
Corral de Bustos evocó sus 100 años con el milagro del tren
Cuenta con una máquina y dos vagones para recorrer otras localidades
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CORRAL DE BUSTOS.- Era verano. Y era impiadoso. Desde las ventanas, desde los patios, desde las galerías, los hombres de alpargatas y sombreros negros luchaban cuerpo a cuerpo con el ejército de moscas que acosaba la piel.
El calor, al decir de la Mimi, era exclusivo. Tan exclusivo como esos caminos de nadie por los que nadie pasaba, allá, por la década del 20; tan exclusivo como el interminable horizonte de trigo, como las calles de tierra cuyo polvo se pegaba en las rigurosas mantillas y en las flores casi absurdas de un sombrero encargado a Gath & Chaves.
Porque la Mimi había llegado a Corral de Bustos con varias cajas de sombreros hechos a medida y, según relató más tarde a su nieta: "Todo estaba tan solo acá, Jana, que le dije a Manuelito: "No creo que aguante"".
Lástima. La Mimi, María Esther Duarte, murió hace cinco años y, aunque aguantó, no pudo asistir a la fiesta de los 100 años del pueblo en el que parió tres hijos, en el que desburró a los hijos de los colonos, casi todos italianos, a los que el castellano se les hacía difícil.
Y no sólo el idioma les fue esquivo. También el dinero, al principio; el tren, la educación, los libros, las rutas, algunas lluvias y pocas plagas.
Corral de Bustos. El portal de entrada al sudeste cordobés, según dice en el arco de entrada con reminiscencias medievales. Para llegar hasta allí hay que recorrer 340 kilómetros desde Córdoba, 450 desde Buenos Aires y 180 desde Rosario.
Pueblo orgulloso, de gringos -así llaman a los italianos- y de gallegos, vascos y turcos duros de tratar, pero que supieron arrancar a la tierra todo lo que la tierra de sus países les negó por el hambre, las guerras, las sequías y los odios. Y convirtieron esos campos en uno de los más ricos de la Argentina.
"Era un paraje, propiedad de don Luis Bustos -escribe el periodista Enrique Torres-, a la vera del Camino del Medio, y se registra en mapas y relevamientos topográficos de fines del siglo XVIII. En este paraje se inspira la denominación de la Estación Ferrocarril Central Argentino, inaugurada en 1902."
Pero poco a poco las familias más pudientes comenzaron a construir sus casas más cerca de la estación del ferrocarril por donde los granos llegaban al puerto. Hoy, aunque la agricultura es la principal actividad, el pueblo tiene 700 comercios, tres bancos, un casino, dos clubes, piletas olímpicas, canchas de fútbol, de tenis, de golf, un juzgado, un par de supermercados y una intensa actividad cultural.
Pero eso es ahora. Hubo un antes, cuando las familias "del campo" se acercaron a lo que hoy es el centro y se fueron instalando en casas bajas, vecinas a la avenida Santa Fe o a la Córdoba, las principales y paralelas. Y lo hacían casi como habían llegado de Italia: compraban juntos varios terrenos y allí nomás construían.
De esos y de otros barrios salen las anécdotas más irreales y graciosas que el tiempo ayuda a olvidar. Como la de aquel gringo que terminó agazapado detrás de un silo esperando que apareciera la cosechadora nueva que, como no había sabido manejar bien, le había arrancado una pierna. La esperó, sí señor, y la baleó con una carabina.
Una comida multitudinaria
Por esto, por miles de otras cosas, de ternuras y de caricias que el pueblo les dio, los habitantes esperaron el aniversario y lo festejaron con una comida para 3500 personas.
Pero todo comenzó antes. La municipalidad hizo el milagro de llevar nuevamente el tren al pueblo, una máquina con dos vagones, que hizo recorridos hacia localidades vecinas.
"Todos estaban emocionados -dice Lucrecia Tombetta, profesora de inglés, cuyo instituto de lenguas, Babel, se encargó de contactarse con los corralenses que están en el exterior-. Mi viejo fue en el auto, lo dejó donde siempre paraba cuando chico e hizo el mismo recorrido de cuando esperaba que saliera el tren", dijo.
En el antiguo mercado municipal ahora hay un museo con piezas de la industria, del campo, muebles, armas del siglo pasado, maquetas, coches y 350 fotos del siglo pasado.
Y la comida del reencuentro. O el juego de las lágrimas, donde se confundían los llegados especialmente, como Oscar Chichoni, un artista premiado en Italia, Gabrielle Listrani, que hace 40 años cantó al oído de las más bellas del pueblo, con los locales, como la Tía Inés, la misma que jura que el primer conjunto de música, cuyos integrantes eran italianos y tocaban el acordeón en una jardinera, se llamaba Johnnie y sus boys.
En otras mesas había otros músicos, tangueros y jazzistas y, ya sin cabellos largos y abandonando definitivamente la porfía de cantar en un inglés que no sabían, estaban viejos integrantes de otros dos legendarios conjuntos: Plataforma Número Uno y Os Panteiras Du Catre.
Anteanoche todo fue fiesta. Abrazos. Brillos. Cuentos y más besos. Sólo los que nos fuimos, perdón, los que se fueron, recuerdan una leyenda que marcó la infancia: aquella de la gitana que maldijo al pueblo por un mal amor de su hija.
No, esa maldición, triste y final, es material de otra crónica.
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