Desbordar los límites: el arte que busca abrir una “tercera vía”
Tres muestras en San Telmo reúnen obras difíciles de clasificar; el grupo Rosa Chancho y Guzmán Paz en Nora Fisch, y la colectiva Tramoya en el Moderno, invitan a repensar las dicotomías
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En 2006, Rubén Ascencio se anotó en el programa “Delivery de arte”, impulsado por el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (Macro), dispuesto a recibir una obra en su casa. Pero lo que obtuvo al abrir la puerta fue muy distinto. Él mismo se transformó en “obra” en apenas una tarde gracias al colectivo Rosa Chancho, que le propuso atravesar cuatro etapas: el bautismo con agua bendita y entrega de certificado en el museo; la tasación en una galería; una clínica con teóricos y artistas para discutir si “sus fluidos, potenciales hijos o producciones manuales” formaban parte de la pieza, y su presentación a “gente del circuito local durante una inauguración”.
Su retrato se exhibe ahora en la galería Nora Fisch, en San Telmo, como parte de la muestra dedicada al grupo integrado por Julieta García Vázquez, “Mumi”, Tomás Lerner, Osías Yanov y Javier Villa. “La transformación se desarrolló por pasos, siguiendo las reglas preestablecidas por la escena del arte –explican en el flamante libro Huir del mundo (Caja Negra), que inspiró la exposición-. La intención final era donarlo a la ciudad y que un museo público tuviera a un ser humano en su acervo, y estuviera disponible para ser exhibido por curadores en el futuro”.

La donación no se concretó, pero la iniciativa marcó otro hito en el debate sobre los límites del arte. Así como lo habían hecho por ejemplo Alberto Greco con su “arte vivo” o Marta Minujín en 1973, al secuestrar al público en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Justamente fue a ella a quien recurrieron en 2008, cuando se disponían a hacer una muestra retrospectiva en la galería Appetite.

“La idea fue evocar nuestros proyectos previos mediante una experiencia laberíntica y psicodélica –recuerdan en el libro-. Buscamos transformar nuestro pasado reciente en una suerte de Menesunda. Fuimos a visitar a Marta Minujín y nos dijo que eso ya lo había hecho ella, que lo importante no era ser los mejores, sino los primeros”.

Lejos de desanimarse, se aventuraron a convertir el espacio dirigido por Daniela Luna en “un parque de diversiones con túneles, pianos que tocaban solos, un salón de retratos con ojos que se movían, un tren fantasma empujado a pulmón, un pozo-túnel-caverna para pasar de una sala a otra, lluvia dorada y una fiesta como cierre del evento inaugural”. También convocaron entonces a Ascencio para hacerle un molde y crear una escultura de cera con su figura; una foto que registró esa acción ilustra la tapa del libro e integra la muestra actual, que repasa los proyectos impulsados entre 2005 y 2012.

El nombre del colectivo, explican sus integrantes, encarnó “una toma de posición frente a los discursos polarizados de la escena local, en la que aún resonaba la controversia entre el ‘arte rosa light’ (decorativo o despolitizado) y el ‘arte Rosa Luxemburgo’ (políticamente comprometido). En esa polémica, Rosa Chancho surge como tercera vía capaz de articular lo viejo y lo nuevo, lo político y lo superficial”.

El juego con los límites también está presente en El tapiz amarillo, la muestra de Guzmán Paz que Nora Fisch despliega en la planta baja. Compuesta por piezas que son a la vez pinturas y objetos o esculturas, en las cuales las figuras y los marcos se entremezclan, toma su nombre de un cuento escrito por Charlotte Perkins Gilman en 1892. Una de las obras es una pequeña casa tridimensional, con el techo removible, de la cual surgen los elementos de mayor escala exhibidos en la sala.

Esta “instalación totalizante”, explica la curadora Chus Martínez, se inspira en ese texto literario que narra la historia de una mujer que sufre depresión postparto. “Su marido, médico, le receta una cura de reposo y la recluye en una casa de campo –explica-, en una habitación con un papel pintado de color amarillo. La mujer ve ante sus ojos cómo un mundo nuevo y distinto emerge de esa pared, del papel. Un mundo que le hace desear abandonar la cordura”.

A pocas cuadras de allí, sobre la Avenida San Juan, una exposición del museo Moderno también se ocupa de desafiar otro tipo de límite: el que divide las artes visuales de las escénicas. Curada por Raúl Flores, Tramoya reúne piezas y producciones a gran escala de Ayelén Coccoz, Verónica Gómez, Leila Tschopp y Antonio Villa. Los cuatro trabajan en el punto de encuentro entre ambas disciplinas.

En El peso del mundo, por ejemplo, Tschopp compone “una escena que desborda el límite de lo representado”, en la cual una pintura mural dialoga con otras tres de caballete que parecen flotar en la sala. Un espacio inmersivo site-specific similar al que propone Gómez en Nuestra Señora de las Anginas, un gran escenario que simula “un templo dedicado a una deidad inventada”.

Coccoz crea su propio universo con muñecos articulados modelados a imagen y semejanza de personas reales, una de las cuales se encuentra con su alter ego en un video que integra su instalación. Y Villa presenta dos obras concebidas en colaboración con su madre, Susana, que retoman una tradición familiar nacida en Esquel y cultivada en ferias y talleres. La más impactante es Bicho cuero, un gigantesco patchwork realizado en crochet, “inspirado en los atardeceres de verano de la Patagonia” y activado por un grupo de performers desnudos. El registro fílmico de esa performance demuestra -una vez más- que el arte contemporáneo está dispuesto cruzar todas las fronteras.

Para agendar:
Huir del mundo, de Rosa Chancho, y El tapiz amarillo, de Guzmán Paz, en Nora Fisch (Avenida San Juan 701), hasta fin de octubre con entrada gratis. Tramoya en el Moderno (Avenida San Juan 350) hasta fin de año; entrada general: $4000, miércoles gratis.
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