En el siglo XVI, exploradores y coleccionistas buscaban objetos increíbles para atesorar y mostrar
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Mi madrina tenía unos enormes placares con puertas pintadas al estilo portugués, en los que solía guardar lo que para mí eran tesoros. Cajas con collares de corales y piedras de colores que a mis ojos eran como los cofres que encontraban los piratas, además de cajones con telas exóticas que traía de sus viajes y que yo imaginaba cubriendo los cuerpos de odaliscas o colgando de techos de palacios.
Coleccionista de chucherías como también era, podían ser finos retazos comprados en sederías europeas o baratijas de alguna feria de pueblo. Todo era bello, todo podía tocarse, todo podía abrirse y cerrarse, y como cada objeto venía con un cuento (verídico o no), era una aventura quedarme en su casa con licencia para revolver. Además, tenía un setter irlandés de pelo brilloso, Silvestre: el perro más inteligente que conocí en mi vida. Fue Silvestre el que reparó mi miedo infantil a los perros y me sanó. De esa casa siempre volvía con algún regalo. Cuando se quejaba de ya no poder acceder a costosos perfumes, mi madrina frotaba una flor de azahar o se prendía un ramito de madreselvas como acto de protesta y excentricidad.
En el siglo XVI, Europa exploraba el mundo. Imperios comerciales como el holandés o el veneciano empujaban a las aguas a exploradores y coleccionistas ricos que zarpaban en busca de los objetos más increíbles. Adelantos tecnológicos y un sistema bancario más desarrollado permitían el comercio de objetos que, ya en tierra firme, necesitaban un lugar para ser exhibidos, un wunderkammer.
A veces se trataba de cuartos enteros de maravillas; otras, de simples gabinetes de curiosidades en forma de un mueble. ¿La consigna? Todo lo exhibido debía ser lo más en su especie, ser hiperbólico: la estatua más pequeña del mundo, el cascarudo más brillante de Egipcio, el fósil más antiguo, una catedral entera escondida en una cáscara de nuez, la piedra del color más exquisito jamás visto, los más grandes dientes del tiburón más temible... Y por qué no, un cuerno de unicornio o una ampolla conteniendo sangre de dragón dando cuenta de ese estado intermedio y nebuloso entre la mitología, la ignorancia y algún conocimiento.
Las categorías eran cuatro: naturalia, que incluía productos de la naturaleza y criaturas raras y monstruosas; artificialia, para objetos creados por el hombre y antigüedades; exótica, como su nombre lo indica, para piezas exóticas de lugares lejanos; y scientifica, para aquellos objetos que diesen testimonio del dominio del hombre sobre la naturaleza a través de sus invenciones y su ingenio. Todo junto y en botica. Pero ya estaban allí las semillas de lo que luego serían los museos modernos, particularmente los de historia natural, con sus animales embalsamados, sus tyrannosaurus rex o el esqueleto de una ballena azul ocupando el ancho y la altura de una sala.
@_danielherrick_ Come with me on a visit to the cartography museum of the Palazzo Poggi in Bologna, Italy. @Ordnance Survey @kateamandaexplores #maps #mapreading #solotravel #travel #explore #outdoors #outdoorstogether #fyp #cartography #museum #diary
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El museo del Palazzo Poggi de Bolonia, por ejemplo, conserva el Teatro Natural de Ulisse Aldrovandi, un naturalista cuya colección sigue asombrando a los visitantes. Su obra de 13 volúmenes, la Storia Naturale, fue pensada para convertirse en la clasificación más completa de los tres reinos de la naturaleza, el mineral, el vegetal y el animal. Hoy, a un clic de distancia de todos los objetos del mundo en nuestras pantallas, tal vez fascine más su historia de los monstruos (Monstrorum historia), con las ilustraciones de criaturas que solo existieron en la imaginación y los miedos del hombre.
Los gabinetes de curiosidades y cuartos de maravillas pretendían aún en el caos encapsular todo lo increíble del mundo, catalogarlo y darle cierto orden. Detrás de cada objeto, una historia épica, real o inventada (eso nunca importó). Para mediados del siglo XVI, el holandés Hubert Goltzius contabilizó más de 960 colecciones de este tipo entre Italia, Alemania, Países Bajos, Austria, Suiza y Francia.
A mis 8 o 9 años mi madre me había regalado una pequeña estructura colgante de madera que imitaba el corte transversal de una casa con compartimentos de distintos tamaños en los que podían colocarse objetos. Ahí había dispuesto sin criterio alguno la miniatura de un juego de té, un trozo de piedra de mica que brillaba con la luz del sol, unos zuecos de cerámica de Delft, un caracol de mar, dos muñequitas quitapena, un pedazo de coral blanco que volvió de un viaje, un frasquito con corcho y tierras de distintos colores del norte argentino, una Biblia de latón en miniatura que podía abrirse y contenía un rosario, y un ratón Mickey, probablemente el más pequeño que haya hecho Disney jamás. Los objetos iban subiendo y bajando según mi interés del momento, ocupando un lugar central o periférico de exhibición.
Tal vez deberíamos armar un cuarto de maravillas para los recuerdos, un espacio en el que almacenarlos, pensarlos, catalogarlos y exhibirlos. Ya sé: existe el cerebro humano. No recuerdo qué más había ahí en “la casita”. Tampoco recuerdo si siempre existió un motivo para conservar cada objeto o si había una historia épica (real o inventada) detrás. Una vez más, eso nunca importó.
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