Max Gómez Canle: los "caprichos" consagratorios de un artista que piensa mientras pinta
"Me enamoré de la pintura a los 19 y ese fue siempre el núcleo desde donde pienso y desde donde trabajo. Ver pintura me hace pensar, pintar me hace pensar. Entiendo mejor algo que está pintado que algo que no está pintado", dice Max Gómez Canle (Buenos Aires, 1972) horas antes de la inauguración en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Mamba) de El salón de los caprichos, su primera muestra individual en una institución pública del país. Al cuidado de Carla Barbero, la exposición alberga ciento cincuenta obras del período 1999-2019 y una impactante pintura-telón de diez metros de largo, Capricho sudamericano, que recrea al paisaje pampeano con los ropajes de la pintura europea de siglos pasados.
Sus nuevas obras, que Gómez Canle describe como sistemas de pensamiento sobre el arte de pintar, estuvieron presentes en la reciente edición de la feria ARCO , que concluyó el domingo pasado en Madrid. "Muchas veces las obras solo van de paseo", bromea el artista. Pinturas y esculturas de Gómez Canle integran colecciones privadas, en especial en San Pablo y en Buenos Aires, y otras de instituciones argentinas como el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario y el Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén.
En la antesala del subsuelo del Mamba, además, se construyó para la muestra una gran columna y, directamente sobre las paredes, el artista pintó óleos inspirados en los "caprichos", género de la pintura que imagina fantasías arquitectónicas con ruinas y paisajes fantásticos. Pero el capricho al que también alude el nombre de la muestra de Gómez Canle define su libertad creativa a la hora de apropiarse de la cultura visual. "El Renacimiento, el Romanticismo, el Barroco y el surrealismo metafísico son parte de una galería inagotable de imágenes que el artista recolecta a través de libros, catálogos e Internet. Esa galería se convierte en la fuente de la que extrae paisajes, temas y técnicas para revisar, copiar y pintar, e incluso para hacer diferentes versiones de sus obras", señala Barbero en el texto de sala. En años recientes, al afán enciclopédico de su pintura sumó una calibrada temporalidad cíclica.
-¿Cómo te sentís con tu primera antológica en un museo público antes de cumplir los cincuenta años?
-Muy contento. Esta es una muestra casi concebida como una gran instalación en la que tengo la oportunidad de trabajar con una selección de mis obras. Así nos lo planteamos con Carla ante la situación de hacer una retrospectiva de artista de mediana carrera, como es mi caso. El museo da mucha libertad al artista y ya hubo formatos distintos, como se vio en las muestras de Fabio Kacero, Sebastián Gordin o Gachi Hasper. Algunos la encararon como una retrospectiva con un recorrido cronológico. En mi caso, quería trabajar con una selección pero pensando en hacer una muestra nueva.
-¿Con qué criterios la organizaron?
-Hay un punto de partida y es que yo ya trabajo de manera retrospectiva: lo hago con respecto a la historia del arte y, en los últimos años, con respecto a mi propia obra. Encaré esto de la misma manera en que trabajo. La idea era generar una especie de recorrido arremolinado, preservando la arquitectura de la sala, sin divisiones, como en un gran salón. Primaron los relatos.
-¿A qué relatos te referís?
-Algunos son formales, con citas a corrientes del arte del siglo XX; otros son temáticos o narrativos, y otros son narrativos en relación con la historia del arte. Lo mismo que sucede hacia dentro de mi obra se expone hacia fuera en la muestra.
-¿En la selección dejaron muchas obras sin mostrar?
-Sí. Aunque es muy representativa, mostramos un tercio de los que hice en estos veinte años. Lo que había hecho antes lo considero mi etapa de estudios. Me formé en los años 90. Estudié en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón del 90 al 95 y hasta el 99 mostraba con un grupo que se llamaba Cero Barrado. Mostrábamos en mesas de bares. En esos años el campo del arte estaba mucho más concentrado y a los 23 no tenías una galería para hacer muestras.
-Pero ya eran pinturas.
-Había pinturas, fotos, videos, un poco de todo. Algo de eso quedó en mi obra. Tengo como un punto cero de mi trabajo, el 99 o 2000, y eso queda patente en la muestra. Las obras de esos años conviven perfectamente con el resto de las que vinieron después. Tienen el mismo sistema de funcionamiento.
-¿Cuál es tu método de trabajo?
