Alta Fidelidad. Sandro y el Durán Barba de la patria "teen"
El autor es anónimo, la modelo también. Sabemos que la imagen se publicó en el número 616 de la revista Canal TV que estuvo en los kioscos de Buenos Aires el 27 de abril de 1970. En el dorso la foto conserva el epígrafe: "Fanática de Sandro radicada en USA, a pura lágrima tendida durante todo el recital". La chica que repta, literalmente, entre la platea y el escenario imaginario está en Nueva York, en el Madison Square Garden y asiste a la entronización de Sandro de (Norte) América, el del fuego inolvidable, Elvis gitano criollo de Valentín Alsina. Al temblor lascivo del performer no lo vemos sino transmutado por contagio en ese rostro suplicante, penitente, que sostiene con ambas manos, entre los dedos arqueados hasta la contorsión, un banderín del ídolo. Es una imagen notoria del extasis pop made in Argentina que deberíamos llamar así: "Monumento a la fan anónima: la nena de las nenas".
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La fotografía viene del archivo de editorial Atlántida y fue rescatada para ser exhibida en la próxima edición, la número 15, de la feria Buenos Aires Photo. El ahora llamado "Monumento a la fan anónima…" forma parte de una serie de retratos escogidos de lo que se conoce como "Nueva Ola" y que comprende la explosión del mercado discográfico en Argentina a partir de la eclosión de fenómenos adolescentes como el heterogéneo grupo de cantantes conocido como Club del Clan y la aparición de Sandro y, luego, Leonardo Favio. La sección en la que se verán fotos de estos ídolos teen se llama "Fine Arts Music Show" y el año pasado había estado consagrada a una fotógrafa neoyorquina con retratos vintage de Ramones y la escena punk de Manhattan. La fotografía de rock viene ganando lugar en el mercado y el calendario expositivo del arte desde hace varios años pero hasta aquí fenómenos como el Club del Clan, defenestrado en partes iguales por la vieja guardia del tango y la cultura rock, eran residuales, de estricto consumo irónico. Esas imágenes de cantantes e ídolos construídos en base a una audaz plataforma de marketing, cuyas canciones construían una imagen de lo joven que no entraba en conflicto con la normativa social, simplemente no formaban parte del repertorio "fine arts": eran artísticamente incorrectas. Pero ahora están, entraron. Palito, el hirsuto autodidacta tucumano, el temprano Rául Lavié, la todo candor Jolly Land, el proto rocker Johnny Tedesco y su absurda colección de sweaters. Algunos de los que juntó, a principios de los 60, con el twist como novedad saliente, un productor de la RCA que venía de Ecuador y se llamaba Ricardo Mejía.
En sus memorias editadas por Planeta en 2018, Chico Novarro, el compositor estrella del Clan, recuerda que Mejía le dijo que buscaba jóvenes que hicieran música para jóvenes. En poco tiempo había armado una sinergia de alto rendimiento entre la tele, los discos y los shows en vivo en los bailes. El Clan era una fiebre y Mejía la controlaba desde su escritorio como un hechicero. Sin dudas, el ecuatoriano más influyente en la cultura popular argentina, un Durán Barba para las hormonas de la patria teen.
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Recorro con mamá el barrio de su infancia y adolescencia a bordo de un taxi. No sé si esas cuadras deben llamarse Once o Balvanera Sur. Palabras más palabras menos, mamá describe los cambios en la zona con una descripción que traducida a la lengua popular de hoy se diría como "detonado". Sin embargo algunas cosas permanecen. Una curiosa casa de estilo inglés que ella dice que siempre estuvo ahí sobre la avenida Jujuy y el laboratorio farmacéutico Roemmers sobre Carlos Calvo donde trabajó varios años a partir de 1960. "Ya entonces remarcábamos precios", me confiesa. Siente nostalgia por las horas extras que le permitían amasar una quincena pródiga y tiene memoria de un paro de más de 20 días en el que finalmente se impuso la patronal. "Las canciones traen muchos recuerdos" dirá cuando estemos saliendo del límite de su patria chica en una conversación que había empezado a partir de una canción, "El cardenal", de Violeta Rivas, estrella del Clan, que ella había escuchado la noche anterior en la radio. Mientras me cuenta estas cosas evoco las fotos de ella joven que he visto. La imagino en ese laboratorio como una Peggy Olsen pero de sangre italiana. Su padre, mi abuelo, le tenía prohibido escuchar o mirar a Sandro en la televisión. "Degenerado", le espetaba al aparato antes de cambiar de canal.
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¿Por qué llora la chica de la foto, la modelo del monumento a la fan anónima, la nena de las nenas? Desde el escenario Sandro le promete acaso un desborde erótico que nunca será concretado. La chica repta y agita su banderín para acercarse al ídolo al que nunca alcanzará. El ídolo le dedica a ella y a todas las nenas, nombre genérico de sus fans, estas estrofas de "Trigal", por ejemplo, curioso encadenamiento de metáforas agrarias que trabajan el borde tembloroso de la lascivia.
Trigo maduro hay en tu pelo...
robó quizá la luz al sol.
Yo soy el dueño de tu fruto,
soy el molino de tu amor...
Pero es mentira y ella en el fondo lo sabe. Por eso repta y llora, desconsolada. Y que suerte que hubo un fotógrafo (no un artista, alguien con una cámara, un profesional, un reportero gráfico) esa noche en el Madison, justo ahí, para apuntarle y guardar para siempre esa cara corroída por las lágrimas, desesperada.
Ni el fotógrafo (anónimo) ni la modelo (anónima) lo saben: son una pieza que se vende en una feria como "fine arts".