Elegante, generoso y divertido, fue el relacionista público número uno de Buenos Aires y Punta del Este
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Su nombre no aparece en Wikipedia. No hay entrada que cuente que nació en General Madariaga, provincia de Buenos Aires, y que fue el menor de cuatro hermanos varones. Nada dice que su nombre –una marca registrada– condensa el espíritu de una época: los festivos años que van desde fines de los 80 hasta los 2000. Después de abandonar la carrera de periodismo e intentar suerte como modelo, Javier Lúquez probó organizando fiestas en New York City, la famosa discoteca porteña. Lograba tanta convocatoria que las marcas empezaron a llamarlo.
“Que Javier organizara un evento –cualquiera– era sinónimo de éxito”, resume a ¡HOLA! Argentina Wally Diamante, su mano derecha durante años. Desfiles, inauguraciones de locales, muestras de arte, presentaciones de automóviles y lanzamientos de productos… todo era diferente, divertido y luminoso si tenía el sello de Lúquez. La arena, incluso, brillaba más. Fue el primero en musicalizar los atardeceres de las playas de Punta del Este y en convocar a celebrities internacionales y primeras marcas, como Guess o Fiat, a paradores como Bikini o a las playas de José Ignacio.
En Punta del Este, donde desembarcaba a mediados de diciembre y se iba a fines de febrero, fue el gran armador de las de las míticas fiestas de los Macri, de Francisco de Narváez y de Eduardo Costantini. Nada de eso dice Internet. Tampoco de la pasión que tenía por su trabajo y, menos aún, de su muerte, que sorprendió a muchos. Tenía 46 años y, organizado como era, se encargó de vender –a fines de 2002– el 50 por ciento de su querida compañía sabiendo que su salud se deterioraba. El 8 junio de 2003, más de trescientas personas –desde sus más estrechos colaboradores y amigos, pero también una multitud de artistas y empresarios– fueron al cementerio Jardín de Paz, en Pilar, para despedirse, antes de que sus restos fueran trasladados a General Madariaga.
LAS CLAVES DEL ÉXITO
La música sonaba fuerte en Space. En la mítica disco que marcó el latido de los veranos de Punta del Este, un Laurencio Adot de casi 20 años bailaba divertido acompañado por las modelos Carola del Bianco y Moira Gough. Laurencio recuerda: “Cuando bajé del parlante, estaba él. Impecable y sonriente. Y me preguntaba si podía anotar mi número de teléfono. Tenía el nombre y los teléfonos de todos. Era una especie de Truman Capote”. La libreta de contactos de Javier Lúquez –una de las claves de su éxito como relacionista público– empezó tomar forma algún tiempo después de un viaje a Europa. Era metódico y riguroso, como un periodista avezado, oficio con el que había soñado dedicarse no bien terminó el secundario, en General Madariaga.
“Era una persona informadísima y un buen conversador. Tenía relación divina con mamá: en Punta del Este, siempre iba a comer a su casa; se quedaban horas charlando. Era como de la familia”, cuenta Paula Doretti, la menor de las tres hijas mujeres que tuvo la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú. “En su oficina de Montevideo y Quintana, había cientos de blocks y de lapiceras… pero no bolígrafos: él usaba con pluma. Durante años, lo vi escribir de puño y letra cada tarjeta de invitación o carta de agradecimiento. Tenía una letra increíble: me confesó, una vez, que la había practicado mucho; según él, eso hacía la diferencia. Estaba atento a que todos los engranajes de las relaciones públicas anduvieran perfecto. ‘Tomá los datos, me decía”, cuenta Paula quien, desde 1993 y hasta 2003, antes de ser la representante en la Argentina de la edición para América latina de la revista Vogue, se sumó al team de Javier Lúquez que, para ese entonces, ya contaba con la ayuda de Wally.
