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Un murmullo. La atmósfera del Monumental devuelve casi todas las semanas un sonido impreciso, que la masa de hinchas solo desprende cuando lo que viene de abajo no convence. O no contagia. Son voces dispersas que de a ratos alcanzan a hacerse coro: “Movete, River, movete”, aguijonean, tratando de espabilar a un equipo en permanente construcción, que no conmueve a nadie. Se trata de la obra todavía sin cimientos del arquitecto más laureado. Pero a él no le llega la canción, claro. Y allí, tal vez, reside el enigma más inquietante de todo el asunto: ¿y si el Gallardo II termina resultando una mala copia del original? ¿Y si aquella versión avasallante nunca se recrea? ¿Y si sigue pasando el tiempo y el hombre de la estatua no encuentra las soluciones? ¿Y si…?
“Está disperso”, lo retrata desde las entrañas alguien que transita la vida diaria del club. Un link que engarza con una palabra que utilizó el propio protagonista para justificar (malamente) por qué no subió a recibir la medalla al perdedor de la final ante Talleres en Asunción: “Desenfocado”. Aquella primera observación refiere a su andar errante en este tiempo nuevo, que lleva ocho meses de gestión y grajeas mínimas de aquel fútbol que maravilló allá lejos y hace años. Conviven en él matices contrapuestos. Está el jefe de delegación que controla todo y no acepta que un dirigente se aleje una hora del hotel ni para comprar un regalo. Está el entrenador que saca al goleador del equipo y lo sienta en el banco aunque la evidencia le muestre que no es por ahí. Y por encima de ellos, está el hombre que transita los meses posteriores a las muertes de su papá, Máximo, y de su representante y amigo Juan Berros, dos golpes que la vida le dio en continuado.
Mientras tanto, sigue adelante con la empresa de encontrar respuestas que le den una patada a la pregunta planteada antes. Él, antes que nadie, quiere que su segunda era sea exitosa. No le teme al desafío, como ya dijo varias veces, porque si no, se habría quedado en su casa contemplando las fotos de la estatua que se levanta en la puerta del estadio. Pero el tiempo pasa y el murmullo crece. A esos impacientes, los gallardistas memoriosos les responden con otro tramo gris de los ocho años grabados en piedra: en 2016 y 2017 el equipo volaba bajo y apenas se llevó el consuelo –para la época– de dos copas Argentina, antes de que pariera lo mejor de su obra, los River de 2018 (el título en Madrid) y 2019, el que volvió a cargarse a Boca en la Libertadores y después perdió la final con Flamengo.
Ahora, las soluciones no aparecen. La narrativa del club se vanagloria con justicia de las obras que florecen en todo el predio y más allá también, con el guiño de los 85.018 espectadores que dicta la capacidad final del Monumental, jugando con el dorado ‘18. Esos datos no dicen nada de otro, muy relevante: el club decidió romper el presupuesto del fútbol profesional hasta acercarse a los 100 millones de dólares anuales, bastante más de los 67 millones pautados inicialmente. Así, al menos, lo denuncia el dirigente opositor Carlos Trillo, una voz disonante dentro de un marco que se prepara para la transición que vendrá al final de este año eleccionario, en el que el oficialismo se imagina pasándole el bastón de mando a Stéfano Di Carlo, actual secretario y vicepresidente durante un mandato de Rodolfo D’Onofrio. “Creo que ni ganando el Mundial de Clubes y la Libertadores alcanzamos a pagar esos sueldos”, disparó Trillo en su cuenta de X en enero, al calor de las contrataciones que hacían subir las expectativas de los hinchas. ¿Y por qué se generó ese desequilibrio financiero, que marcará el comienzo de la gestión que suceda a la de Jorge Brito? Se unen allí dos elementos fuertes: el deseo del presidente de cerrar su mandato con un título grande, que ayude a su legado, y el del propio Gallardo, que después de subirse al “tren en movimiento” en agosto de 2024, exigió partir desde cero en enero de este año. Driussi, Montiel, Martínez Quarta, Rojas, Galoppo, Tapia y Enzo Pérez redondearon una inversión de más de 20 millones de dólares, que serán más si la anunciadísima compra del colombiano Kevin Castaño se confirma en estas semanas previas al inicio del gran objetivo del año: la Libertadores. Porque más allá de que el brillo del Mundial de Clubes pueda distraer, la copa de todos los años, más terrenal, asoma como el proyecto verdadero. Realista.
Y pensando en eso es que el arquitecto fue autocrítico después de la derrota con Talleres y habló de “cambios”, consciente de que en este tiempo su varita extravió la magia de antaño. En la dirigencia piden calma, en medio de las olas de insatisfacción que pueden agitar al Monumental el domingo. Otra voz interna, bien optimista, describe a un Gallardo muy enfocado en amalgamar a jugadores recién llegados que necesitan tiempo para adaptarse a la jungla del fútbol sudamericano, en el que " la pelota a veces pica para cualquier lado y te cagan a patadas, no como en España o la MLS”. La misma fuente apunta que el golpe de Asunción no cambia la perspectiva, y que lo importante en estas horas, desde los escritorios donde se toman decisiones, es transmitir tranquilidad y seguridad, con la intención de que esos sentimientos derramen sobre los hinchas. “Va a salir todo bien”, remata, involucrado y convencido de que el proyecto Gallardo es lo mejor que puede pasarle a River en los años que vienen, la misma voz.
Para el domingo, la única certeza es que el Monumental estará otra vez a tope: serán 85.018 espectadores, para seguir jugando con el numerito del año mágico, el ‘18... En cambio, el partido ante Atlético Tucumán arrancará con las dudas de este tiempo, las que van de abajo para arriba. Será, en todo caso, una ocasión ideal para medir en qué se transforman aquellos murmullos.