Fran Lebowitz: “Los libros provocan más polémicas entre la gente que no lee que entre la gente que sí”
La escritora y “opinadora profesional” disfruta, a los 70 años, de un renovado reconocimiento de su ingenio gracias a la miniserie de Netflix “Supongamos que Nueva York es una ciudad”, que comparte con su amigo Martin Scorsese
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“En las calles de Nueva York hay millones de personas caminando y la única que sabe a dónde va soy yo.” La atípica carrera literaria de Fran Lebowitz (Morristown, Nueva Jersey, 1950) se reconoce en el modo tan taxativo como juguetón con el que esgrime sus respuestas desde el otro lado de la línea fija en su departamento de Manhattan (debe franquearse el acceso anunciándose a un contestador igualmente vintage). No es difícil imaginársela durante la generosa extensión de la entrevista empuñando el teléfono negro de disco como en una de sus pocas fotografías (explicará luego que odia posar y aún más verse en pantalla), elegida para ilustrar la nueva edición de sus volúmenes de no ficción Vida metropolitana (1978) y Ciencias sociales (1981), que Tusquets reeditó ahora con el título Un día cualquiera en Nueva York.
El libro no puede llamarse “obras completas” porque falta su inconseguible cuento infantil Mr. Chas and Lisa Sue Meet the Pandas (1994) pero, sobre todo, la mítica e inconclusa Exterior Signs of Wealth: la novela sobre ricos y famosos que se cree causa de su legendario bloqueo creativo desde los años 90 (”si pudiese escribir, lo haría”, explica sucintamente), esperada y desesperada durante décadas por sus fanáticos. Es por ello que esta antología en castellano tiene, en realidad, poco que ver con su literatura y todo que ver con el éxito global de la serie documental que dirigió su amigo Martin Scorsese, Supongamos que Nueva York es una ciudad (Netflix). Allí, Lebowitz brilla ante la cámara de su “fan número uno” -la admiración es mutua- en su faceta de humorista y “neoyorquina en jefe”, ahora que Woody Allen no puede reclamar el cargo. En su diálogo con LA NACION explica cómo ha cambiado con la pandemia la vida en la ciudad a la que se mudó apenas adolescente y sus observaciones sobre la vida, los libros, la muerte de la ironía y por qué debería ser presidente.
-En el prefacio a Un día cualquiera en Nueva York, de 1994, afirmaba estar escribiendo “una historia del arte en plena gestación” simultáneamente a las obras que analizaba ¿Cuán ajustada al espíritu de la época cree que resultó esa historia?
-Cien por ciento (ríe).
-¿Podría explayarse?
-Por supuesto. Tiene que tener en cuenta que la mayoría de los textos incluidos allí fueron escritos en los años 70 y principios de los 80, así que la distancia es enorme. En otras palabras, si tenés 22 años y yo te digo que las cosas fueron realmente así, vas a tener que creerme. No hay modo de que viajes en el tiempo y te formes tu opinión.
-¿Ha reeditado los textos a la luz de cambios culturales de estos años? ¿Trabaja con los traductores de sus libros?
-Soy monolingüe: solo hablo inglés, así que no tengo la menor idea de cuán exactas son las traducciones de mis libros. Si mis amigos que hablan un idioma me dicen que está bien, tengo que creerles. Pero en la edición inglesa trabajé con mi editor por teléfono y sí, sacamos muchas cosas. Es importante tener en claro que siempre supimos que el mundo cambiaría en estos cuarenta años, pero en esta época los cambios se dan tan rápido, que es inusual históricamente. No cualquier era tiene un fenómeno como Internet, ¿no? En su mayor parte, los cambios son meros detalles. Esos detalles cambian, porque así es la vida. Lo único que nunca cambia son los seres humanos. Sé que no es la mejor noticia que puedo darles, pero es la verdad.
-Cuando ocurrieron los atentados del 11 de septiembre, se pensó que el horror del terrorismo marcaría “el fin de la ironía” en los Estados Unidos, pero claramente no fue así. Ahora, con la pandemia, los críticos auguran un movimiento en la dirección opuesta: un arte al servicio de la sinceridad, la amabilidad y la conexión entre las personas. ¿Cree que algo así está ocurriendo?
