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Cuenta la leyenda que Albert Einstein, cuando dio por terminada para su publicación la Teoría General de la Relatividad, decidió salir a dar una vuelta para despejarse y, por supuesto, terminó en el bar. Allí, en el encuentro con amigos, y entre una copa y otra, dejó para la posteridad una de las verdades que aún hoy, casi un siglo después, no pudo ser rebatida: "Los goles no se merecen, se hacen".
Esa misma leyenda dice también que un colega suyo, acodado en la barra, no detestó tanto la inteligencia de Albert como cuando lo vio brindar con sus amigos por la ocurrente verdad más que por avanzadas teorías sobre el tiempo. En ese momento, el colega de Einstein pensó en pedir una botella de whisky no para beber su contenido, sino para arrojarla sobre su -ahora- enemigo. Al parecer, lo que impidió tal desventura fue el precio del Etiqueta Negra.
Por supuesto, cuando abandonó la barra y se retiró, vencido, del local, el físico no hizo más que pensar y repensar en "Los goles no se merecen, se hacen". Su formación académica le permitía abordar la frase desde las más diversas teorías para cuestionarla, pero no hubo caso. Fracasó constantemente, mientras recorría las ocho cuadras que lo conducían hacia su casa.
Entonces, volvió a pensar en esa botella que no pudo adquirir. Y empezó a calcular su peso y su consistencia. Luego, calculó a qué velocidad podría enviarla hacia la cabeza de Einstein, pero no se detuvo a calcular los daños.
Una vez en su casa, vencido, le contó lo sucedido a su esposa. Ella no pudo advertir la importancia de la definición de Einstein, pero sí valoraba su labor como físico.
-Vas a ver que Albert gana el Nobel en cualquier momento -le dijo a su marido-.
El parecía no oír, concentrado en quién sabe qué alternativa de ese juego que decidió disputar con su colega.
-Si le tiraba la botella -pensó en voz alta-, hubiese sido un imponderable del fútbol.
Los ojos le brillaron. Sí: él también podía elaborar una definición contundente. Sólo que el primer imponderable del fútbol nunca se concretó.



