László Krasznahorkai: una obra original que explora mundos en desintegración
Autor de novelas que les escapan a las definiciones, el autor húngaro es un heredero de Kafka, Bernhard y Beckett y, como ellos, un sutil cultor del humor negro
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La Academia Sueca anunció hoy la concesión del Premio Nobel de Literatura al escritor húngaro László Krasznahorkai “por su obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”, según indica en el comunicado con que la institución tradicionalmente subraya las razones de su elección.
Autor de novelas (Tango satánico, Melancolía de la resistencia) y relatos (Relaciones misericordiosas), Krasznahorkai es un autor reconocido que ya había obtenido varios de los premios literarios internacionales más codiciados, entre ellos el Booker Prize y el Premio Formentor. En castellano, su obra viene siendo publicada por la editorial española Acantilado. En la Argentina, Sigilo empezó a darlo a conocer recientemente con ediciones locales: acaba de lanzar Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río, después de haber sorprendido el año último con un inédito en español: El último perro.
No es la primera vez que el Premio Nobel de Literatura recae en un escritor húngaro. Ya en 2002 lo había obtenido Imre Kértesz, el autor de Sin destino. El argumento de la lengua nunca tenida en cuenta no corre para László Krasznahorkai como sí hubiera sucedido en el caso de que el dedo sueco hubiera apuntado al rumano Mircea Cartarescu. Tampoco puede decirse que fuera el escritor por el que sus connacionales se hubieran entregado a la publicitada performance “antimufa” que hicieron los devotos argentinos de César Aira: los húngaros, desde hace años, tienen como eterno candidato a Peter Nadas, con sus extensos palimpsestos que tanto le deben a Proust y que entretejen historia, memoria personal y memoria histórica. La irradiación de Krasznahorkai más allá de las fronteras de su país tuvo, de hecho, un paladín en su notable traductor al inglés (Georges Szirtes, inglés de origen húngaro) y también, en nuestra lengua, en su traductor al español (Adan Kovacsics).
László Krasznahorkai nació en Gyula, en 1954, una pequeña localidad en la frontera con Rumania que tiene su propio castillo medieval. Una temprana definición sobre su relación con Hungría -donde vivió varios años en el campo, apartado de Budapest, hasta que se mudó a Alemania- quizás encierre una clave de las notas pesimistas que el comité Nobel siempre privilegia frente a los juegos lúdicos de un Aira o un Cartarescu. Cuando hace años le preguntaron por las diferencias entre la era comunista y la poscomunista, Krasznahorkai no se privó de mostrar el filo de su ironía: en la primera, dijo, la vida era anormal e intolerable; en la segunda, normal e intolerable.
En sus comienzos, todavía en la era socialista, Krasznahorkai se entregó a la bohemia, al deliberado desorden de los sentidos por medio del alcohol. No es un eufemismo: en la tradición de la literatura húngara, como refleja La muerte salió cabalgando de Persia, el breve clásico del meteórico Péter Hajnócszy, beber era una coartada poética de supervivencia que compensaba -según explicó el mismo Krasznahorkai- las dificultades de la censura y la casi segura imposibilidad de publicar. También se volvió un estilo literario. Lo nebuloso es menos directo, puede pasar por pura fabulación.
Después de dar a conocer algunos cuentos (Relaciones misericordiosas), en 1985 Krasznahorkai logró, sin saber bien cómo, que saliera de imprenta Tango satánico. Todavía hoy resulta un misterio cómo pudo filtrarse esa obra oscura, que describe el ocaso minucioso de toda una forma de vida, por los vigiladísimos corredores de la literatura realsocialista: el propio escritor lo atribuye a alguna posible disputa de funcionarios tras bambalinas. Algún burócrata tal vez haya querido demostrar -es su hipótesis- que tenía la firma más larga que otro y solo por eso le habría dado vía libre a una novela potencialmente “peligrosa”.
La novela habla de un espacio mínimo en descomposición como quien describe una galaxia que se extingue
En Tango satánico, aquella novela, ya está de prosa presente la estética sombría y grotesca del escritor, con sus extensas frases espiraladas, sin puntos y aparte, que entremezcla el ritmo discontinuo de los vaivenes etílicos con la cadencia absorbente de Thomas Bernhard (una influencia a la que el Nobel no se privó de citar en su comunicado, por mucho que no haya estado ni cerca de premiar al influyente escritor austríaco).