-Diría que es cierto, pero no solo a causa de la pandemia. En los últimos veinte años, la gente -incluso los críticos- se ha vuelto menos crítica. Los críticos literarios y de arte son menos severos, menos exquisitos, porque el acto mismo de juzgar, al menos en mi país, ha pasado de moda. Actualmente no se supone que critiques a nada ni a nadie. Se espera que digas que todo el mundo es genial y es igual, y todo lo que hacen es increíble. Es un cambio, sin dudas. Yo no creo tampoco que haya muerto la ironía tras el 11 de septiembre de 2001, pero por lo menos en lo que respecta a la cultura popular diría que la ironía es cada vez menos frecuente. A la gente solía darle vergüenza reconocer que la afectaba una mala reseña: no quiero decir que no la afectaran en realidad, pero trataban de disimularlo. Ahora, como cada persona tiene una voz estentórea gracias a Internet, y puede expresar su indignación, su amor o lo que quiera, las opiniones son mucho más variadas y, por lo tanto, el público se preocupa por cómo son recibidas por los demás. No creo que estemos frente a un cambio en la naturaleza humana, pero sí un cambio en su comportamiento.
-Una de las ideas que está muy presente en sus libros y que sigue con fuerza tres décadas después en Supongamos que Nueva York es una ciudad es el concepto de “arte malo”. ¿Es aún más antipático hoy, en la era de la autoexpresión, afirmar que no son artistas cada uno de quienes así se definen, y que no toda obra puede ser considerada arte?
-Por supuesto, ahora te critican por emitir un juicio de valor. No estoy hablando de criticar a una persona, sino simplemente decir “este libro no es bueno” ¡La gente se vuelve loca! Además parece haber una falta de comprensión de la diferencia entre alguien que expresa una opinión, como yo, y alguien que tiene poder sobre las vidas de los demás, como un político. Si no está de acuerdo con mi opinión, ¿qué importa? Yo no puedo afectar su vida de ningún modo significativo. No soy el presidente: me encantaría serlo, pero no lo soy. Las cosas irían mucho mejor -literalmente, por cierto- si nos concentráramos en las opiniones y las creencias de quienes hacen las leyes en este país, que son espantosas.
-¿Cuál es su opinión sobre la “cultura de la cancelación”? Afirmó con anterioridad que las obras deberían ser juzgadas por sus propios méritos artísticos y no por la moral de sus autores.
-En los Estados Unidos ciertamente existe la idea de que incluso si el autor murió hace años, y nadie sabía que era una persona horrible -aunque para mí siempre hay rastros en sus obras- no deberías leer sus libros. Mi postura es sencilla: no me importa para nada. “El escritor está muerto, nunca lo conocí, creo que el libro es muy bueno”. Listo. Y hay otra cosa más: creo que en lo último que las editoriales deberían incursionar es en el negocio de quemar libros. Creo que cualquier libro que pueda encontrar un editor dispuesto a imprimirlo, no importa lo mal escrito que esté y cuan moralmente equivocado esté su contenido, debería ser publicado. Para mí es más preocupante la idea de prohibir libros o incluso retirar de la venta libros ya publicados, cosa que ha ocurrido aquí muchas veces.
-¿Le parece que la sutileza de la discusión pública sobre la expresión artística, el respeto por los derechos civiles y la corrección política se está agotando en la “cancelación” de las redes sociales? El hecho de que hablemos de artistas vivos complica la discusión...
-Hay un caso reciente que me parece que ejemplifica bien la cuestión: hace unos meses se descubrió que el autor de la biografía de Philip Roth había hecho cosas horribles [N. de la R.: Blake Bailey fue acusado de delitos sexuales por parte de quienes fueran, en su mayoría, sus alumnas en una escuela secundaria] y la editorial decidió retirar de circulación el libro, que ya había sido publicado. Me parece inaudito: Philip Roth está muerto, él eligió a su biógrafo y, la objeciones son para con el autor de la biografía, no para con el biografiado. Y, para colmo, esa decisión fue tomada luego de un reclamo de los trabajadores de Norton & Company. Si la gente que trabaja en la industria editorial empieza a pedir que los libros no se publiquen, ¿qué podemos esperar del público en general?
