Fuego y pillaje en la Biblioteca de Bagdad
El autor de esta nota, experto en el estudio de saqueos y destrucción culturales, obtuvo el Premio Vintila Horia de ensayo por su investigación sobre la desaparecida biblioteca de Alejandría. Enviado a Irak como miembro de una comisión internacional encargada de analizar la devastación que sufrieron en ese país los tesoros bibliográficos y los museos, ofrece un terrible testimonio sobre lo ocurrido desde el fin de la guerra y el comienzo de la ocupación norteamericana
"Cada libro quemado ilumina el mundo"
R.W. Emerson, Essays. First Series , 1841
"El destino está escrito, pero una mano divina ha arrancado las páginas decisivas." Esta frase, leída en algún remoto rincón de la altiplanicie peruana, me ha perseguido siempre y sólo ahora cobra su sentido más exacto, más justo y menos dilatado. Digamos, porque de alguna forma debo comenzar, que desde hace una semana mi rutina de oficina desapareció y una decisión ejecutiva me colocó en Bagdad, como parte de una comisión internacional autorizada para investigar el problema de la destrucción de bibliotecas, archivos y museos en Irak. Llevo diez años recopilando información sobre destructividad cultural, he concluido lo que tal vez sea el único libro completo sobre el tema y, sin embargo, sólo este viaje me ha devuelto a la esencia de mi búsqueda.
Llegué a Bagdad, la ciudad mágica de las Mil y Una Noches , la capital de Al-Jumhouriya al-Iraqiya, el nombre autóctono de la República de Irak, el lunes 5 de mayo, a las 16.37. Mi estadía estuvo precedida por un mar de dudas sobre el porvenir, además de las supersticiones habituales, el rencor silente de lo inédito y los prejuicios exhaustivos. ¿Era seguro ir a Irak o una pésima decisión de mi parte? ¿Era acaso cierto que más de 200.000 objetos de arte habían desaparecido en el Museo Arqueológico? ¿Un millón de volúmenes habían sido quemados en la Biblioteca Nacional? ¿Exageraba la prensa? Si murieron 12 periodistas, ¿cuántos miles de víctimas habría dejado el conflicto?
Pensaba en estas cosas, casi dormido por el agotamiento, cuando reconocí de lejos ese río mítico que serpentea como una herida lateral en la ciudad, el auspicioso Tigris de color indeciso, y ese conjunto desigual de edificios basados en la arquitectura de la postergación y la duda, la austeridad, el laberinto y la penumbra. Estaba, definitivamente, en Bagdad y decidí abrir bien los ojos. Desde la ventanilla trasera del vehículo rústico en el cual recorría las calles pude observar que los estragos de la guerra no habían impedido la propagación de ventas de té y yogur, de artesanías, telas, dulces de miel, marroquinería, alfombras y objetos de cobre en los zocos. Los bagdadíes van por las calles con ese aire de autoridad que dan solamente la desorientación o el odio. Alguien me comentó en el transporte, mientras pasábamos por Abu-Nuwas, que la tasa de desempleo era una bomba de tiempo en esa zona. Irak tiene unos 24 millones de habitantes, 80 por ciento árabes y 20 por ciento kurdos, divididos por su religión en 60 por ciento de chiítas, 37 por ciento de sunitas y 3 por ciento de cristianos, pero todo esto debe ser explicado con la premisa de que hay más de 5 millones de desempleados recorriendo las ciudades día tras día, aunque el suelo que pisan contiene la segunda reserva energética petrolera del planeta.
Ya en la habitación del hotel, asfixiado por el calor o por el temor a un posible atentado terrorista, sin poder bañarme debido al racionamiento de agua, me dediqué a buscar una computadora para enviar algunos mensajes a mi familia y mis amigos. Mi celular no servía y la disponibilidad de teléfonos públicos era limitada. No tuve suerte, por supuesto, así que entablé conversación con algunos de los corresponsales de los periódicos extranjeros. En general, debo confesar que todos sabían lo mismo, porque ninguno se atrevía a recorrer las calles sin apoyo militar.
