricistas: mi abuelo paterno trabajó en una termoeléctrica; mi otro abuelo participó en la instalación de la red eléctrica de Veracruz. Mi papá, que trabaja en una fábrica, empezó como electricista. Yo había hecho una secundaria técnica con especialización en electromecánica. Me anoté en ingeniería y traté por dos años. No hubo forma.
–¿Cómo fueron los comienzos?
–A diferencia de cómo era en la secundaria, en la universidad fui un alumno muy nerd [obtuvo la licenciatura en Música como cantante cum laude]. En 2004, me presenté al Concurso del Palacio de Bellas Artes. Tenía 27 años, fue mi debut y lo gané. Por ese entonces, ya tenía algún ingreso: trabajaba en Ensamble Rincón, una formación local en la que participaba Marisol Rincón, mi mujer [la conoció estudiando en la universidad], que es guitarrista. Con el trabajo de esa banda, pagábamos las mamaderas y pañales de Daniela, nuestra primera hija [hoy, de 18; tienen también a Braulio, de 12]. Yo, además, trabajaba en un cuarteto de cuerdas, tocando en misas, graduaciones, fiestas de 15. Cantaba desde Luis Miguel hasta Soda Stereo. Y también daba clases. Hubo días en los cuales no teníamos ni para comer. Cuando nos mudamos a Guanajuato, hasta trabajé en cybercafé. Por suerte, Marisol fue siempre muy organizada económicamente.
–¿Cuándo te diste cuenta de que estabas en las grandes ligas de la música?
–Ser cantante de ópera es como cualquier trabajo. Fui de a poco. Si bien empecé a cantar mucho en México, la verdad, al principio fue muy duro. Y, después, en 2006, vino la oportunidad de irme a Zúrich, Suiza. Y fui solo. Marisol, mi mujer, se quedó en México con nuestra hija Daniela, que tenía un año y medio. El tiempo que perdí alejado de mi familia y de mis hijos es lo que más me duele de mi carrera. En Suiza, sobrevivía: me daban una beca en francos suizos y me quedaba con lo indispensable para vivir (pagaba el alquiler, el teléfono y la seguridad social) y le mandaba lo demás a Marisol. Bajé mucho de peso en esa época. [Se ríe].
–Hoy tus bises ya son un clásico en el MET, de Nueva York, en el Teatro Real, de Madrid, y el Covent Garden, de Londres.
–En ese momento, me doy cuenta en primera persona del poder que tiene la música clásica para conmover el espíritu de la gente. Frente a la música de hoy, que es desechable, que dura pocos meses, las obras de Mozart, por ejemplo, que tienen más de 200 años, siguen emocionando.
–¿Qué aporte sentís puede hacerle un latinoamericano a la ópera?
–Puede darle saborrrrrr. [Se ríe]. Nosotros, los latinos, vivimos el amor diferente. En un arte tan peculiar como la ópera, en la cual podés interpretar a un campesino, un conde o un príncipe, mi aporte es cantar bien, ser honesto y transmitir un mensaje. Trato que mis personajes vivan a través de mí, que usen mi experiencia de vida para hablar del amor, la tristeza, la tragedia, la esperanza. Solo así, creo, que resultará algo único.
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