
Tiene 16 años y calza un revólver calibre 32
Dos jóvenes cuentan por qué delinquen; dicen que quieren tener plata y que no pueden recuperarse
1 minuto de lectura'
Facundo tiene 16 años y un revólver 32 que usa cuando no está en algún instituto de menores. Es un individuo pálido y esmirriado, con el cuerpo de un niño: las dosis diarias de Rivotril mezclado con bebidas alcohólicas, vaho de pegamento caliente, cocaína y marihuana lo han reducido a ese tamaño.
Vive en el barrio San Pablo, en Don Torcuato. Un lugar sórdido, de casas bajas y fábricas, donde el miedo gravita en el aire. Ahora, Facundo está sentado en el cordón de la vereda, de espaldas a la casa de un amigo. Desde allí llega el ritmo de una cumbia villera.
Por la esquina, a unos treinta metros, pasa un patrullero. Despacio. Facundo lo mira con sus ojos verdes y líquidos. "Le voy a meter un tiro, al gil". Se refiere al policía que está en el asiento del acompañante del móvil.
Le quiere "meter un tiro" al policía porque varios amigos suyos cayeron en enfrentamientos.
"La otra noche estábamos en el Tropitango. Acá nomás, ¿viste? -señala con el mentón hacia la Panamericana-. No teníamos documento y me encara, el gil. Ahí sacó el fierro, corte que me iba a tirar, el gil. Yo no tenía bufo. Si no, le tiro. Así que corro. Y me apunta. Pensé: si subo al puente, me baja. Zafé, porque una piba lo arrebató, y crucé el puente corriendo".
Ahora Facundo se para y entra en la casa del amigo. Vuelve a los dos minutos. Detrás suyo aparece un muchacho tuerto, en silla de ruedas. Es el amigo. Así quedó, paralítico y sin un ojo, después de sendos tiroteos con uniformados.
La cumbia villera sigue flotando en el aire, igual que el miedo. Parece que sonara siempre la misma canción.
Dinero, no importa cómo
David, el amigo de Facundo, invita a LA NACION a su casa. Es un lugar pequeño y lóbrego y huele a humedad. Baja el volumen de un equipo de música. Pero sólo un poco.
"Mi viejo es un b... Trabaja todo el día y nunca hizo plata. No quiero eso para mí. Hay que tener plata", dice David. La cuestión es conseguir dinero, sin reparar en los métodos. David es ya mayor, tiene 21 años, pero se inició a los 14.
Algunos trucos le enseñó David a Facundo. Y ahora ambos recuerdan el día en que asaltaron un camión cargado de zapatillas. "Eran un montón, pero todas chicas. Así que las repartimos en el barrio. Estaban todos los pibitos re-caretas, con zapatillas New Balance", dice David.
Otras anécdotas son más graves: enlas que fluye la sangre. "El tipo está en el auto. Le apuntás con el caño. No querés disparar. Solamente querés la plata. No ves adentro del auto y el tipo se mueve y... pum, pum... le tirás. Porque no sabés si va a sacar un fierro. Le decís que se quede quieto y se mueve, el gil... Venir a hacerse matar así...". Facundo deja la frase en suspenso y mira a David. Lo mira como a una efigie. Y David habla desde su medio de locomoción como un profeta del hampa. Y de la derrota.
"Ahora no puedo hacer ninguna -dice David-. Me tirotié y quedé así. El ojo lo perdí a los 16. Ibamos a asaltar un camión que tenía grabadores o algo así. Le sacamos 4800 pesos. Cayó la cana. Le tiré. Me tiraron. Yo estaba re-empastillado. Me pegaron como tres tiros y me levanté y seguí disparando. Tenía el ojo colgando. Me metieron en un instituto y me escapé."
El equipo de música emite una voz que canta: Tomando esa sustancia yo me olvido (...) Ahora no tomo más, menos tampoco.
Y el relato de David cede lugar a una carcajada. Facundo también ríe. Y esa conjunta hilaridad dura unos minutos.
"Ahora vivo de lo que me dan los amigos. Porque nadie me va a dar trabajo a mí: un chorro, y encima paralítico y tuerto. Igual, si estuviera bien, tampoco laburo. Le digo a éste que es al p... Si no nos podemos rescatar. Además, estos ratis nos la quieren poner aunque no hagamos nada. Esos son peores que nosotros", dice David.
Y Facundo: "Esos andan con uniforme -da dos golpecitos con el índice y el anular de su mano derecha sobre su hombro izquierdo- y son delincuentes igual. Te matan como a un perro. Y si no, te afanan. La otra vez, habíamos ido a laburar el peaje. Nos agarró un rati y nos sacó todo: la guita, los fierros. Todo."
Facundo suelta una retahíla de acusaciones contra policías de la zona norte del conurbano: dice que no tocan a los tranzas (vendedores de droga) "porque están arreglados"; que la tarifa para salir en libertad de una comisaría es de 3000 pesos por un robo calificado y 1000 "por alguna gilada"; que si no hay arreglo, le respuesta es la tortura... o la muerte.
Y recuerda la muerte de su amigo José Ríos, que tenía 16 cuando lo mataron, el 11 de mayo de 2000. Están imputados por ese presunto homicidio el sargento primero Marcelo Puyó, del Comando de Patrullas de Tigre, y el sargento Hugo Alberto Cáceres, conocido como Hugo Beto, de la comisaría de Don Torcuato.
Pero no intenta convertir sus denuncias en una justificación para delinquir. Su fundamento es más simple. Lo aprendió de David: "No nos podemos rescatar".
Eso es lo último que dice. Allí, en ese barrio donde pululan traficantes, rateros, desarmadores de autos, policías de gatillo fácil, gente trabajadora; en esa habitación con las paredes descascaradas; en esos cerebros llenos de humo, polvo y pegamento; la derrota es sólida como el granito, y parece que no hay lugar para otro pensamiento.




