Síndrome de Stendhal
¿Alguna vez has llorado frente a una obra de arte?, pregunté hace unos días en redes sociales a artistas argentinos, copiando la consigna del crítico norteamericano Jerry Saltz. En poco tiempo, tenía más de doscientas respuestas lacrimógenas. El ranking está encabezado por La Piedad de Miguel Ángel. “Yo, que me creía tan del arte contemporáneo, morí de emoción cuando me encontré casi a solas con la Pietá. Sentí que me había estado esperando por años”, dice Carlota Beltrame. Del Museo Nacional Bellas Artes, la más conmocionate es Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova, seguida por La sopa de los pobres, de Reinaldo Giudici. “Puedo sentir la desesperación en una y la necesidad en la otra”, explica Patricia Feldman. También, Carlos Alonso está entre los más citados. “Se me aceleran la respiración y los latidos, y siento que se me aflojan las piernas”, cuenta Ximena Ibáñez.
Ese sacudón, ese sentirse ahogado por un torbellino de sensaciones al ver una obra de arte, se llama síndrome de Stendhal (se detectó en los viajeros de Florencia): una mezcla de ansiedad y alegría, que puede traer taquicardia y sudoración, incluso dolor de estómago en los casos más extremos. Le sucedió al pintor Emilio Fatuzzo en el MET: “En la sala de Van Gogh, entré en pánico, tuve un ataque de nervios o de ansiedad. Me asusté. Temblaba. Luego de eso, lloré como nunca en mi vida”. Algo así le pasó a Esperanza Santangelo ante La tormenta, Edvard Munch: “Fue un impacto físico, mandíbulas tiritando y un temblor general”. Ha merecido ríos de lágrimas el Guernica de Picasso. Gustavo Amenedo, por ejemplo, expresa: “Me sobrepasó el tamaño, las formas, los grises. La potencia del mensaje”.
Cada artista tiene su sensibilidad: el pintor András Waissman se quebró ante El entierro del conde de Orgaz, obra cumbre de El Greco. Lula Mari, con la rodilla de un Cristo de Velázquez. “Frente a un autorretrato de Rembrandt me caían las lágrimas como cascada. No entendía qué me pasaba porque no estaba triste”, cuenta otra pintora, Cinthia Rched. “Frente a las pirámides de Keops se me humedecieron los ojos”, reconoce Ernesto Ballesteros. Luis Roberto Sforza se queda con Pío Collivadino: “Sentí que si estiraba la mano me mojaba”.
Gustavo Otto Soria se rindió ante La Primavera: “Imaginarme a Botticelli pintándola parado a la misma distancia que estaba yo me destruyó”. Cuenta Marcela Millán su emoción ante el Moisés de Miguel Ángel: “Parada frente a esa magnífica mole de Carrara estaba en otro mundo, siguiendo planos y líneas, y pasó una guardia pidiendo a los espectadores que se corrieran hacia atrás; me miró y me dijo: Tú llora”.
También, la emoción puede estar en el ámbito doméstico. María Rocha señala maravillas del monte santiagueño: “Sobre las tapas de las cisternas que cosechan agua de lluvia, cada familia pinta la bendición, la esperanza y el amor proyectado. ¡Viva el arte, que está en todos lados!”.
La artista Mariana Sissia se conmovió delante del autorretrato de Frida Khalo Diego y yo en el Malba. “En plena Segunda Guerra Mundial, ella estaba librando su propia batalla”. Por motivos parecidos Amalia Pica señala a Ana Mendieta: “Se terminó demasiado pronto ese cuerpo, y ese cuerpo de obra también”. La obra a veces moviliza por una historia personal. Ernesto Pesce lloró en su primer viaje a Italia: “Fue cuando vi la cúpula de San Michele de Piana di Sorrento pintada por mi bisabuelo Carlos Pesce”.
Coincido con Pablo Mercado y toda su lista de piezas lacrimógenas: “Cuando una obra me emociona, me arrodillo y agradezco”. Me pasa seguido: toda la historia del arte me apasiona y moviliza. La última vez, fue en una videollamada en la que mostré a mi amado la escultura La cautiva de Lucio Correa Morales, que está frente a la Facultad de Derecho. Esa sensación hay que sentirla al menos una vez en la vida; solo por ese instante vale la pena ir en busca del arte, siempre.
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