Alta Fidelidad. Andy Warhol y el ritual de la banana
En noviembre de 1967 el diario La Razón publicaba en su edición vespertina una noticia cuyo título, leído medio siglo después, araña el absurdo: "Reveló un estudio que la cáscara de banana no tiene propiedades tóxicas, y que los que la fuman para alucinarse solo se sugestionan". En el auge de la era psicodélica una leyenda urbana sostenía entre los hipsters que, puesta al sol para secarse, la cáscara de la banana podía fumarse y provocar efectos similares a los de las drogas lisérgicas. Ese mismo año, el folk singer Donovan popularizaba una canción llamada "Mellow Yellow" (una expresión que denota un estado de profunda calma) en cuyos versos ponía en evidencia el rumor sobre las propiedades alucinógenas de la fruta tropical. Decía: "La banana eléctrica va a ser una sensación repentina, la banana eléctrica está destinada a ser el próximo paso". El fin de semana pasado el artista italiano Maurizo Cattelan y la feria Art Basel Miami consagraron a una banana cualquiera (unplugged) como "una sensación repentina" y "el próximo paso" en la cadena de escándalos de un artista que, por cierto, merecerá ser recordado por obras más cáusticas (el inodoro de 18 kilates en el baño del Guggenheim, por ejemplo) que este chiste de 125 mil dólares que, sin embargo, puso en evidencia dos cosas: la arbitrariedad con la que el dinero circula en el mercado y un dadaísmo refritado que de tan celebrado ya bordea el clasicismo que las vanguardias se habían propuesto fulminar. El costo de la obra habrá resultado ínfimo y la ganancia extrema. Otra vez hubo que fumarse, vía la banana de Cattelan, el agotador debate sobre lo que es y no una obra de arte.
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Como bien explicó el filósofo Arthur Danto, el linde entre los objetos que son arte y aquellos que no, se cruzó definitivamente en la galería Stable de New York en 1964 cuando Andy Warhol exhibió una serie de cajas Brillo (un jabón para lavar la ropa) hechas a imagen y semejanza de las que podían comprarse en las góndolas de cualquier supermercado. En el documental La caja Brillo (2016), Lisanne Skyler cuenta la historia de su familia que adquirió una Brillo Box y se desprendió del objeto por mil dólares en 1970 para invertir en una obra de Peter Young, un prometedor (diríase hoy) artista emergente que cayó en el olvido total mientras que otra de las Brillo Box de Warhol terminaba subastada en Christie’s en tres millones de dólares.
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La "banana eléctrica" sobre la que Donovan cantaba alabanzas desmentidas por la ciencia (La Razón citaba "un estudio concluido de los doctores Burton, Angrist, Schwitzwer, Friedhog y Gherson") se cristalizó en ese mismo 1967 en el arte de tapa del disco The Velvet Underground & Nico. Bajo la órbita de Andy Warhol, la banda de New York y la chanteuse y modelo alemana hicieron que el rock & roll, la música de vanguardia y el pop art concurrieran en un mismo objeto sonoro que el artista de apariencia albina y sangre checa simbolizó con una banana pintada en su estilo ya entonces consagrado. En la primera edición del álbum la banana había sido puesta sobre la tapa como un calco que al despegarlo (una leyenda decía "pelala despacio y verás") dejaba ver el fruto sin cáscara pero con el color rosado de un pene. La compañía MGM invirtió acaso demasiado en el complejo arte de tapa confiando en que la firma "Andy Warhol" al pie de la banana aseguraría el éxito. Pero el disco donde se escuchó cantar por primera vez a Lou Reed no pasó de un secreto a voces y vendió apenas treinta mil unidades en cinco años aunque el futuro le reservaría al "disco de la banana" un status de culto. Con letras que abundaban en descripciones descarnadas sobre las drogas, al efecto fálico se le adosaba, otra vez, la leyenda urbana de la banana eléctrica. Cosa que La Razón desmentiría meses después de la salida del disco: "Cuando la bohemia neoyorquina comenzó a fumar este año los llamados cigarrillos de banana, se dijo que la cáscara de esa fruta contenía un alucinógeno similar al ácido lisérgico (…) Se demostró que no contiene ninguna sustancia química tóxica y sus presuntos efectos alucinógenos constituyen nada más que una ‘suposición psicológica’ de los fumadores".
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"El ritual de la banana" fue el disco pop más vendido en la Argentina en 1988 con 180 mil copias propulsadas por el hit bailable que le daba nombre al álbum: un reggae ligero cantado en un inglés bizarro por Bahiano, voz e imagen del grupo. Los Pericos se habían formado en 1986 en el último estertor de la primavera alfonsinista más o menos para la misma época que, en Buenos Aires, "el disco de la banana" de The Velvet Underground circulaba de mano en mano y se copiaba en casetes TDK como un gesto retro-garde (la idea del crítico Simon Reynols de utilizar el pasado como símbolo de distinción) entre hipsters pero de los 80. Rara coincidencia con el plátano (¿platánica?) como protagonista. La música odiosa de The Velvet Undergound había resultado tan infumable para el gusto pop de los 60 como la masividad festiva de Los Pericos para el núcleo duro del under de Buenos Aires. La Razón tenía razón: la banana no se fuma, se come. Como lo demostró en Art Basel un tal David Datuna que se comió "Comediante", la obra, la banana de Cattelan. Qué hambre.