Tucho y Grillo en el recuerdo
Murieron en el peor momento, cuando el vendaval que cae de Francia relega sin remedio cualquier otra noticia. El hecho es que el jueves 18 falleció Ernesto Grillo y que cuatro días después lo siguió Norberto Méndez, dos futbolistas que supieron sintetizar las mejores cualidades del estilo rioplatense: alma de potrero, eximia habilidad y un desenfado a toda prueba.
Méndez y Grillo encendieron de júbilo a las tribunas a fines de los cuarenta y durante buena parte de la década del cincuenta, cuando aún el fútbol no era regido por estrictas fórmulas comerciales, cuando las verdaderas estrellas eran los jugadores y no los entrenadores, cuando la estrategia dejaba suficiente espacio a la espontánea inspiración.
Uno y otro demostraron dotes de malabaristas atrevidos y su absoluto dominio de la pelota extasió a los amantes del juego virtuoso, en tiempos en que había que prodigar deleite para merecer el triunfo. Tucho acaparó la idolatría de los hinchas de Huracán y luego fue el más venerado numen del Racing tricampeón, entre 1949 y 1951. Grillo desplegó idénticos atributos en Independiente, en el Milan italiano y en Boca, y ambos revalidaron su singular jerarquía en el seleccionado.
Uno y otro transcurrieron sus años de gloria sin incurrir en gestos de arrogancia y cuando debieron afrontar el inevitable ocaso se refugiaron en el anonimato y se extinguieron discretamente, casi en silencio, en un contexto de humildad que hoy enaltece su memoria.
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Hace cuarenta y cinco años, Méndez y Grillo jugaron juntos en aquel partido del prodigioso gol de don Ernesto, contra Inglaterra, en el Monumental, aunque en realidad jugaron juntos toda la vida, porque los identificaba una misma manera de entender el fútbol. Ellos actuaban en tiempos en que los jugadores establecían una romántica relación con la pelota y, desde luego, con los colores que defendían, liberados de las tensiones que en adelante implantaría el crudo auge del profesionalismo.
Por esos días, uno iba a la cancha a disfrutar de la sapiencia y la picardía de los grandes maestros (José Manuel Moreno, Rubén Bravo, René Pontoni, Rinaldo Martino, Félix Loustau, entre tantos otros), semidioses de un Olimpo hoy casi deshabitado, y uno podía convencerse de que los planteos teóricos estaban subordinados a las genialidades que esos monstruos regalaban a cada rato.
El muchacho del jopo engominado y el adusto diablo rojo de las medias caídas estaban imbuidos de cierto lírico amateurismo, no comulgaban con el espíritu especulativo que hoy desnudan los equipos, incluso los del presente Mundial. Ellos ofrecían hasta la extenuación el variado repertorio de sus recursos ofensivos, notoriamente despojados del egoísmo resultadista que ahora priva de belleza estética a la mayoría de los partidos.
Grillo vivió sus últimos días recluido en un chalet suburbano, víctima de una irrecuperable depresión, y Tucho, en un geriátrico del barrio de Caballito. Han sufrido el ostracismo del olvido, impensable en aquellos domingos de la edad de oro del fútbol argentino, al que ellos dieron lustre con su talento y su generosidad. Acaban de ingresar, casi juntos, en otra cancha, en la que seguramente recuperarán el aplauso, la admiración y el agradecimiento de quienes los vieron en acción.
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