-¿Cree que los libros y los escritores aún influyen en la opinión pública o son considerados actualmente un reducto elitista?
-Por supuesto: los libros son malos (ríe). Hablando en serio: los libros nunca han sido tan populares como las películas y nunca lo serán. El único momento en que los libros eran más populares que el cine fue cuando el cine aún no existía, ¿ok? No hay punto de comparación. Podría afirmar que la película menos exitosa de la historia del cine fue vista por más gente que la que leyó el libro más popular jamás publicado. Si hay algo para ver, la gente prefiere verlo que leerlo. Y la música es aún más popular que el cine y la literatura, en todo el mundo y siempre será así. Por cierto, los libros provocan más polémicas entre la gente que no lee que entre la gente que sí lo hace.
-Usted es una de los pocos escritores que habla de lo difícil y tedioso que es escribir, incluyendo su bloqueo artístico, que se ha extendido a lo largo de décadas, ¿a qué atribuye ese manto de silencio?
-Es aburrido hablar de lo difícil que es escribir. De hecho, es aburrido hablar de escribir y punto. Además hay una tendencia muy humana a aparentar que lo que sea que uno hace, lo hace con facilidad. O quizás los escritores piensan que todo el mundo está al tanto de que escribir es difícil. O, ahora, que todo el mundo está mandando mensajes de texto las 24 horas, puede confundir tipear en un celular con escribir. Si pensás que eso es “escribir”, entonces quizás pienses que así se escribe un libro. Y por algunos de los libros que leí recientemente, tienen razón: hay gente que escribe literatura de ese modo. Nunca escribimos tanto como ahora: yo no tengo computadora ni celular, pero a veces necesito responder a un mensaje de texto y le dicto a un amigo para que se lo mande al destinatario. Siempre empiezo igual mis mensajes: “Querido Joe”, y mi amigo me explica que no, que así no se escribe un mensaje de texto. “Los míos, sí” suele ser mi contestación.
-¿Edita sus mensajes luego de que el dueño del celular termina de tipearlos?
-Por supuesto. Es mi hábito. En el momento en que pienso en escribir, o en el que tengo una birome en la mano -que es con lo que escribo, dado que no tengo computadora ni máquina de escribir- de inmediato todo se hace más lento. Para mí hay una enorme diferencia entre hablar y escribir. No será así para todas las personas, pero lo es para mí.
-¿Qué ha cambiado en Nueva York tras la pandemia?
-Hasta hace dos semanas, la ciudad realmente estaba comenzando a revivir, nos permitían estar al aire libre sin tapabocas y realmente me sentí libre caminando por Nueva York. Pero a causa de la variante Delta, están volviendo a poner restricciones. El virus es tan cambiante que es difícil imaginar qué puede suceder, incluso a corto plazo: si las cosas van a mejorar, volver a empeorar o cuánto tiempo pasará para que dejemos de pensar en el coronavirus. Además, en los Estados Unidos cada estado es muy distinto: en Florida o Texas no solo está permitido circular con un arma de fuego cargada a la vista de todos, sino que también es ilegal obligarte a usar tapabocas, mientras que en Nueva York no podés sentarte en un restaurant si no estás vacunado. La gente no parece entender en los Estados Unidos que si nos vacunamos todos, el virus va a dejar de ser un peligro. Si Donald Trump no hubiese sido presidente en el inicio de la pandemia no estaríamos en esta situación. Los republicanos hablan mucho de la libertad: “yo tengo la libertad de no usar tapaboca”, “tengo la libertad de decidir qué poner en mi cuerpo”, “yo tengo la libertad de contagiarte un virus respiratorio”. Es ridículo. Al virus no le importan tus convicciones políticas. El problema es que muchos norteamericanos ni siquiera entienden qué es un virus. Es muy difícil explicarle a un extranjero cuán estúpida es la mitad de la población de este país.