El 10 de mayo fui convocado a mi primera reunión de trabajo. Setenta años atrás, el mismo día, los nazis, en Alemania, quemaron miles de libros y convirtieron el año 1933 en una fecha fatal para la cultura. No sé si será una superstición mía, pero el número 3 está presente en los peores momentos de los libros. Hacia el año 213 a.C., el Emperador Shih-Huang Ti, artífice de la gran muralla, unificador de China y defensor de los escritos de la escuela legalista, hizo destruir todo cuanto pudiera servir para restituir la memoria del pasado. Hacia los años 643-644, se cree que los árabes destruyeron el Museo de Alejandría, donde estaba la célebre biblioteca. En 1453, los turcos tomaron Constantinopla y arrasaron con sus prestigiosos manuscritos. En 1813, los soldados norteamericanos tomaron Canadá y York, y quemaron el Parlamento y la biblioteca legislativa, lo cual les fue compensado un año después con la quema de la Biblioteca del Congreso. La noche del 9 de marzo de 1943, un ataque aéreo sobre la Biblioteca Baviera destruyó 500.000 libros. En 1993 fueron destruidas decenas de bibliotecas (entre ellas la de Stolac) por parte de las milicias nacionalistas croatas. Y ahora el 2003.
Mi tarea consistió en ir y tomar apuntes en las instalaciones del Museo Arqueológico y la antigua Biblioteca Nacional de Bagdad. Eran dos visitas diferentes, una en la tarde y la otra en la mañana. Iba ya prevenido pero lo que averigüé y lo que vi, vale la pena advertirlo, me dejaron insomne durante dos noches.
La Biblioteca Nacional de Bagdad (al-Maktaba al-Wataniya), localizada en Rasaf, donde está el Ministerio de Defensa, presentaba un aspecto siniestro, pues la fachada, en el centro, sufrió visiblemente por el fuego, que alcanzó a quemar la estructura y a romper las ventanas, dando un aire melancólico al sitio. Antes había en el frente una estatua de Hussein con la mano izquierda en posición de saludo y la derecha sosteniendo contra su pecho un libro (aunque no se crea, Hussein, autor de varios libros, era un lector voraz). Afuera, estaba un grupo de soldados, algunos de ellos latinos. Casi a las diez de la mañana, entré junto con mi grupo de trabajo.
Al pasar por la entrada, protegida del sol por un saliente en cuyo borde hay unas letras en árabe, cientos de obreros y expertos trabajaban en la reconstrucción del lugar. Al caminar por los pasillos, encontré que las salas de lectura y los estantes quedaron arrasados sin piedad y estimé, casi de inmediato, que será difícil precisar si los manuscritos fueron escondidos, robados o destruidos. Las escaleras estaban quemadas. Es innegable que no pocos textos pasaron a la colección de Hussein en la década de los ochenta, pero otros no. Según se piensa, han desaparecido ochocientos mil volúmenes junto con miles de publicaciones periódicas, incluidas las primeras revistas impresas en lengua persa del mundo.
En cuanto al saqueo de la Biblioteca Nacional, supe que comenzó el 14 de abril, cuando se corrió la voz de que el dictador había huido y un grupo se acercó, utilizó herramientas y se hizo con todo lo que pudo, de un modo selectivo, casi como si hubieran ido de compras. El primer grupo de saqueadores sabía dónde estaban los manuscritos más importantes, se apresuró a tomarlos y, sin mediar palabra, alentado por la pasividad de los militares, roció con gasolina los anaqueles y le prendió fuego a todo. Según otra versión, se usaron fósforos blancos, de procedencia militar, para el incendio. Luego llegaron, en busca de objetos valiosos, otros saqueadores, una multitud anónima, hambrienta y resentida con el régimen depuesto, y provocaron el desastre posterior. La muchedumbre corría por todos lados con los libros más valiosos.
Horas después, una columna de humo podía verse a más de cuatro kilómetros y en ese incendio voraz desaparecieron miles de obras. Entre otros daños, fueron quemadas las viejas máquinas de microfilmación y algunos periódicos. El calor, según pude constatar, fue tan intenso que dañó el piso de mármol y causó severos deterioros en las escaleras de concreto y el techo. En el mismo acto de vandalismo fue destruido el Archivo Nacional de Irak, que contaba, por cierto, con un equipo de trabajo de 85 personas. Desaparecieron millones de documentos, incluso algunos del período otomano.
Al día siguiente, no había literalmente nada que hacer. El director de la Biblioteca se lamentó con nostalgia: "No recuerdo semejante barbaridad desde los tiempos de los mongoles". Aludía a que en 1258 las tropas de Hulagu, descendiente de Gengis Khan, invadieron Bagdad y destruyeron todos sus libros arrojándolos al río Tigris. Otro empleado de la Biblioteca comentó: "César arrasa de nuevo con los libros". Sus palabras me recordaron ese pasaje de César y Cleopatra de George Bernard Shaw, en que un modesto mensajero anuncia al poderoso general el incendio (que vendría a ser el primero) de la biblioteca de Alejandría: "Allí arde la memoria de la humanidad"-exclama- y Julio César, impávido, le responde: "Es una memoria infame. Que arda".