Recuerda Wally: “Al igual que la oficina en la que trabajábamos, su casa, en Callao y Avenida del Libertador, parecía sacada de una revista de decoración: las armaba junto con la decoradora María Victoria de las Carreras y reflejaban su elegancia y meticulosidad”. Todas las semanas, una florista reponía las flores blancas –en general, calas– en sus floreros altísimos. Coleccionista de libros, arte y objetos de diseño, Javier siempre lucía impecable. Organizaba su vestidor por colores y su colección de zapatos era envidiable. Hermès y Kenzo eran su debilidad. “Nunca lo vi usando un jogging, pero de haber usado, habría sido el más elegante. Eso hizo que, para ir a la oficina, todos fuéramos vistiéndonos de otra manera, mejor”, recuerda Wally.
¿Cuáles fueron las otras claves de su éxito? Sofisticación y el talento para mezclar gente diversa –el establishment con el under– para organizar las fiestas y los eventos más trascendentes. Dice Paula: “No invitaba al azar. Y lugar al que iba, lo ponía de moda. Bastaba con que decidiera almorzar en Museo Renault para que todos hicieran lo mismo”. Y lo mejor, claro, fueron sus memorables fiestas de cumpleaños, en septiembre: se encargaba él mismo de todo, desde el diseño de las invitaciones de colores para más de cuatrocientas personas, hasta de pensar la música –que regalaba en CD– y la iluminación de su propia fiesta.
EL GRAN MAESTRO
En esos días de tristeza y desconcierto, después de la muerte del relacionista, Paula Doretti sintió la necesidad de viajar a General Madariaga. Pasó un rato largo en el cementerio donde está Javier desde 2003. La familia Lúquez –representada por sus hermanos José, Jorge y Quico– se encargaron de su tumba. Hoy ella evoca: “Y le hablé. Le conté que había conseguido trabajo en una revista de moda importantísima. Estoy segura de que se hubiera puesto feliz con la noticia. No recuerdo un jefe mejor qué él, tan estricto, tan generoso y tan humano a la vez. Fue mi maestro”.
Wally Diamante coincide: “Fue, definitivamente, mi maestro. Fue un gran amigo de sus amigos: solía estar siempre muy ocupado, sin embargo, no dudaba en dejar todo si alguien tenía un problema. ‘Vení: quiero charlar’, le dijo una vez Franco Macri, que era muy amigo de Javier; ¡y se tomó un avión a Río de Janeiro! Pero hacía eso por todos”. Laurencio cuenta: “Podías encontrarlo en las discos New York City y El Cielo, y también en el Teatro Colón. Y estar con Donatella Versace, Karl Lagerfeld, Sarah Ferguson, Mario Testino o con alguna primera dama nunca lo mareó. De hecho, te convocaba para presentártelos de manera generosa. Te hacía sentir que eras importante: ‘top’, como él decía. A él le debo gran parte de mi crecimiento. Toda una generación le debe mucho a Javier”, asegura Adot.
No hubo quien no le respondiera de manera sincera y leal, como él fue. “En sus últimos días, cuando su salud empeoró, estuvimos todos: los de la oficina y sus amigos, Teté Coustarot, Graciela Borges, Juan Cruz Bordeu, Patricia “Negra” Torres, Laura Orcoyen, Freddy Green, Carlos Entenza, Ginette Reynal, Martín Gontad, Teresa Zavalía, Lucía Uriburu, Sofía Neiman, Teresa Garbesi, Evelyn Scheidl, Marcela Tinayre… Ayudarnos y acompañarnos en las buenas y en las malas fue una lección que nos dio”, cuenta Wally. Mucho del espíritu de lo aprendido de esos años con Javier se respira en el Grupo Mass, una de las empresas de comunicación, marketing y relaciones públicas más importantes del país que Wally creó luego de la muerte de su mentor. Concluye Wally: “La exigencia y la meticulosidad, la discreción, el compromiso y la lealtad para con quienes uno trabaja se volvieron mi norte. Pero también ayudar. Javier siempre aprovechaba para ayudar: levantaba el teléfono y convocaba a Franco Macri o a Susana Giménez para que apoyaran diferentes causas benéficas e instituciones. En un mundo en el que todo parecía frivolidad, él nos mostró que la solidaridad era una premisa”.
Fotos: gentileza Grupo Mass/ Urko Suaya
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