
Mucho ayuda el que no estorba
Uno de los mayores desafíos de ayudar por teléfono, por chat o por mail a alguien que se ha encontrado con un problema en su computadora o su tablet es que no ves su pantalla. Por eso existe el software de asistencia remota. Pero no los aburriré con tecnicismos. El software de asistencia remota está muy bien, pero alguien que necesita tu ayuda con la máquina probablemente no tenga muy claro cómo activarlo.
Sí, sí, no me lo digan, ya sé, es una pavada, pero para muchísimas personas estas tecnologías siguen siendo confusas. No es para menos. Menús que cambian de lugar; jerga distópica, cuando no delirante; atajos de teclado que activan funciones sin preguntar o que preguntan de forma amenazante; procedimientos que se alteran de un día para el otro y que, desde luego, son diferentes entre aplicaciones del mismo género, pero de fabricantes diferentes, y un extenso etcétera.
Tengo amigos que son excelentes plumas, grandes médicos, arquitectos notables, fotógrafos de los que van quedando pocos, escribanos intachables, incluso ingenieros fogueados que, frente al galimatías de las interfaces de usuario, lógicamente, se confunden.
Con los años –más bien, con las décadas– he aprendido varias lecciones acerca de cómo ayudar sin ver la pantalla. Estas son algunas.
Paciencia
Lo primero que tendemos a perder cuando asistimos a alguien por chat, mail o teléfono es la paciencia. Creemos, equivocadamente, que lo que es prístino para nosotros debe serlo para la persona a la que estamos asistiendo. Pero no. Si fuera así, estaríamos hablando de cualquier otra cosa, no de cómo hacer que el "cosito ese del Skype" vuelva a aparecer.
Y más: solemos creer que perdemos la paciencia por culpa de nuestro interlocutor. No. Perder la paciencia es responsabilidad nuestra. Si nos ponemos a ayudar a alguien con la expectativa de despachar, de sacarnos el problema de encima, de colgar rápido, entonces no queremos ayudar; sólo estamos respondiendo por compromiso. Para eso, mejor no ayudar. Como decía mi sabia bisabuela gallega, toda vez que le ofrecíamos una mano con sus quehaceres: "Mucho ayuda el que no estorba".
Además, nadie se siente feliz por tener que pedir ayuda con sus dispositivos digitales, así que el más leve síntoma de que nos están importunando hará que el otro se ponga nervioso, y a partir de ahí no entenderá nada más. Como suele ocurrir con todas las virtudes, la paciencia es beneficiosa para todas las partes. No importa cuánto tiempo lleve sacar a un amigo de un apuro digital, siempre tardaremos menos si somos pacientes. Y lo pasaremos mejor.
Voy para allá
Habrá ocasiones en las que no podremos resolver un problema por teléfono. Es el momento de decir "Voy para allá" o "Venite a casa con la notebook". Si queremos de verdad dar una mano, eventualmente necesitaremos tener acceso físico a la máquina. Lo que me lleva al siguiente punto.
Resolver, no investigar
Si nos llaman o nos escriben pidiendo ayuda, nuestra meta es resolver el problema, no investigar cómo nuestro interlocutor llegó a esa situación, por absurda que sea. Si le apareció la imagen de una torta de cumpleaños a pantalla completa, no intentemos averiguar si es culpa de un virus o si apretó F11 por error mientras miraba fotos de su computadora. Lo que tenemos que hacer es deshacernos de la dichosa torta de cumpleaños. Y esto, por varios motivos.
Primero, es fácil hacer que la otra persona se sienta culpable por lo que está pasando. "Pero, a ver, decime, ¿vos qué tocaste?", se le dice, en tono admonitorio. Una pregunta tonta, porque si nuestro interlocutor supiera qué tocó no estaría llamándonos por teléfono.
Segundo, esa persona acude a nosotros porque sabe que sabemos. No hace falta que le demostremos nuestras destrezas. Mucho menos que le demos sermones.
Tercero, nuestra prioridad es calmar el síntoma. Luego se verá cuál es el origen del síntoma, si acaso hace falta. Sé por experiencia que en 9 de cada 10 casos ni siquiera se presentará la ocasión de hacer un diagnóstico más profundo.
Veo, veo, ¿qué ves?
Hace poco, un querido amigo a quien conozco desde hace muchos años me llamó porque, súbitamente, el Word le estaba mostrando dos páginas, una al lado de la otra, y, para peor, no le tomaba el texto. Después de un par de intentos fallidos para salir de esa enojosa situación (como se verá enseguida, eso fue porque desobedecí uno de los mandamientos de la ayuda remota), me propuso pasar el texto a su notebook, lo que me pareció, por lo dicho antes, una buena idea. Resolver, no investigar.
Pero, como suele ocurrir, fue peor el remedio que la enfermedad. Transferir el texto de una máquina a la otra se probó bastante complicado, cortesía de Windows 7, de un lado, y Windows 8, del otro, con la colaboración del abigarrado Office 2007 y un navegador que hace siglos que no uso, el Internet Explorer. Una ensalada de interfaces que pondría en jaque al mejor pintado.