Luego fui al Museo Arqueológico, dotado, según la cifra más exagerada, de más de 170.000 objetos de arte, y según la más modesta, de 25.000. Es una majestuosa construcción, próxima a la estación del tren, con dos torres laterales de color arena, hoy vigiladas por un tanque en cuyo cañón está escrito "Saludos del pueblo norteamericano". Toda una paradoja. La noticia de su saqueo conmovió al mundo entero cuando se conoció, el 12 de abril. Fue de tal magnitud el escándalo que ahora es obligatorio identificarse en la entrada y sufrir requisas en la salida. Allí trabaja, como encargado de investigar lo sucedido y recuperar los objetos robados, el coronel Mathew Bogdanos, un oficial responsable y acucioso respaldado por el FBI, la CIA, distintos organismos de estudios islámicos, expertos en arqueología y un grupo de soldados. Bogdanos es abogado, tiene estudios clásicos y una trayectoria que aún no logra borrar su participación como fiscal en Manhattan contra el novio de la cantante Jeniffer López hace unos años. Su equipo cuenta con varias mesas donde se colocan y clasifican los objetos recuperados, que aumentan porque se decretó una amnistía a todo poseedor de una obra que quiera devolverla.
No es raro ver a un joven acercarse hasta las puertas, poner en el piso una escultura y marcharse. Las salas no fueron quemadas el día de los saqueos, pero sí devastadas. Hay cientos de objetos en pedazos. Probablemente, los soldados de Hussein utilizaron las instalaciones para protegerse, porque en el segundo piso se descubrieron evidencias irrefutables sobre este hecho. Un crucigrama para seis o siete décadas. Lo que sin duda debe de haber mejorado es el aspecto, porque la limpieza ha ido acompañada por medidas para reparar puertas y ventanas.
Es importante precisar aquí que los de la Biblioteca Nacional no fueron los únicos libros destruidos. Las tablillas de arcilla de los sumerios, los primeros libros de la humanidad, de unos 5300 años de antigüedad, quedaron en ruinas y la mayoría fueron robadas del Museo. Entre otros, este centro almacenaba textos de Súmer, Acadia, Babilonia, Asiria y Caldea, Persia y varias dinastías árabes. Si el lector no lo sabe, es necesario decirle que aquí se guardaban las tablillas del Código de Hammurabí, donde aparece el primer registro de leyes del mundo. Asimismo, desaparecieron cientos de tablillas de arcilla aún sin descifrar, algunas de las cuales contenían datos sobre el origen de la escritura. Tablillas con el Poema de Gilgamesh fueron sustraídas. Las tablillas de la biblioteca de Sippar aún no aparecen.
En suma, esto fue lo que encontré en mi primera visita. Hoy, el inventario del desastre en el patrimonio cultural iraquí no tiene modo de ser evaluado. La colección de 5000 manuscritos islámicos de la Biblioteca Al-Awqaf ya no existe. La biblioteca interuniversitaria de Madrasa Mustansiriyya fue destruida en parte y saqueada. Las instalaciones de la Universidad de Bagdad, fundada en 1956, fueron objeto de saqueos y quemas. La colección de manuscritos de Saddam Hussein, llamada Dar Saddam li-l-makhtoutat, se salvó porque Usama N. al-Naqshabandi, su director, la ocultó. Un informe confidencial que tengo destaca que hay mil objetos perdidos y cientos destruidos en el Museo mientras que la Biblioteca Nacional sufrió la quema del cincuenta por ciento de los libros. El imán Mohammad al-Jawad al-Tamimi ha confesado que él, junto con otros iraquíes, quiso salvar parte de la biblioteca y trasladó en camión miles de manuscritos y libros a la mezquita de Al Hak. Pronto habrá un pronunciamiento del gobierno de los Estados Unidos sobre la posibilidad de que las destrucciones hayan sido menores de lo que en principio se supuso, debido a que decenas de voluntarios habrían escondido libros y objetos de arte, pocos días antes de la guerra, por toda Bagdad. Pero se trata de un rumor oportuno: ahora se señala que los libros y objetos no serán entregados hasta la salida de aquellos a quienes los árabes juzgan como invasores.
Un joven estudiante de la Universidad de Bagdad, que vive en el barrio de Al-Mansur, me dijo: "Algún día alguien quemará la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, sabe, y no se habrá perdido tanto como lo que ha sido destruido aquí". Cuando se considere la importancia cultural de Irak, debe recordarse que este país contiene cientos de lugares declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco. En esas tierras se encuentra Nínive, donde gobernó Asurbanippal; Uruk, donde se han encontrado las primeras muestras de escritura; Asur, capital del imperio asirio; Hatra y Babilonia, en fin.
