Entre el cielo y el infierno
El relato y las impresiones personales del único argentino que intervino en la exigente prueba que se corrió hace apenas dos meses en el desierto del Sahara
Ultimos días del marzo. Todo está preparado para partir hacia la gran aventura de mi vida: la mítica maratón de las arenas, la prueba pedestre más dura del mundo, la que se desarrolla en pleno desierto del Sahara marroquí, en la región de Ouarzazate a lo largo de 220 kilómetros divididos en 6 etapas durante 7 días.
Mi preparación física fue integral y a conciencia con la ayuda y supervisión de Patricia Sangenis y los ultramaratonistas del desierto Alex Foresti y Claudio Destéfano, que me dieron sabios consejos desde su experiencia; mi analista me fortaleció psicológicamente y mi esposa me brindó su apoyo incondicional para afrontar semejante desafío. Sólo tengo algunas dudas con el equipamiento por cuanto ciertos materiales, incluso los obligatorios, no los pude conseguir en la Argentina por lo que deberé llegar a Madrid con la esperanza de conseguirlos.
Luego de casi 20 horas de viaje llegamos a Ouarzazate. De ahí nos quedaban tres horas y media hasta llegar al campamento. Mi primera experiencia en el desierto no es espiritualmente agradable: un grupo de catalanes con quienes debo compartir una jaima (tienda) para ocho personas se han obstinado en hablar en su dialecto, marginándome así a través de esa poderosa herramienta de comunicación que es el idioma.
Al otro día decido pedir un SOS a los solidarios y alegres madrileños de la tienda ubicada justo frente nuestro y todo cambió. A medida que intercambiamos impresiones de la carrera y de cómo se preparó cada uno, me doy cuenta de todas las deficiencias de mi equipamiento: las polainas no son de velcro como las de los españoles sino de un material menos respirable y más pesado; llevo sobres conteniendo alimentos deshidratados pesan entre 200 y 300 gramos, mientras que los ibéricos tienen unos sobrecitos totalmente deshidratados (liofilizados) que apenas superan los 100 gramos. Así, el peso total de la comida jugará un papel fundamental en el rendimiento en la carrera a la hora de transportarla en nuestras mochilas ya que es una prueba de autosuficiencia.
El día previo a la competencia, el desierto nos ofrece su gran bienvenida: una potente tormenta de arena arrasa el campamento a punto tal de tener que ayudar los propios corredores a los tuaregs a apuntalar nuevamente las jaimas. Pero la naturaleza también nos quiere homenajear con tributos con forma de animal: un escorpión ingresó en una de las tiendas vecinas y una gigantesca garrapata, alimentada con la sangre de algún desprevenido dromedario, se pasea soronda por la alfombra de la nuestra.
Les puedo asegurar que estuve entre el cielo y el infierno. En el infierno, cuando mi cuerpo no adaptado a las altas temperaturas del desierto me decía “basta” al terminar la primera etapa; o cuando en la tercera, una uña encarnada se asemejaría a un puñal atravesándome una y otra vez el dedo gordo cada vez que daba un paso obligándome a arrastrarme hacia la meta y cruzarla faltando sólo diez minutos para el tiempo límite de la etapa; o cuando un niño marroquí me ofrecía una tentadora gaseosa después de asquearme tanta agua caliente, debiendo rechazar semejante oferta para no quebrantar las reglas de la prueba...
También, cuando caminando en la etapa de 60 kilómetros había entrado en un peligroso sopor al envolverme en plena noche el viento del desierto queriendo transportarme vaya a saber a qué dimensión debiendo comenzar a correr para sacudirme la riesgosa modorra y, así, alejarme de ese convite; o cuando, en la misma etapa de 60 kilómetros, mis piernas ya no coordinaban después de 16 horas seguidas de carrera, con los pies edematizados y ampollados haciéndome trastabillar y caer una y otra vez en las dunas que marcaban los últimos cuatro kilómetros de la etapa; o cuando observé tiendas sanitarias atestadas de corredores víctimas de la deshidratación necesitando cuatro, cinco o seis bolsas de suero o a grandes atletas derrotados por las severas infecciones que presentaban sus pies como consecuencia de las inclementes ampollas...
Pero también, y al mismo tiempo, estuve en el cielo, al descubrir los profundos valores de la amistad y solidaridad de mis compañeros españoles sin quienes no hubiera sobrevivido al desierto; o cuando con Alberto Iglesias, uno de mis hermanos de jaima, nos quedamos atónitos al ver en las grandes dunas a un niño parado al lado de una bicicleta sin saber de dónde salió en un lugar donde por kilómetros y kilómetros no existe otro cosa que no sea arena; o cuando dormité una noche fuera de la jaima teniendo como único techo el cielo del desierto con la luna custodiándome; o cuando atravesé las grandes dunas cual si trepara por inmensas montañas doradas dueñas de una imponencia atípica o cuando se me presentó reflejado en ese mar de arena el rostro de mi amada esposa esperándome en mi querida Córdoba...
Supervivencia
Me animo a decir que la Marathon des Sables es sólo una prueba pedestre de alta competencia para los corredores de elite que pelean por los puestos con premios en dinero. Pero para el resto, es una experiencia de vida, mezcla de expedición con prueba de supervivencia o de raid con vía crucis. Es probarse a sí mismo hasta dónde pueden llegar nuestros límites.