Una ronda de personajes –hombres, mujeres, críos– aguardan en su cooperativa agrícola, de evidentes aires colectivistas, la llegada de su propio Godot (el absurdo de Samuel Beckett es otras de las marcas notorias en Krasznahorkai), aunque en este caso responde al nombre de Irimiás. Esperan que los rescate de ese coto cerrado a la deriva, casi fantasmal, donde no para de llover y todo se convierte en barro. Un doctor borracho es el que se dedica a registrar, sin que el lector casi lo advierta, todo lo que ocurre. No solo los protagonistas o los lazos han colapsado: los paisajes, el humus, el mundo, todo parece impregnado por el temor ante ese apocalipsis social y simbólico. Tango satánico da hacia el final, sin embargo, un giro inesperado: Irimiás termina por llegar con su fiel escudero –en el pasado los dos bien podrían haber sido informantes de la policía secreta– y los arrastran a un nuevo destino en una caravana -¿un eco de América, de Kafka, otro referente?- que traquetea hacia un futuro desconocido. La alegoría es evidente y profética, pero importa menos que el tono cósmico y lírico que le aporta el registro, la mirada enturbiada del doctor. La novela habla de un espacio mínimo en descomposición como quien describe una galaxia que se extingue.

Krasznahorkai colaboró en los años posteriores escribiendo guiones para el director de cine Béla Tarr y Tango satánico tiene su película, de 1994: dura más de siete horas, está filmada en blanco y negro y logra transmitir de manera maestra el clima desconcertante de la novela.
Melancolía de la resistencia (1989), el libro que Krasznahorkai prefiere entre los suyos, comparte el mismo humor negro (también la filmó Tarr como Las armonías de Werckmeister), pero la claustrofobia cobra nuevo espesor en esa historia de un circo que se introduce en un pueblo húngaro, acarreando una ballena muerta. La trama da lugar a la violencia catártica de la que Tango satánico se había eximido.
En Guerra y guerra (1999), la primera novela extensa que publicó el húngaro tras la caída del Muro, se produce un desplazamiento. Korin descubre un manuscrito épico (dos combatientes tienen que retornar a casa tras la guerra) y, obsesionado por su hallazgo, toma la decisión de tipearlo para subirlo a la red. Para eso, se traslada a Nueva York, donde piensa dar a conocer su tesoro y luego quitarse la vida. Un cuarto de siglo después la idea suena anacrónica, pero Krasznahorkai se permite un procedimiento experimental que no perdió novedad: el libro finaliza, además de su última página en negro, con una dirección en internet donde se podía leer aquel manuscrito subido por el ficticio Korin. El efecto de realidad era sorprendente. Aunque la página hoy está discontinuada, la edición en inglés de Guerra y guerra incluye actualmente aquel texto como corolario: Ha llegado Isaías. En español tiene edición individual.
Reducir las novelas de Krasznahorkai a un argumento resulta contradictorio. Imposible sostener, incluso, de qué tratan, más allá de la inquietante impresión pendular de que las catástrofes están por ocurrir o ya ocurrieron
En El barón Wenckheim vuelve a casa (2016) un exiliado regresa a su pueblo natal –nada menos que desde la Argentina- para recuperar su pasado, aunque ese regreso -todos lo imaginan nadando millonariamente en la abundancia- se ve marcado por los sarcásticos malentendidos en que se mueve Krasznahorkai que es, por supuesto, un satirista implacable.
Los nuevos tiempos, posteriores al comunismo, sin embargo, pusieron al escritor húngaro en movimiento: geográficamente (viajó por el mundo casi como un nómade) y también imaginativamente. En libros como Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003) o Y Seiobo descendió a la tierra (2008), incursionó en los mitos japoneses, país en el que se instaló un tiempo, obnubilado por lo diferente de su tradición. Este lado complementario de su obra es también la vía de escape de una cultura -la húngara, pero también la occidental- a la que, a pesar de los cambios de época, considera atrofiada. La oscuridad cobra otras notas, pero también hay lugar para una posible salvación: existen otros mundos a los que acudir.
Reducir las novelas de Krasznahorkai a un argumento resulta contradictorio. Imposible sostener, incluso, de qué tratan, más allá de la inquietante impresión pendular de que las catástrofes están por ocurrir o ya ocurrieron. Como sucede con los poemas, siguen sus propias leyes, con desarrollos a contracorriente. Parecen tener vida propia, mientras la música de la prosa -incluso traducida- le va tomando el pulso a su propia entropía. También la literatura muere, parece señalar el escritor húngaro. Ese apocalipsis se produce con la última página de una narración, aunque después renazca en el siguiente libro (como ocurría con Isaiah ha vuelto), y en el que le siga, y en otro más todavía. “Después de cada libro, una desilusión, y después de eso, volver a intentarlo, seguir intentando”: esa es, volviendo a Beckett, su piedra de Sísifo.
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