Bien al sur de Bahía, a unos 35 km de Trancoso, esta pequeña aldea de pescadores se convirtió en un bastión de los que luchan por la preservación. Las calles son de arena, no hay puente ni camino vehicular que la conecte con Nova Caraíva –del otro lado del río–, y sin bien la energía eléctrica llegó en 2007, los locales siguen eligiendo la luz de la luna y las estrellas.
"Inútil como auto en Caraíva". Aplica tanto para los tacos altos como para la bicicleta y muchas veces, hasta la notebook. El wifi disponible es inversamente proporcional a la cantidad de arena de las calles y los kilómetros de litoral salvaje. Aquí, a diferencia de la vecina Trancoso, no llegaron los beach lounge. Nada de gazebos, sofás y DJs en la playa. Las barracas son como a los argentinos nos gusta imaginarlas: un mulato con camiseta verde-amarela, sonrisa franca, muy bien dispuesto, que por pocos reales lo deja a uno quedarse todo el día bajo el pareo que tiene atado a cuatro cañas, con derecho a esteira (esterilla) y silla. Si consume un peixe frito, unas batatinhas y/o unas cuantas cervezas, la carpa bahiana es gratis. Caraíva juega en una liga distinta que Trancoso (y ni que hablar de Arraial D' Ajuda y Porto Seguro). Por lo pronto, un dato: apenas arrima a los 700 habitantes estables. En verano esa cifra se multiplica, pero manteniendo el factor común. La gente que llega, lo hace porque comulga con su onda descolada, poco afecta al consumo y las modas.
Es como el fenómeno que se dio hace algunos años ya de Cabo Polonio versus La Pedrera en la costa de Rocha, Uruguay. Están ahí nomás una de otra, pero el aspecto hippie y despreocupado de unos atentaba contra el look producido de la otra. ¿Por qué? A primera vista, lo más fácil es atribuirlo a su histórico aislamiento, los 35 km de carretera ruim, que obligan a una hora larga de viaje, o los ancestros Patajós, la etnia indígena que desde 1962 tiene aquí un Parque Nacional, el Monte Pascoal. Creado para salvaguardar ese monte, cuya silueta fue lo primero que Cabral divisó de Brasil al llegar desde Portugal en el año 1500 (y de paso el ecosistema de transición entre el litoral y la selva pluvial del interior), Caraíva es el límite norte de esta área protegida de 22.500 hectáreas. Hay, también, una barrera natural insoslayable, el río Caraíva. El pueblo se ubica exactamente en la desembocadura, en la unión del cauce con el mar. Y así vive, signado por la marea.
Separado de Nova Caraíva (que hace las veces de centro de abastecimiento y gigantesco parking) por su ancho cauce, del lado de Caraíva no hay muelle, ni embarcadero. Hay que sacarse las ojotas, bajar en el agua y echarse a andar. Si está con maletas o bolsas de supermercado, lo usual es montarse en una de las carretas charretes que esperan en el improvisado puerto. Buscar hospedaje sin reserva no es del todo sencillo, y menos en temporada alta. Como no hay autos, la movilidad es exclusivamente a pie o en estas carretas, y encarar la faena con el equipaje a cuestas por calles de arena puede hacerse literalmente pesado. En materia de alojamiento, la diferencia con Trancoso también es abismal. Las posadas son modestas y pequeñas, y con alguna excepción las casas de alquiler (una modalidad bastante utilizada) no pasarían el casting de una productora de revista de decoración. Hay algunas excepciones, claro.
Entre las posadas, apunten Vila do Mar como la única con piscina y deck con vista a la playa. A partir de fin de 2012, habrá que tener en cuenta Le Paxa, dos coquetos bungalows del francés Daniel Bangalter, que llegó para quedarse hace nueve años, y creó la ONG Caraivaviva para dar más oportunidades a los jóvenes. Coherente con la onda del lugar, la noche de Caraíva se vive al ritmo del forró en casas como Ouriço y el Bar do Pelé. Antes, la gente se encuentra en los bares Lagoa o do Porto a escuchar MPB (Música Popular Brasileira) o jugar al billar en Pachá. Cuando hay luna, el luau, la fiesta que le rinde culto en la playa, es una cita tácita a la que asiste todo o mundo.
Si las playas brasileñas en general invitan a caminar, las de este litoral, desiertas y bien pobladas de palmeras, son un convite indeclinable.Las más bellas, la de Satu y Juacema, pueden alcanzarse únicamente a pie o en barco, por lo que es fundamental tener en cuenta el horario de las mareas. Para ir embarcado, pónganse en contacto con Pará en el Boteco do Pará o con alguno de los guías de la asociación de nativos de Caraíva (ANAC), con sede muy cerca de la iglesia del pueblo. Si prefiere caminar, lo mejor es cruzar el río "a pata" o nadando (con marea baja, pues con la alta la correntada es muy intensa). Satu está a una hora de distancia. El esfuerzo se recompensa no sólo con un deslumbrante paisaje de palmeras y laguna de agua dulce, sino con un alto en la famosa Barraca do Satu, que vive aquí hace más de 30 años. Juacema está a media hora más. No olviden el snorkel pues hay piscinas naturales y olas mansas. Más ambicioso, el trekking playero por excelencia es lanzarse a la aventura de llegar a la cotizada Praia do Espelho. Esta sí tiene acceso por vehículo, pero hacerlo a pie suele ser el desafío de la temporada. En el camino, se cruza la playa de Toque-Toque, donde, si tienen suerte, pueden encontrar tortugas cabeçudas (es fácil detectarlas nadando, subiendo a respirar y sumergiéndose desde lo alto de los acantilados). Hay que trepar esas falésias por senderos de arena, encontrar otra laguna y seguir andando hasta dar con la bajada y avanzar 2 km más para llegar a Espelho. En total, son más de 10 km, por lo que hará bien, si no quiere hacerlo de ida y de vuelta, en montar un plan para que lo lleven o lo traigan los "barqueros", considerando siempre el horario de las mareas.
En buggy por las dunas o en barco se hace otra emblemática excursión: la de Ponta do Corumbau. Son 12 km de recorrido sobre arena suelta a lo largo de la playa, o, si la marea sube, por un camino paralelo que corre un poco más adentro. En el trayecto, el buggy puede parar en una aldea patajó para conocer de cerca su artesanato. Antes de llegar a la aldea, hay que cruzar el río Corumbau en canoa. Los guías suelen esperar a sus pasajeros todo el día, dejándolos que aprovechen y conozcan esa otra playa, también aislada, pero con servicios de mayor categoría. Posadas sofisticadas como la Fazenda São Francisco do Corumbau o la Vila Naiá son ejemplos de lujos de los que Caraíva está exenta. Desde Ponta do Corumbau, si se sigue por la Barra do Cahy con acceso en muy malas condiciones se llega a Cumuruxatiba, llamado cariñosamente "Cumuru". Este perdido pueblito de playa, al que arriban las ballenas jubartes entre julio y noviembre, está a 33 km de Prado. Es el extremo sur de Bahía. De allí a Caravelas faltan pocos kilómetros. Caravelas es el lugar desde donde se visita el magnífico Parque Nacional Marino de Abrolhos: un súmmum del snorkeling, que viene ganando fama internacional sólo a fuerza de la calidad de lo que puede verse bajo el agua. Resígnense. Está lejos de Caraíva. Los accesos son malos y es imposible cubrir esas distancias por la playa en un solo día. Vuelvan a la bóia. Déjense llevar. Caraíva es un viaje sin auto, sin zapatos, sin prisa.