El poder del chocolate
El chocolate es la mejor propaganda política. En unos meses, se cumplirán setenta y cinco años del episodio que más me impresionó de la temprana Guerra Fría: el bloqueo de Berlín Occidental por orden de Stalin (24 de junio de 1948-12 de mayo de 1949). Tenía yo poco más de siete años. Un chico de hoy podría encontrar, guiado por un adulto, más de un parecido entre aquel hecho del siglo XX y lo que sucede en Ucrania. Participan casi los mismos actores.
Por supuesto, apoyaba a mi padre en sus ideas: él era antifascista y antinazi, pero tenía cierta simpatía por la izquierda, que iba contra Hollywood, mi principal fuente de referencias. Mucho tiempo después supe que la creación del marco, moneda de Estado occidental, fue la razón por la que Stalin había impuesto el sitio de la excapital de Alemania. Ya antes varias películas norteamericanas, mezcla de documental, melodrama y comedia, habían convencido a todo Occidente de que los aliados siempre eran los “buenos”. A partir de las décadas de 1960 y 1970, lo que estos hicieron en Asia y Medio Oriente mostró que podían ser no tan buenos. Ahora, en Ucrania, han vuelto a ser “buenos”.
En 1948, sabíamos por las “pelis” de espías de Estados Unidos y los cómics que Berlín estaba dividida en cuatro sectores, el norteamericano, el británico, el francés y el soviético. Los tres primeros formaban Berlín Occidental, que entraba 110 millas en el territorio soviético. Los aliados, desde sus tres sectores, solo tenían sendos corredores terrestres a Occidente, una línea ferroviaria y tres corredores aéreos. Romper el cerco soviético por tierra significaba la guerra.
Los aliados calcularon que se podía establecer con mucho esfuerzo un puente aéreo eficaz, pero debería proveer 4000 toneladas diarias de alimentos, máquinas y carbón. Parecía imposible. Lo lograron en no muchas semanas y superaron ampliamente ese límite. El sitio duraría diez meses. Las vidrieras de Berlín Occidental lucían tan a la moda y lujosas como las de París o Nueva York; lo que se convirtió en una victoria de propaganda que hizo temblar de furia al oso soviético. La delicadeza extrema del aprovisionamiento era una bofetada suplementaria en la despótica cara del “zar” comunista. Para satisfacer las “necesidades” de los niños, desde los aviones, bajaban golosinas en miniparacaídas. La especialidad: barras de chocolate. Los dioses aliados satisfacían necesidades y suministraban alegría capitalista. Por si fuera poco, en las pantallas de Berlín y todo Occidente, los soldados tiernos (encarnados por galanes de Hollywood) hacían lo imposible para reunir a los chicos sobrevivientes de la guerra contra el Tercer Reich, con las madres supérstites, de las que habían sido separados.
Hay dos películas aliadófilas y propagandísticas, muy bien hechas, porque son, a la vez, excelentes documentales, que muestran las peripecias de esas épocas. Las penas de madres e hijos están expuestas en The Search (“La búsqueda”), dirigida por Fred Zinemann, con el gran actor Montgomery Clift (“Monty”), la mejor cara de Hollywood antes del accidente que se la destrozó, y un niño checo con halo, Ivan Jandl, que obtuvo un Oscar por su papel, a pesar de que no hablaba inglés y estudiaba sus líneas por fonética.
La otra película, The Big Lift (“Sitiados”, en español), dirigida por George Seaton, era una comedia romántica y permitía seguir con detalle las distintas etapas del puente aéreo. El protagonista es, de nuevo, Monty, acompañado por Paul Douglas. Se estrenó en 1950, un año después de que Stalin decidiera levantar el sitio porque había dañado su imagen y la del comunismo dentro y fuera de la URSS; lo peor: había demostrado el poder del “Bien”.
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