Recuerdos del pasado imperecederos
Parte de mi rutina de vacaciones (¡sí, por fin!) es la de ordenar el inevitable caos de papel que se va acumulando en mi estudio durante el año. Estaba en eso cuando surgió en Facebook ( www.facebook.com ) uno de esos interesantes intercambios de opiniones entre personas que, a decir verdad, nunca nos hemos visto en persona. Bueno, debo decir que este detalle ya no es indispensable para que, Internet mediante, uno pueda compartir experiencias y visiones del mundo con otros seres humanos.
La charla, remota y en diferido, derivó hacia cuáles serían los diez libros que desempacaríamos en una casa, si no pudiéramos tenerlos todos a mano. Como los demás participantes, anoté algunos de mis autores y títulos favoritos, pero muy pronto me di cuenta de que la tarea era imposible. Por mucho que pensara, eran más de una decena. Casi seguro, más de cien. Pensé entonces en dispositivos como el Kindle, de Amazon ( www.amazon.com/dp/B000FI73MA ), o el Sony Reader ( www.learningcenter.sony.us/assets/itpd/reader/ ), pero aunque serían la solución perfecta para una situación como la planteada allí o para un viaje largo, me di cuenta de que no, de ninguna manera era de lo que estábamos hablando. Hablábamos de libros, no de gadgets.
No retornaré aquí a la defensa de la tecnología del libro, ya lo he hecho oportunamente. Me resultó también muy interesante que Sigfrido Quiroz, que había iniciado este brainstorming literario con un excelente texto sobre Borges, defendiera con ahínco la computadora como medio de escritura. Coincido plenamente con sus dichos y ya he descripto aquí la pesadilla de trabajar con la máquina de escribir, de modo que tampoco reiteraré las virtudes que la electrónica digital ofrece a los que viven de redactar, dibujar, llevar planillas de cálculo, editar sonido, video, música y cualquier otra cosa que pueda, grosso modo, ser denominada información.
Pero entre tanto ocurrió algo más. En mi intento de vencer la entropía que rige, con mano de hierro, mis estantes y bibliotecas, encontré el original de mi primera novela. Es una distopía futurista porteña con algún aderezo de thriller; cinematográfica, yo diría. La escribí a los 22 años para experimentar, por primera vez, ese viaje iniciático de redactar una novela. Pese al esfuerzo físico de tipear durante horas con una IBM Selectric en pleno verano, ese trabajo fue una verdadera dicha, y creo que una gran lección. Algunos amigos me alentaron a publicarla, pero decidí que eso podía esperar. Había sido un experimento. Sentía que todavía tenía mucho por aprender, sabía que a uno los amigos siempre lo alientan, y la archivé. Lo que me lleva al siguiente paso en esta columna: durante 26 años las 300 páginas del original han descansado en un estante, y parecen haber sido escritas antes de ayer.
Pasarlas ahora a una computadora llevaría un par de días de scanner y OCR, pero es tan factible como sencillo. Me pregunté entonces qué pasaría en el caso contrario, si esas páginas estuvieran guardadas en un medio digital. Lo que me lleva a otro hecho de estos días.
Nos llegó a la Redacción, unos días antes de fin de año, un informe de prensa que incluía, entre otras cosas y a modo de souvenir de tiempos pretéritos, uno de esos viejos diskettes de 5,25 pulgadas, que eran precisamente los que se usaban hacia 1982, cuando escribí ese libro. ¡Las PC de ahora ni siquiera tienen lectoras de diskettes de 3,5 pulgadas!
Ningún problema, en casa hay un par de disketteras de 5,25 pulgadas en buena forma. O supuestamente en buena forma. Todo sería cuestión de conectar una a la computadora y extraer el documento del manuscrito. Esto, siempre y cuando los floppies hubiera sido capaces de sobrellevar un cuarto de siglo sin perder sus datos. He visto cosas así, pero no apostaría. Además, el papel seguirá en buenas condiciones dentro de otros 25 años. ¿Quién apuesta por el diskette? Yo apuesto en que aún habiendo escrito ese libro en una PC de 1982, habría hecho una copia en papel. Me conozco.
