Crónicas BLACK: "Yo cené en La Bourgogne"
Una noche en el universo culinario elite del restaurante emblema del Alvear Palace Hotel
"Invitar a alguien a comer significa hacerse cargo de su felicidad durante el tiempo que permanezca bajo nuestro techo”. La frase, impresa en la carta de La Bourgogne de Buenos Aires como si fuera un anticipo de lo que vas a vivir, pertenece a Jean Anthelme Brillat-Savarin, el francés que escribió el primer tratado gastronómico del mundo.
Las frase es de Savarin, autor de Fisiología del gusto (1825), pero quien reedita el sentido, quien vuelve a encadenar la cocina al sentimiento de felicidad es Jean Paul Bondoux, el chef, el artista, el tifón embravecido de 68 años que estampó las papilas de su Francia natal en uno de los restaurantes más exquisitos y distinguidos de Buenos Aires.
Como una matrioska nobiliaria, La Bourgogne está dentro del ilustre Alvear Palace Hotel, en una de las esquinas más caras del barrio de Recoleta. La puerta queda sobre la calle Ayacucho.
Ni bien asomás al salón, te encontrás con un lujo sobrio, exclusivo: pisos de mármol de Carrara blanco con vetas grises, mesas con pies de bronce art déco moderno y sillas de un rojo endiablado, vibrante. Los manteles de frette, suerte de Rolls Royce de los géneros, son de formato corto y dejan al descubierto los pies. Y en el medio de todo, como quien quisiera dejar claro dónde lleva el corazón el proyecto, una cocina estilo casera con grill, rôtissoire y mesadas dentro de una pecera de vidrio donde los cocineros despliegan su magia a la vista de todos.
Recién son las ocho de la noche y todavía no hay mucha gente. Ya que podés elegir, optás por una de las mesas apoyadas sobre el vidrio porque pensás que es similar a haber sacado un ticket en primera fila para un espectáculo donde es importante no perder un detalle.
Del otro lado, un chef tan internacional como argentino –de Chascomús– corta, sala, condimenta, aviva el fuego, asa. Se llama Sergio González Crubellier y regresó hace tres meses al país para trabajar con Jean Paul luego de cinco años desparramando habilidades por el mundo.
El menú
Primero te sirven agua y croûte de pan crocante, muy finito, sin leudar, acompañado por una selección de mantecas: blanca, de salmón y aceite de oliva con romero. Mientras, mirás la carta. (Te dan una sin los precios “para mujeres, en señal de atención”). En la última página encontrás la novedad, lo que Jean Paul, como un antropólogo de los sabores vernáculos, bautizó “parrilla evolutiva”: el asado después del asado; la tradición argentina tamizada por la irreverencia virtuosa de un brujo francés. Lo primero que sugiere es la transformación de la achura; la metamorfosis de las entrañas, de lo rudimentario y salvaje a una delicada Cenicienta. Pensás que se trata de un proyecto ambicioso.
Mientras tomás el vino, que por sugerencia del mozo es un encumbrado cabernet nacional en una carta de 650 etiquetas, el salón de a poco se llena. Llegan parejas, turistas, comensales solitarios, llegan habitués.
Tu entrée consiste en mollejas de ternera montadas sobre endivias con manteca de cítricos; chorizos con papa, repollo y mostaza Dijon; morcillas con arándanos y salsa de malbec. Todo minucioso, todo límpido: ni un rastro de achura en las achuras. Identidad argentina con acento francés.
De pronto, como un rockstar, como un científico que deja un instante el laboratorio, como un ventarrón, Jean Paul irrumpe. Habla con los clientes, los saluda, los interpela. Es intenso, es breve, es expansivo. Marca presencia. Se va. Es, por sobre todas las cosas, un artista de deseos feroces y formas finas que maneja una docena de restaurants de primer nivel en distintas partes del mundo.
Dentro de la pecera, el quebracho prendido cocina y ahúma en tiempo real. Sobre el grill (para pupilas criollas, parrilla) se cocinan las carnes rojas mientras pollos, patos y faisanes a la manteca de hierbas y codornices rellenas con repollo, cebolla, almendras, apio, manteca, sal, pimienta y piñones giran en la rôtissoire. Los chefs ejecutan su rol. Usan tablas, avivan el fuego, riegan especias, salpican aceite. La cuisine de la cuisine frente a comensales como leones hambrientos ambicionando una presa.
El primer plato es una degustación de asado: tira, ojo de bife, filet y costilla de ternera acompañados por verduras asadas y salsa béarnaise, criolla y chimichurri a un lado. “La sangre es lo que le da el sabor”, advierte Sergio González Crubellier para refrenar ese impulso tan argentino de rechazar cualquier pigmento entre rojo y colorado tras la cocción de la carne. Entonces probás y te das cuenta de que nada de lo que comiste en la cena es nuevo pero todo tiene un sabor diferente. No siempre un primer beso se puede repetir.
“Tenemos una cosa que es una revolución, que cambia la forma de comer la carne”, escuchás que le dice Jean Paul a una clienta que lo mira encantada. Luego se aleja chequeando el devenir del salón, mirando de reojo los platos, las mesas, dando indicaciones que solo él y los que trabajan con él llegarán a entender.
De postre te ofrecen Martín Fierro –clásico vigilante–, crema catalana, isla flotante, tarta del día o un soufflé glacé. Cómo negarte, pensás. Pero finalmente optás por un granité de pomelo con lavanda. Refrescante, perfumado, con espíritu femenino.
Cuando empezás a pensar que es momento de levantarte e irte a tu casa, cuando tenés la convicción de que ya no podrías comer más, un mozo se acerca con un carrito de plata que esconde una verdadera bacanal: quesos, muchos, rebosantes, fecundos quesos de primerísimo nivel. Hay crottin y cabrambrie de cabra; hay pecorino y manchego de oveja; hay morbier, cheddar y camembert de vaca. Todos fragancia, todos textura, todos color. Éxtasis para terminar.
En la carta de La Bourgogne hay otra frase. Es de Curnonsky, un francés considerado el padre de la crítica y la crónica gastronómica moderna: “Para que la comida sea buena es necesario que los platos tengan el sabor de lo que son”. Recién entendés el sentido cuando te vas
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