Hans Van Manen: con la fuerza de un volcán y el encanto de un acertijo
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Cuando la semana pasada llegó la noticia de la muerte del holandés Hans van Manen, uno de los coreógrafos europeos más prolíficos, aclamados y difundidos desde la segunda mitad del siglo XX, tuve la misma sensación de quien se palpa instintivamente los bolsillos y revisa el bolso buscando aquello que sabe que no tiene. Lamenté primero, por supuesto, la pérdida de este artista excepcional, a sus 93 años, e inmediatamente recordé el cuaderno de tapas duras con letras doradas donde una tarde del verano pasado hice una serie de anotaciones sobre las obras, las palabras y las ideas de este creador fantástico. Más temprano que tarde lo necesitaría.
El obituario de The New York Times que publicamos al día siguiente en LA NACION fue un justo perfil para un personaje y una personalidad irrepetibles. No solo por lo que hizo en su carrera con la danza sino por la vida que Hans Arthur Gerard van Manen tuvo desde que era un chico en los suburbios de Ámsterdam. “Su historia parece salida de una novela de Dickens”, citaba la necrológica a Sjeng Scheijen, autor de la reciente biografía Gelukskind: Het leven van Hans van Manen (“Niño afortunado: La vida de Hans van Manen”). De familia humilde, a los cinco años perdió a su padre y se hundieron en la miseria; a los siete supo que quería bailar y solo fue a la escuela hasta los once, antes del “invierno del hambre” que impuso la Segunda Guerra Mundial en los Países Bajos. Su trayectoria comenzaría a dibujar una larga y fructífera línea de tiempo a partir a la década de 1950.
En los ‘70 conoció al fotógrafo y camarógrafo Henk van Dijk, con quien se casó en 1999, y hoy lo sobrevive. Justamente Van Dijk firma un documental, Hans Van Manen Creating Without Words (2010), que va y viene del estudio al escenario buscando las respuestas para un puñado de preguntas que durante tanto tiempo escuchó que intrigaba a la gente: ¿cómo hace un ballet? ¿empieza por los pasos o por la música? El cortometraje está disponible en YouTube. Sin embargo, fue otra película la que aquel verano me llevó a poner la pausa, abrir el cuaderno y tomar apuntes: Moving to music (2022), un homenaje del realizador Reiner E. Moritz.
Allí, Van Manen decía: “Los bailarines son lo más importante para mí y luego, la música. Amo a los bailarines cuando trabajo con ellos. No hago diferencias entre hombres y mujeres”. Hablaba del pas de deux masculino a partir del “escándalo” de Metaforen, en 1965. Él lo presenta de una manera bella y natural: un hombre sienta a otro sobre su hombro y este hace un port de bras como el que vimos tantas veces.
El coreógrafo fuma y toma una copa de vino blanco, con sus característicos anteojos de marco redondo. Lleva un pin dorado con un fuck you en la solapa de su saco oscuro. Cuenta la primera vez que escuchó a Astor Piazzolla en Berlín, en 1975. “¡Qué música fantástica! Me llevé los discos y un año después hice Five tangos“. La lista de sus obras no es interminable, pero sí muy extensa: creó de manera imparable durante seis décadas; trabajó alternativamente con las dos principales compañías de Holanda, pero además lo bailaron en otras noventa de todo el mundo. “Hice 150 ballets, pienso que es más que suficiente. No quiero ser un coreógrafo del que se diga cuanto tenga 92: Oh, tiene 92 y todavía estrena ballets. No, gracias”, aseguraba frente a la cámara cuando ya había cumplido los noventa.
A las escenas de Squares, le siguen fragmentos de Grosse Fuge, sobre Beethoven. Cuando se refiere a Sarcasmen, para su musa Rachel Beaujean, deja grabada una oración que se oye como un testamento: “Conoce todos mis ballets. Si yo muero, ella va a continuar mi trabajo”. Hay pasajes de Trois Gnossiennes, con música de Satie y un piano en escena, se ven partes de Simple things, para el Nederlands Dance Theater y Frank Bridge Variations, para el Dutch Nacional Ballet, “un puente entre la el ballet clásico y la danza contemporánea. No busca un fin comercial”, apostilla Ted Brandsen, director del ballet nacional holandés. También Martin Schläpfer, quien condujo el Ballet de la Ópera de Viena, intenta definir a Van Manen: “Es el cosmos -rebusca hasta que encuentra la metáfora-. Como un volcán, trabaja con la fuerza de adentro”.
Los retratos que le tomó Erwin Olaf como si fuera un director de orquesta se detienen en las manos. “El ritmo es muy importante, porque hace que la danza vaya”, explicaba Van Manen. Y sobre la bisagra que articula la búsqueda de una explicación y el encanto de la abstracción, se expresaba: “Todo puede ser sobre todo, eso hace lo abstracto, que el significado se vuelva mayor porque realmente no sabés de qué se trata. No hay nada tan importante en un ballet como un acertijo”.
La película termina con Black Cake y un grupo de bailarines de negro con una copa de champagne. Luego, cae el telón. Como ahora.











