Profesionalismo puro y sobre todo muy poca magia, salvo un toque de "rugby champagne"
En uno de los excelentes textos –buena pluma, vivencias desde adentro– que sube a Facebook, Ricardo "Tacho" De Vedia relata experiencias de sus épocas de jugador en las décadas de 1980 y 1990 en las que al ir de gira al exterior, los argentinos sabían poco y nada de los rivales a los que se tenían que enfrentar. El ex tercera línea del SIC y de los Pumas recuerda cuando con su club enfrentaron a Waikato y con el seleccionado, a Auckland, recibiendo abultadas derrotas en ambos casos. Si bien en esos tiempos, 30 años atrás, en la mayoría de los deportes ya existía la tecnología que acercaba tácticas de juego y conocimiento de los rivales, el rugby doméstico viajaba prácticamente a ciegas, sobre todo cuando se trataba de equipos provinciales, en aquellas largas giras de un mes con cinco partidos y dos tests.
Hay una anécdota muy comentada y que refresca lo que en parte dice De Vedia en su texto, y que ocurrió en una gira en la que participó y en un partido en el que fue titular. Ocurrió en 1983, cuando los Pumas viajaron a Australia. El equipo venía en gran nivel y al llegar a Canberra para enfrentar a ACT (Australian Capital Territory; hoy Brumbies) fue a visitar el estadio. El que cuidaba la cancha se le acercó al entrenador argentino, Rodolfo O’Reilly, y le dijo que al día siguiente iba a jugar su hijo, que era un back que se estaba destacando. Ese chico de 18 años, que actuó de fullback, era David Campese, y no lo pudieron parar en toda la tarde: hizo dos tries, 4 conversiones y un penal para una goleada de 35-9.
En 1989, dos años después de la primera Copa del Mundo y seis antes de que fuera declarado el profesionalismo en el rugby, los Pumas hicieron una gira por Nueva Zelanda. Durante una semana, cuando iban al entrenamiento y volvían al hotel, veían que a la mañana, al mediodía y a la tarde Grant Fox, el apertura de los All Blacks, estaba pateando a los palos en un parque. Las figuras del rugby en las potencias ya eran profesionales no declarados. Los argentinos se enteraron ahí de que algo estaba cambiando, y de que no los incluía.
Todo esto que se cuenta es imposible hoy. Desde hace un par de décadas, en el rugby de alto nivel internacional se estudia hasta el mínimo detalle. Hubo cambios de reglamento en todos estos años y las estrategias se actualizan en cada temporada. Un test es una partida de ajedrez y cada jugador de los 23 que integran el plantel tiene un libreto, además de una extraordinaria preparación física. Como en todos los deportes de conjunto, pero en el rugby sobre todo, la lucha es por conseguir un espacio, y eso se define en cuestión de milésimas y milímetros.
En esa carrera estratégica, en la cual todos saben todo del otro, el rugby viene siendo el reino de las defensas. Cada vez más cerradas y difíciles de explorar. Los tests, entonces, se han transformado, salvo raras excepciones, en ver quién es más fuerte que el otro. Son pocos los que rompen el molde, los que se animan a salirse de la lógica que plantean los entrenadores. El estudio minucioso, los videos y las exigencias físicas a los que obliga ese nivel parecen haber atentado contra la inspiración y contra la rebeldía.
Los australianos de la época de Campese fueron adelantados en las estrategias de ataques y defensas, revolucionando el rugby gracias a la tecnología de punta de la que dispone el deporte en ese país y a lo que trajeron del rugby league, pero hoy atraviesan una crisis económica y deportiva.
Europa, en tanto, no muestra señales de cambio. El Seis Naciones está siendo testigo de seleccionados muy estructurados, que se cuidan de arriesgar. El lado alentador viene otra vez de parte de Francia, que está recuperando parte del rugby champagne que había archivado en los últimos años. Es el único equipo del que se puede esperar algo distinto en esta era de poca sorpresa.
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