-Fue cambiando en el tiempo. En esta muestra, mezclamos todo. Mi primera muestra individual recién la hice en 2005, en la galería Braga Menéndez. Fue una muestra demorada, en el sentido de que ya había acumulado muchas obras del 99 al 2005. La colgada en el Mamba tiene algo que ver con esa muestra. Eran muchas ideas y relaciones mezcladas pero, en un artista que exponía por primera vez, no era tan sencillo verlas. Fue una colgada dinámica y atiborrada. Vista de modo retrospectivo, estaban las ideas que fui desarrollando después. Ahora, de una obra puedo hacer una serie. Esos son los dos extremos. Me fui concentrando, fui profundizando y recombinando para trabajar en series y, en los últimos años, en series que revisitan obras anteriores y que resultan en instalaciones más grandes. En San Pablo, repliqué mi casa taller de Almagro, solo los rincones de la casa, con pinturas de pinturas mías del pasado, asociadas a esos rincones. Toda mi obra tiene esa dimensión doméstica.
-Hay muchas obras pintadas directamente sobre las paredes del museo y otras empotradas.
-Aparece esa relación entre la pintura y las paredes, en ese paralelo que podemos hacer entre la historia de las paredes y la historia de la pintura. De hecho, la pared sola siempre es una pintura. Es una manera ir pensando con la pintura a la vez que voy pintando obra.
-¿Pensando en qué?
-En ese punto que me enamora de la pintura, que es la búsqueda de perfección o de algo sublime, de que algo esté vivo ahí, y a la vez en esa imposibilidad de lograrlo, esa ternura bestial que siempre nos constituye en el fondo. Eso voy pensando a medida que voy soltando esas pinturas que parecieran no tener un hilo al principio y que después se van recombinando y formando una narración. A veces te lleva diez años ir pensando de pintura en pintura hasta generar una serie.
-¿Ahora estás más cerca de la práctica artística o de la reflexión sobre esa práctica?
-Investigo, pinto y curo. Me gusta pensar la pintura como una tecnología, solo que es una tecnología que tiene un desarrollo de siglos, en la que se van acumulando nuevos descubrimientos. Fue inédito para mí trabajar con una curadora. Es un área que me cuesta soltar porque es constitutiva, creativa y muy importante, a la hora de hacer una muestra. Trabajar con Carla fue genial. Además, hacer solo una muestra como esta sería una locura.
En este punto de la conversación, Barbero agrega: "Juan es un artista que tiene un gran ejercicio de autoconciencia. Y su archivo está muy sistematizado. Además, el trabajo previo a la publicación de su libro ayudó bastante. Entramos muy de lleno a las obras .No siempre pasa".
-El libro se publicó en 2018.
-Sí. En el sello de la galería Ruth Benzacar, que es la que me representa junto con Casa Triângulo, de San Pablo. Para la muestra vamos a hacer una publicación con Juan Laxagueborde, una especie de número cero de un diario, con textos, reseñas y una entrevista. Lo pensamos como una obra complementaria de la muestra, en la que también van a convivir distintas temporalidades. La vuelta al libro de las obras fue muy importante para mí. Aunque ahora trabajo con pocas imágenes de libros, mi inicio fue ese, copiando imágenes de catálogos, de libros, de revistas. Copiaba rincones de pinturas y luego los ampliaba e imaginaba lo que la reproducción no te daba, como la pincelada o la materialidad. Es algo muy constitutivo de los que estudiamos desde la periferia.
-¿La vida de artista que imaginabas a los 19 se parece a la de la actualidad?
-Me imaginaba una vida de bohemia y de pobreza extrema, pero por suerte no fue tan así. Cambió mucho el mundo del arte internacional y local, y viví muchos de esos cambios. La internacionalización, el rol de las instituciones, la cantidad de gente involucrada creció mucho. En los años 90, de aquellos que estudiábamos arte solo el tres por ciento quería ser artista; el resto quería dedicarse a la docencia. Ibas a ver muestras en un circuito reducido y, si querías mostrar, había una muralla enorme con una puerta muy chiquita. Éramos menos que ahora; ibas a una muestra y te cruzabas con Roberto Aizenberg o terminabas tomando vino en el taller de Carlos Gorriarena.
Para agendar
Max Gómez Canle. El salón de los caprichos en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (avenida San Juan 350) desde hoy hasta el 11 de agosto.
Lunes, miércoles, jueves y viernes de 11 a 19. Sábados, domingos y feriados de 11 a 20. Martes cerrado. Entrada general: $50.
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