Pero hay más. Tendemos a olvidar el texto plano, esos archivos que terminan en .txt , y guardamos todo en el formato del procesador de texto. Puede que podamos recuperar el texto (planilla, o lo que fuera) con las aplicaciones de un cuarto de siglo después. Puede que no. Puede que sólo lo hagamos parcialmente. Y mejor no haberles puesto contraseña, porque las cosas ahí se pueden poner muy feas. Al final lo conseguiremos, siempre hay una solución. ¡Pero cuánto esfuerzo!
Ya he planteado en varias ocasiones por qué el papel sigue vigente. Primero, claro, porque todavía no tenemos un reemplazo decente. Segundo, porque no puede conectarse a una red, de modo que confiamos en que lo que está allí impreso no va a cambiar luego de la intervención, por ejemplo, de un pirata informático.
Pero esta tarde, mientras ordenaba capas arqueológicas de papeles, descubrí otra virtud de esta antigua tecnología: el papel no requiere mantenimiento. Sólo es menester mantenerlo lejos del fuego y del agua, lo que por otra parte no es demasiado difícil: ambos son igualmente peligrosos para las personas. A salvo de sus dos enemigos seculares, permanece.
Es muy probable que la permanencia nos atraiga porque estamos de paso; pero además se trata de un activo sólido en el mundo real. Nada se funda sobre documentos volátiles. ¡Basta preguntárselo al responsable de sistemas de cualquier empresa, cuyos backups deben ser inquebrantables!
Para mantener en tan buenas condiciones esa novela durante un cuarto de siglo de incansable avance técnico, debería haber ido haciendo copias de la obra en diversos substratos (diskettes, CD, DVD, pendrives, discos duros, cintas), y conservarla siempre en un formato compatible; tan compatible que sólo guarda el contenido, sin tipografías, márgenes ni notas al pie. Quizás tendría sentido usar el formato de texto enriquecido ( .rtf ), ¿pero durante cuánto tiempo seguirá siendo interpretado por las nuevas generaciones de software?
Soy de la idea de que la tecnología moderna tiene una solución para cada problema; mi nostalgia por máquinas y métodos analógicos es nula. Prefiero el CD al vinilo y la pantalla a la máquina de escribir. No es nostalgia la que me lleva a valorar profundamente el papel. Es simplemente perspectiva: algunos de sus valores fundamentales todavía no han sido superados.
La información más valiosa no es ya la que podemos conseguir afuera, si acaso alguna vez lo fue, sino la que nosotros mismos producimos. Nuestros textos, las fotos y películas familiares, los primeros dibujos de un hijo o una desprolija pero cálida grabación de un ensayo con amigos músicos. Si eso se pierde, no vuelve más. No se vende en ninguna casa del ramo. No son simples documentos, sino nuestro tiempo de vida capturado en papel, acetato o bits. Y los bits son por ahora los más frágiles, quizá debido a su juventud. Les tengo fe, sin embargo; es cuestión de que en lugar de seguir firmando el acta de defunción del papel cada seis meses, aprendamos sus lecciones.
El año pasado, en mis vacaciones, me reencontré con cientos de negativos de mi época de fotógrafo aficionado. Estaban impecables. La tecnología digital me permitió rescatar algunos que habían sido maltratados por las mudanzas y el olvido.
Esta vez le toca a la noble y serena hoja de papel. No pide nada. Se queda ahí y espera. No demanda. Sabe aguardar su momento para florecer en nuestra conciencia, siempre compatible, sin problemas, sin conflictos, sin vueltas. Es estable y resistente como ninguna de las tecnologías que hemos desarrollado después. Esa es la lección. Tal vez el tiempo (es decir, más perspectiva) termine por convencerme de que las ventajas de la informática tienen por costo la volatilidad. O una constante tutela, como esas plantas bellas pero delicadas.
Espero que no sea así, porque ya no es posible, como antes, tener una copia impresa de todo. Gracias a la tecnología podemos producir más y a costos muy bajos; no tenemos rollos de escasas 36 fotos, sino memorias electrónicas para tomar 2500 fotos sin preocuparnos. Eso es fantástico. El disco duro de una PC almacena tanta cantidad de texto como para hacer una montaña de papel de la altura del Aconcagua.
Por eso, todavía tengo fe en que un descubrimiento mañana o dentro de veinte años nos permita archivar sin ansiedad un pequeño cubo de cristal (o cualquier otro material digno de confianza) con los bits que atesoramos. Sereno, paciente y a prueba de todo.
Salvo quizás del fuego.