Al final, decidí regresar al obstáculo inicial. Es decir, restaurar la vista de Word apta para escribir. Lamentablemente, no tenía idea de en qué vista estábamos (casi no uso ese procesador de texto, para peor). Así que eché mano de otro truco: le pedí que describiera lo que veía en la pantalla, sector por sector, empezando por arriba. Enseguida me di cuenta de que habíamos estado todo el tiempo atrapados en la vista de lectura a pantalla completa, que había activado sin querer. Entonces le pedí que apretara una sola tecla, y el problema quedó resuelto. Lo que demuestra dos cosas: uno, cuán innecesario es saber cómo se originó el problema y, dos, la importancia de esa tecla que le pedí que apretara.
Escape
Observe la vista de lectura de Word 2007. Es una trampa para cualquier persona que no tenga tres posgrados en ciencias de la computación. Se ve una página (o dos, si hemos escrito más de una) y una mínima barra de controles en cuya esquina superior derecha dice, lacónicamente: "Cerrar". ¿Acaso vamos a cerrar un texto que estamos escribiendo? No, señor. (Para no confundir, debería decir, por ejemplo, "Cerrar vista de lectura".)
Pero no hace falta hacer clic en ese botón. Alcanza con apretar una vez la tecla Escape.
Escape, identificada como Esc, es una de las mejores amigas del usuario de computadoras personales. De hecho, aquella mañana debería haberle pedido que apretara esa tecla antes de probar ninguna otra cosa (más sobre esto enseguida). Nos hubiéramos ahorrado un montón de tiempo. Como reflexionó mi amigo ese día, todo el ejercicio había sido una suerte de metáfora de la vida. Teníamos la solución delante de las narices, a una tecla de distancia, y nos enredamos hasta casi perder la batalla. Ocurre en todos los órdenes de la vida, sin duda.
Escape termina cualquier proceso en curso y equivale a apretar el botón Cancelar. Es decir, también cierra cuadros de diálogo, incluida la vista de lectura y la previsualización de impresión, que no parecen cuadros de diálogo.
Simple
Otra cosa que he aprendido es que hay que probar las soluciones más obvias primero. No estamos viendo la pantalla. Nuestro interlocutor hace una descripción cargada de ansiedad y, además, se enfoca en lo que no anda, en lugar de producir un retrato fidedigno de la situación. Cualquier inconveniente se transforma en drama, y, por empatía, tendemos a creer que estamos ante un cuadro grave. Pero en la inmensa mayoría de los casos es algo fácil de arreglar. Por eso, siempre, hay que probar primero la solución más sencilla o la más obvia. Apretar Escape, en el ejemplo anterior.
Además, cuando hay computadoras involucradas siempre tendremos la oportunidad de complicarnos la existencia más adelante.
Este mandamiento no es nuevo. Recuerdo que mi padre, cuando daba soporte técnico a diarios del interior por vía telefónica, 35 años atrás, solía preguntar, antes que nada, si la máquina que no funcionaba estaba enchufada. Y no, muchas veces no lo estaba.
Inexplicable
La fenomenal complejidad de los dispositivos digitales se agazapa detrás de un diseño lindo y colorido. Debajo de esa simpática fachada hay miles de millones de componentes (literalmente) y decenas de millones de línea de código. Es decir, más tarde o más temprano nos daremos de bruces contra un problema que no podremos resolver. No, al menos, en tiempo y forma.
Hace poco un smartphone empezó a recalentar. Un proceso (el del diccionario del usuario) se había vuelto loco y devoraba el 40% del procesador. Todo el tiempo. Por obvias razones, la batería duraba un suspiro. Se avecinaba un viaje. Necesitaba que ese teléfono recuperara su autonomía. Busqué y probé media docena de soluciones, sin éxito. Podían ser 200 cosas, desde un bug (un error de programación) hasta una rara incompatibilidad entre alguna app y esa versión del sistema operativo.
No perdí más tiempo: lo restauré al estado de fábrica y, en su nueva encarnación, el telefonito –con las mismas apps, el mismo sistema operativo, hasta las mismas canciones– anduvo (y sigue andando hoy) a la perfección. Misterio.
¿Me das un millón de segundos?
Cuando alguien nos llama por teléfono es porque tiene un problema y porque, además, necesita resolverlo ahora. Está con una entrega, un cierre, algo urgente. De otro modo nos mandaría un mail. O un fax.
Por lo tanto, hay que enfocarse en arreglarlo ya. Sirve de bien poco tomarse un par de semanas. El desafío está en hacerlo ahora, en tiempo récord, y a ciegas, sin ver la pantalla. Si no aceptás que esas son las reglas de juego, este oficio de darle una mano a tus amigos y seres queridos no es para vos. Una pena, porque ayudar es siempre una oportunidad para aprender.







