El doble filo del “preguntame lo que quieras”
Cuando en 1996 salió Trainspotting uno de sus memes más celebrados fue el monólogo de Renton (Ewan McGregor) que parodiaba a una publicidad anti-drogas de Gran Bretaña cuyo eslogan era “elige la vida”. Renton aludía a las ansiedades propias de la sociedad consumista occidental de los 90, casi en la misma vena que algunos años más tarde lo haría Fight Club (1999), ambas con la misma conclusión: Occidente transitaba su bancarrota espiritual.
En T2, la secuela estrenada en 2017, Renton renueva su monólogo: “elige Facebook, Twitter, Snapchat, Instagram, y otras mil formas de escupir tu bilis a personas que no conoces. Elige actualizar tu perfil, dile a alguien lo que has desayunado y confía en que a alguien, en alguna parte, le interese”, entre otros clichés de la vida digital. Si bien esta vez no logra ni por asomo la fuerza del original, recupera esa trillada sospecha de que vivimos en una era de narcisismo fomentado por nuestro uso de las redes sociales.
No podemos soltar el teléfono. Nos ponen “me gusta”, nos comentan y a todas luces parecería que al mundo le importa lo que hacemos. Somos el centro del espectáculo, siempre y cuando sigamos recibiendo likes, retuits o lo que sea que ahora nos haga liberar dopamina. Son experiencias diseñadas para ser adictivas, tanto que sus propios creadores las evitan. En otras palabras y tal como aprendimos con Scarface (1983): no se consume lo que se vende.
Me acuerdo que en el secundario, cuando muchos abrían sus primeras cuentas de correo electrónico, circulaban en cadena esas listas de 50 preguntas cuyas respuestas llenadas por alguien más debíamos borrar para escribir las nuestras. Era prácticamente imposible saber quién las leía y quién no, pero sólo llenarlas generaba esa sensación de que importaba lo que pudiéramos responder ahí.
Desde hace casi diez años que existe cierto tipo de redes sociales que gira alrededor de la dinámica de preguntas y respuestas. En ellas los usuarios preguntan usando su nombre o de manera anónima y si el otro decide contestar puede también compartir en Twitter, Facebook o Instagram el intercambio. Así se terminan cumpliendo muchos de los mayores deseos narcisistas: se da la sensación de que hay interés en nosotros o que tenemos cierta autoridad sobre lo que nos preguntan. Como mínimo, parecerían demuestran que a alguien le importa lo que podamos pensar sobre algún tema.
Formspring, fundada en 2009, fue una de las primeras plataformas en popularizar el formato. Apenas un año luego de su lanzamiento, Gawker la calificaba como “la cocaína sociopática del oversharing”: logró alcanzar su primer millón de usuarios en solo 45 días (mientras que a Instagram le tomaría dos meses y medio, a Facebook diez y a Twitter dos años). Su dinámica era más o menos la misma que luego tendrían todos sus sucesores, pero la clave del éxito estaba en que los intercambios podían compartirse en otras redes sociales, retroalimentando el ciclo.
La participación en estas plataformas es como una ruleta rusa para el ego: desde el anonimato o bien nos dirán cosas muy lindas o muy espantosas. En parte su atractivo está en la incertidumbre de qué nos va a tocar: quizá ahí sea donde alguien nos confiese su amor, o nos cuente que le gustó algo que escribimos o nuestro nuevo corte de pelo o la forma en que nos queda algo que nos pusimos. Pero también puede ser donde se rompa nuestro ego en pedacitos y terminemos cuestionando si lo que hacemos tiene sentido o, en casos extremos, si nuestra vida tiene valor. Porque, claro, en el internet confesional no hay medias tintas.
Si nadie nos pregunta puede ser incluso peor: la abstinencia se nos hace insoportable y se vuelve dolorosamente obvio el hecho de que, en efecto, no somos celebridades y que realmente a nadie le interesan nuestras respuestas. Como abunda en los testimonios de ex-usuarios, esto es lo que muchas veces empuja a abandonar estas plataformas.
Por eso es difícil dirimir entre la opinión de que estas plataformas son liberadoras o preocupantes. Es cierto que abren la posibilidad de que desde el anonimato nos halaguen o nos pregunten algo interesante de contestar, pero también son el equivalente a pararse al costado de la ruta con un cartel indicándole a los trolls para qué lado ir.
Con el énfasis puesto en la identidad real en Facebook y la tendencia hacia el “branding personal” en Twitter, donde incluso los trolls están tendiendo a abandonar el anonimato, es esperable que estos espacios anónimos florezcan. Luego del colapso de Formspring, vinculado con varios suicidios adolescentes supuestamente a raíz de comentarios abusivos anónimos en la plataforma, surgieron muchos clones. De ellos Ask.fm es probablemente el más popular, aún activo, pero el desfile también incluyó a Tumblr, Kiwi, Curious Cat, la argentina Voxed y Sarahah (aunque esta última no permite contestar). Todos ellos, sin excepción, tienen enormes dificultades para lidiar con los abusos.
Sin embargo, es importante no reducir la complejidad de estos casos de suicidio vinculados a agresiones anónimas en Internet al uso de una app. Si algo es obvio es que evitar la proliferación de estas plataformas es imposible, por lo que la solución debe venir por otro lado. Una posibilidad frecuentemente ignorada es educar respecto de la opción de no usarlas.
Roisin Kiberd llama a estas plataformas el “Internet confesional” y señala que destilan dos de los propósitos más puros de las redes sociales: el de recibir atención y el de invadir la privacidad de los demás. De fondo está la sensación usar estas plataformas es ridículo y egocéntrico. Quizá sea por eso que cuando me encuentro con llamados a enviar preguntas sea en contextos que lo justifican?—?y no el sincero deseo de sentirse importante?—?como podría ser una cena familiar o salida aburrida. Se replica la dinámica de los AMA o “ask me anything” (“preguntame lo que quieras”) popularizados en Reddit, salvo que en vez de famosos consagrados las preguntas son hacia meros mortales.
“A veces te hacen preguntas que nunca antes te hubieras hecho y eso te lleva a pensar en cosas nuevas” dice Mark Terebin, co-fundador de Ask.fm. Creo que fuera de los abusos apañados por el anonimato, esa es la principal virtud de los sitios de preguntas y respuestas. Después de todo enfrentarnos a un asunto tener que dar cuenta de lo que pensamos al respecto puede ser intelectualmente provocador.
Como defiende Adam Alter -autor de Irresistible (2017), un análisis de la adicción a la tecnología- lo que debemos tener en cuenta de las redes sociales no es tanto si son buenas o malas, si nos hacen felices o tristes, sino que nuestro uso de ellas es compulsivo e incluso adictivo. Esto no implica que debamos vaticinar ‘bancarrotas espirituales’ ni sobreestimar la posibilidad de irnos a vivir en una cabaña solitaria en el medio del bosque. En cambio, al enfrentar experiencias digitales es saludable tener presente lo endeble de nuestra autoestima y la forma en que las redes sociales están diseñadas para operar alrededor de la validación de los demás.
¿Deberíamos entonces abrirnos una cuenta para que nos hagan pregunta anónimas? Sólo si sabemos a qué podemos enfrentarnos y estamos dispuestos a dejar de jugar cuando haga falta. Ahora, por qué nos atrae tanto la idea de que extraños en internet quieran conocer nuestras opiniones, esa es una pregunta que vale la pena hacerse.