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Ante la duda, corré
A pesar de que me entrenaba igual que antes, cada vez me costaba más completar el recorrido del maratón antes de las 3h40m; mi ritmo pasó a ser de cinco minutos y medio por kilómetro y al final me aproximé, hasta rozarla, la línea de las 4 horas. Fue un shock. ¿Qué me estaba pasando? No quería pensar que fuera cosa de la edad...".
De este párrafo de la Biblia runner, escrita por Haruki Murakami, me acordé a principios de este año, al pie de la cuesta de Roque Sáenz Peña, después de encararla una docena de veces, a ritmo de tortuga.
"¿Somos los mismos que hace un par de meses hacíamos fondos de 30K con kilómetros a 4m45s?", se preguntaba Soledad Polli, igualmente preocupada, junto con Alejandro Sacristan y Gustavo Blanco, todos "atletas aficionados con pretensiones", integrantes del Migueles Team.
Hasta que Luis Migueles bajó de la cima de la cuesta y también nos bajó a la realidad. "No pasa nada. El cuerpo pierde energía y ahora la están reponiendo. Eso es la pretemporada", dijo. "En esta etapa, el reloj hay que dejarlo en la mesita de luz, usarlo sólo para levantarse y venir a entrenar", agregó. "Es uno de los problemas de ustedes, los aficionados con pretensiones", remató. Y apuntó con el mentón a los chicos, sus chicos, los pisteros, que se reponían del esfuerzo sentados en el cordón. "Ellos están trabajando para correr rápido en junio, no ahora". Y enseguida disparó una de sus máximas: "Yo no quiero héroes; quiero medallas".
"Esto es como construir una casa. La pretemporada son los cimientos, para llegar al techo todavía falta. Ustedes creen que pueden seguir construyendo arriba del techo", terminó la lección.
Me di el gusto (repetido, a esta altura) de hacer los llanos 5K de vuelta a la par de él, corriendo y charlando, de atletismo y de la vida. "¿Así que estás lento, Arcucci?", me dijo cuando promediábamos los últimos 2K. "Sí", murmuré fastidioso. "Ahora sí podés mirar el reloj", me ordenó. El Garmin me marcaba un lindo ritmo de 4m25s. "Y charlando", me agregó.
Aquel párrafo de "De qué hablo cuando hablo de correr" terminaba con la introducción a "Runner's blue", tal como Murakami bautizó la llamada "tristeza del corredor". Concepto no aplicable a la sensación de ese sábado donde el correr, justamente, provocó lo contrario. Como casi siempre sucede, más rápido o más lento.
La anécdota, ya escrita y compartida en las redes sociales, volvió a mi cabeza por estos días, cuando un fin de semana que ofrecía en su calendario correr la Media Maratón de Baires (o, en su defecto, un día de entrenamiento), me vio quedarme en la cama, tanto sábado como domingo, con la justificación de una mente y un cuerpo agotados por estrés laboral.
Error. Grave error. Ni la mente ni el cuerpo descansaron en esas mañanas horizontales, sino todo lo contrario. Peor todavía, cuando al chat del teléfono celular empezaron a llegar los resultados de los compañeros de kilómetros, algunos en esos 21 kilómetros, otros en los soñados 42 de Londres, algunos en el fondo solitario cumplido...
Fue entonces que surgió la respuesta. Correr, en realidad, como respuesta a todo. Superar la barrera de cada kilómetro, dando lo más que se pueda. Si lo más sirve para bajar la marca propia, mejor; si lo más sirve para llegar, fantástico; si lo más sirve para largar, vale.
Pero... "Hoy no corrí" sería el título de mi triste crónica de aquel fin de semana en el que no lo hice, cuando podía haberlo hecho. Y sepan que, sin haberlo hecho, estaba más cansado y dolorido que todos aquellos que sí lo habían hecho, con gran esfuerzo.
Por eso, ante la duda, corré. Corré, no escapes. Que parece lo mismo, pero no es igual.
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