Marcela Mendonça mide 1,53, tiene la cabeza con trenzas y casi treinta años, aunque parezca de quince. "No hay madre africana que no haya perdido un hijo", asegura con la certeza que le da su vida en Níger, adónde llegó como enfermera de Médicos sin Fronteras. Entonces cuenty: "Cuando se les muere un hijo, lo envuelven, lo levantan, lo abrazan… Y siguen adelante, con ayuda de otras madres. Tranquilas. Sabiendo que es lo que la vida propuso. Y, ¿sabés qué? Incluso sonríen al día siguiente".
Marcela -Kuki, para los dos hemisferios– está en el país de África del Norte desde el primero de febrero. "Queda muy cerca del desierto Subsahariano, en el medio de la nada. Estoy en el proyecto de Manaoua. Soy la única occidental. Nos comunicamos en francés. Y esta es mi cuarta misión", asegura sobre la tierra que dejará a mediados de julio. Y que le recuerda a los campos de estepa que conoció como enfermera en Santiago del Estero.
Se crió en el Bajo de San Isidro como la séptima de ocho hermanos. Su madre es profesora de francés y su padre trabaja en una administración de consorcios. "Siempre nos costó llegar a fin de mes. Mi barrio se inundaba. Y cada vez que sonaba la sirena teníamos que levantar los muebles. Pero no lo recuerdo como algo dramático. Al contrario, lo hacíamos jugando. Mamá siempre me enseño a ver lo positivo de lo negativo", relata Kuki, que se educó católica pero hoy, después de haber conocido tantas religiones, dice: "Creo en todo, pero no creo en nada".
–¿Cómo descubriste tu vocación?
–Crecimos con tres primos que tienen distrofia muscular de Duchenne, una enfermedad crónica y degenerativa. De chicos éramos como sus enfermeros. Ya murieron dos. Ellos me enseñaron lo que es la resiliencia. Terminé el colegio y tardé dos años en definirme por la Enfermería. Hice el CBC para kinesiología pero supe que quería estar en el día a día del paciente. Estudié la licenciatura en el Hospital Universitario Austral y me enamoré de la carrera. Por suerte la cuota es accesible porque está subvencionada. Además, siempre participé de acciones solidarias. Con un grupo de amigos armé un proyecto apolítico y no religioso en Santiago del Estero. Y también viajé a la India.
–¿Cómo llegaste a Médicos sin Fronteras?
–Por Candelaria Lanusse, una amiga de mi hermana que en el 2006 mandaba mails contando sus experiencias que después fueron un libro, Desde el corazón del mundo (Ediciones B). Fue mi mentora. Para entrar a MSF tenés que tener dos años de experiencia. Así que terminé la carrera, trabajé cinco años en el servicio de emergencias del Hospital y a mediados del 2016 me anoté. Ahí empecé a estudiar francés –a esa altura sabía solo los colores y los números– y arranqué un proceso largo de entrevistas para entender los alcances de la crisis humanitaria. Inglés ya sabía. En junio del 2017 me fui a Barcelona para que me preparen y me asignen alguien que sigue mi carrera y me asigna los proyectos. Volví a Buenos Aires. Se suponía que iba a pasar un mes hasta que me asignaran la primera misión. Pero me contactaron a los quince días.
ATERRIZAJE EN AFRICA
Invierno en Buenos Aires. Eran las siete de la mañana y Kuki caminaba llorando hacia la parada del colectivo. Su vida no andaba bien. Le rezaba al ángel de la guarda que representan sus primos, cuando vio una estrella fugaz –"la más grande de toda mi vida"–. Y entonces sonó el teléfono con ese mail que la mandaba a Angola. "Mi primera misión fue una emergencia de tres meses para trabajar con refugiados del Congo. Volví y me fui a Bangladesh –al lado de la India– por tres meses más. Fui a tratar la difteria entre los desplazados Rohingyas, una etnia diezmada que tuvo que escapar de Myanmar. Volví tres meses a Buenos Aires y me fui a Sierra Leona de noviembre a febrero. Y después me vine a Níger. Ahora que seguí estudiando y mejoré mi francés, tengo chances de más proyectos", repasa Kuki, que toca la guitarra, canta y baila desde siempre y está fascinada con la música africana.
–¿Cómo es tu día en Niger?
–¡Largo! Vivo en una casa con varios colegas. Desayuno a las seis de la mañana. Me cruzo al hospital para hacer la puesta en común de la guardia con los médicos. Después veo los pacientes más graves. No llego a ver a todos porque son 150 internados. Tenemos salas de malnutrición, neonatología y pediatría. Además, ahora hay epidemia de Sarampión con chicos aislados, pero también hay meningitis, tétanos y tuberculosis. Controlo salas y por turno tenemos 25 profesionales a cargo. Después de la ronda, me reúno con los supervisores. Todos los días hay un problema distinto: falta algún insumo, alguien que no sabe cómo hacer un procedimiento o hay que coordinar el traslado de algún un paciente. Pero además, capacito a enfermeros. Al mediodía corto para almorzar y vuelvo para seguir con las rondas y completar informes. A las seis voy a la oficina que es al lado de la casa, tengo más reuniones y termino a las siete. Entonces hago ejercicio físico para descargar.
En Níger no puedo salir a correr por cuestiones de seguridad. En Sierra Leona sí podía. Pero acá tenemos una cinta dentro de la casa; algo que es excepcional y tiene que ver con que este proyecto lleva ya 13 años. Después comemos lo que nos cocina un cocinero, con productos sanos y recién cosechados. Y lo hacemos todos juntos, cosa que me encanta porque vengo de una familia numerosa. Vivir con africanos es muy divertido. Son de Camerún, Rwanda, Congo, Mali y Burkina Faso. En Manaoua somos diez expatriados –yo la única de enfermería– y 200 de staff nacional.