Hasta hoy, 13 de mayo, he visitado varios centros y mi reacción ha sido siempre un estupor mezclado con una indignación aguda. Ayer, un grupo de quince empleados del Museo denunció a su anterior director, Jabir Khalil, de ser un ladrón, lo que produjo una preocupación adicional en los investigadores. Se han gestado dos o tres hipótesis sobre las causas de los sucesos y sobre los culpables. Durante las reuniones preliminares, me sorprendió observar que la verdadera preocupación de los norteamericanos no era la destrucción misma, sino limpiar la imagen del ejército a fin de evitar que alguien pueda acusar a algún soldado de estar incurso en el delito de robo de propiedad cultural o que su nación entera pase a los registros como biblioclasta. Casi de forma apriorística se ha avanzado la tesis de que todo fue gestado por el crimen organizado, por bandas dedicadas al comercio ilícito de libros y arte, lo cual no pongo en duda ni corroboro. El oficial encargado, cuyo nombre me reservo para mantener la transparencia sumarial de las investigaciones, suspicaz ante mis preguntas, me insistió en lo que es un punto de honor para el gobierno de los Estados Unidos: "Ningún soldado robó ni destruyó material cultural. Fueron los propios iraquíes". Algo que ha provocado sonrisas cínicas es la afirmación de que sólo fueron sustraídos 28 objetos, entre los cuales sobresale la Dama Sumeria de Warca, de hace 5000 años. Si esto fuera cierto, sería inexplicable la recuperación, como declara el equipo actual del Museo y como lo demuestran los objetos en las mesas, de cientos de piezas.
En todo caso, la destrucción es irreversible y hay evidencias concretas de que si bien los soldados norteamericanos no participaron en ella, sus superiores habían sido advertidos con antelación de que esto pasaría. El profesor McGuire Gibson, por ejemplo, había dicho al Presidente George Bush que debían salvaguardarse los museos, bibliotecas y asentamientos arqueológicos de toda la nación y había proporcionado la lista de todos los puntos estratégicos. El miércoles 9 de abril ya había sido destruido el Museo de Basora, desde el jardín hasta la mismísima puerta trasera, debido, en buena parte, a la negligencia de las tropas británicas. Durante la primera Guerra del Golfo, unas 4000 piezas habían sido robadas del Museo de Bagdad, un pésimo antecedente que debería haber sido considerado. Pero, insisto, nadie prestó atención. Un sargento de la Tercera División de Infantería me dijo, tras pedirme que le prestara el equipo de computación asignado para enviar un mail a su novia, que su batallón no había intervenido en los saqueos porque tenían órdenes de no disparar contra civiles, y que ese asunto debería haber sido atendido por la policía, lo que no dejó de hacerme sonreír. La lógica de estos hombres está guiada por silogismos mágicos o totémicos.
Desdichadamente, y esto lo digo cuando llevo ya más de una semana en Bagdad, he llegado a dos conjeturas que más adelante comprobaré o desecharé: la primera es que los verdaderos responsables de esta destrucción cultural saldrán ilesos pese a que se ha violado la Convención de la Haya de 1954; la segunda, que los saqueos continuarán en las provincias, donde la destrucción prosigue. En Mosul, las bibliotecas del Museo y la Universidad se desvanecieron. Los 100.000 yacimientos arqueológicos no son protegidos correctamente y sospecho que sólo en dos o tres años podrá ser más evidente que nunca esta catástrofe cultural. Cada distrito está amenazado y con esto me refiero a Al Anbar, Al Basra, Al Mutanna, Al Qadisiya, An Najaf, Arbil, As Sulaymaniya, At Ta´mimBabil, Dahuk, Dhi Qar, Diyala, Karbala´, Maysan, Ninawa y Salah ad Din Wasit. En Nassariya grupos de saqueadores, en número superior a los trescientos, se están llevando objetos todas las noches. Portan AK-47.
Bagdad, por eso y por otras cosas que me reservo, es ahora una ciudad árabe ocupada por la fuerza extranjera más repudiada en el Medio Oriente, una ciudad sin gobierno, asediada por conflictos religiosos y atentados terroristas, en crisis económica, que sufre racionamientos de alimentos, sin medicinas en los hospitales y, como si esto no bastara, su memoria ha sido borrada, expoliada y sometida. ¿Podría imaginarse un destino peor para el lugar donde comenzó nuestra civilización?