-¿Vio Supongamos que Nueva York es una ciudad? ¿Tiene Netflix?
-No, nunca vi Netflix ni la serie porque no tengo conexión a Internet en mi departamento. Sí lo vi en la sala de proyecciones de Marty.
-¿Disfruta de verse en pantalla?
-Lo odio. Nunca me vi a mí misma en televisión, ni siquiera cuando salió mi primer libro, que tenía 27 años. Ni siquiera me gusta que me saquen fotos. Creo que vi el documental un millón de veces, mientras Marty lo editaba, proceso que le llevó dos años. Fue realmente insoportable. Nadie que llegue a mi edad disfruta de verse proyectada en pantalla grande.
-¿Cómo fue su trabajo con Scorsese para el documental?
-En los segmentos en los que él me entrevistaba, nos poníamos de acuerdo en los temas, pero nunca me adelantó las preguntas. Me encanta responder preguntas, pero prefiero que me sorprendan con ellas, es más divertido. Lo único que pedí es que no habláramos de política. “¿Por qué? ¡Si te encanta la política!”, me contestó. Es porque sabía que iba a envejecer muy rápido si hablábamos de Trump todo el día. Sobre la puesta de cámaras: Marty es un gran director de cine y yo ni siquiera soy una mala directora de cine. Él sabe lo que hace y yo no presté ni la más mínima atención. Sí puedo decir que cuando preparábamos Supongamos que Nueva York es una ciudad, él tenía la idea de usar la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida y le pregunté cuál era la idea que tenía. “Todavía no decidí cuál es la idea”, me confesó. Él piensa en términos cinematográficos, sabía que algo interesante iba a ocurrir y así fue.
-La serie de Netflix la hizo conocida para muchos jóvenes que no necesariamente saben de sus libros o de sus opiniones, ¿qué le dicen cuando la reconocen?
-Hace diez años, Scorsese hizo un documental sobre mis giras que se llamó Public Speaking para HBO [actualmente no está disponible en HBO Max] y eso hizo crecer mi “visibilidad” enormemente entre los neoyorquinos, que ya me habían visto dar vueltas por la ciudad durante décadas. Así que no me sorprendió que Netflix, que se ve en todo el mundo, lograra que más gente me reconociera. Lo increíble es que la gente me reconocía con el tapabocas puesto, ¡no reconozco ni a mis amigos con el tapabocas! En general, cuando se acercan te hablan un poco, pero sobre todo piden una selfie. No entiendo la idea de querer una selfie con un desconocido, pero entiendo que es una forma de decir que les gustó lo que hacés. Para la gente es muy importante, evidentemente, y no tengo problema en posar. Mi límite es la segunda foto que te piden porque la primera salió movida.
-Volverá a realizar sus entrevistas públicas en abril de 2022, ¿piensa cambiar algo de la rutina?
-La rutina será la misma: alguien me entrevista en el escenario durante media hora y después respondo las preguntas del público durante una hora. Es mi momento preferido en el planeta Tierra. No permito que haya micrófonos en el público ni quiero conocer las preguntas con anterioridad. Me gusta que me sorprendan.
-¿Y lo hacen? ¿Cuál fue la mejor pregunta que recibió del público?
-Todo el tiempo. La mejor pregunta que me hicieron fue hace muchos años, en la época de la crisis de los rehenes en Irán [N. de la R.: 1979-1981], cuando por primera vez comenzaron a transmitirse noticias las 24 horas para alimentar la obsesión de los norteamericanos por entender lo que pasaba, conocíamos los nombres y las vidas cotidianas de los centenares de rehenes. Todos los detalles, los nombres de sus familiares, lo que se te ocurra. En el momento más álgido de la crisis, estaba haciendo una presentación en San Francisco, cuando un hombre me preguntó: “¿Cuál es su rehén favorito?” Fue hace como cien años, pero lo recuerdo porque nunca volví a reírme así de fuerte.
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