¿Viviste situaciones de riesgo? Son zonas en conflicto permanente.
No, porque tomamos medidas preventivas. De hecho, antes de cada proyecto se analiza la zona con la gente de la comunidad. Además, nuestro carnet de seguridad tiene los principios de MSF: imparcialidad, neutralidad e independencia. Estamos para brindar asistencia médica y humanitaria. No para meternos en política, ni religión. Trabajar codo a codo con la comunidad nos ayuda a estar más seguros.
¿Cuáles son las enfermedades que matan más personas en Manaoua?
Tenemos mucha malaria y desnutrición. Además, heridas y quemaduras. Incluso infecciones y asfixia en el parto por nacimientos en las casas. Aquí, muchas veces, cuando un chico está enfermo, en lugar de venir al hospital van a al medico local que les da hierbas… Y por ahí para los adultos funciona, pero para los chicos no. Entonces llegan cuando ya no hay mucho para hacer.
Debe ser todo un desafío respetarlos y no avasallarlos con conocimiento occidental…
Totalmente. Es lo más difícil. En Sierra Leona recibimos un chico con una infección en la pierna que le comía el hueso. Había que amputarlo. Pero por cuestiones religiosas el padre no aceptó. Intentamos convencerlo de todas las maneras posibles. Pero no hubo caso. Lo cuidamos seis meses hasta que el padre se lo llevó a su casa. Murió… seguramente. Y lo más triste, de manera dolorosa. Y como ese, hay muchos casos.
¿Qué no sabías de África cuando llegaste?
Que la muerte era tan pero tan frecuente. En todos mis años de trabajo en Argentina no había vivido un décimo de las muertes que viví en dos días. Acá aprendés a trabajar con lo que tenés. A elegir las batallas. A salvar a los que podés... Entendés que se te mueren cien, pero salvaste mil. Aprendí además que no hay una sola manera de vivir. Esta es una experiencia cultural muy fuerte. Respeto nuevas maneras de trabajar, de comer, de respirar… ¡de todo! Descubrí mucho de mi misma: qué tolero y que no. Además, ahora es Ramadán, la cuaresma musulmana. Y acá la mayoría son musulmanes. Entonces, mientras puedan distinguir los colores, no toman ni comen nada. Nosotros no lo hacemos, pero parte del equipo sí. Y, por respeto, no tomás agua delante de ellos por más que hagan 45 grados.
¿Qué extrañás de Argentina?
Voy generando una especie de coraza y los sentimientos son de otra manera. Lo que más extraño es a mis sobrinos. Trato de hablar seguido con mi familia y amigos. Porque si te vas y no te conectás, significa que te estás escapando. Y no es la idea. Aquí tenemos cuatro horas más que en Buenos Aires, así que es fácil. Además extraño la lluvia… La sueño mucho. No llueve desde que llegué. Es época de sequía.
CUESTIÓN HUMANITARIA
Médicos sin Fronteras es una organización médico humanitaria que nació en 1971. Fue tras la unión de médicos y periodistas franceses, como consecuencia de la guerra de Biafra, en Nigeria. "Yo tengo un trabajo en MSF. Cobro un sueldo. No soy voluntaria. Llegué porque cumplo con los requisitos profesionales. Aunque sí es verdad que los sueldos no son los mejores y que vivimos muchas veces en condiciones que no son las más cómodas. Por ahí no podés dormir del calor o compartís tu habitación, por ejemplo. Por eso, para trabajar en MSF tenés que hacerlo por vocación, no buscando un buen sueldo. Y tenés que saber que no sos un héroe ni vas a salvar el mundo. Vas a encontrarte con más situaciones tristes que alegres. Pero estás haciendo algo a largo plazo… Y necesitamos donaciones", cuenta Kuki, que en Sierra Leona se hizo las trenzas que "me acercan a la comunidad porque para ellos es un orgullo que uses su estilo".
¿Cómo se solventa MSF?
Gracias a donaciones independientes. Todos pueden ayudar. Con lo que gastás en una cena podés pagar el tratamiento de un chico desnutrido. La premisa de MSF es que siempre sea plata limpia. Ni de políticos, ni de empresas u organizaciones que te condicionan. De hecho, MSF tenía una donación mensual muy importante de la la Unión Europea que rechazó después de que la organización impidiera que un barco humanitario fuera al rescate de muchos de los refugiados que estaban muriendo en el Mediterráneo. "No queremos su dinero sucio", les dijeron.
Te lo dirán algunos, ¿por qué te vas a hacer trabajo humanitario a África cuando en Argentina hay tantas necesidades?
Nuestros problemas, ¡y perdón que lo diga!, son un décimo de los de acá. Este es mi trabajo y me fascina. En la Argentina no existe un trabajo así. Si existiera, lo haría. Tal vez significa que no estamos tan mal… Conozco bien mi país. Estuve en villas y en el Norte. Lo que ves allá, multiplicalo por mil y estás acá.
¿Qué te hace feliz de la vida que llevás?
Ser parte de la resiliencia africana. Vivir como una herramienta para que salgan de crisis. Cuando termina el día y pienso todo lo que falta, pronto me acuerdo de las pequeñas sonrisas y los juegos con los pacientes de esa mañana. Estamos generando un cambio que no vamos a ver, pero que sirve para que algún día salgan adelante. Y claro que por momentos digo: "Es demasiado. No alcanza. No vale la pena". Pero cuando me agarra la desesperación, aprendo de ellos y sonrío.