
A cielo abierto, máquinas y herramientas narran, en silencio, la historia agrícola de la provincia de La Pampa
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REALICO, La Pampa.- Exhaustos, con el puño dolorido por apretar riendas y manijas, dispuestos a hacerle parir a la tierra pampeana con la misma intensidad que a sus mujeres, los hombres que dibujaron surcos a los trancos hicieron mucho más que buscar la simiente. Poblaron.
Por las noches, el único farol era el lucero y en las alboradas, se les había hecho costumbre escrutar el cielo para tener idea sobre la densidad de la tierra. No siempre la mancera podía calar hondo, ni los médanos se dejaban moldear. En tiempos de labranza, a pura seca y el canto de algún grillo como única compañía, la atención se centraba en el sordo rumor del agua que zigzagueaba demasiado lejos, allá abajo, mientras el consecuente rotar del malacate disputaba en porfía al chacarero.
Con mayor o menor cantidad de habitantes, los pueblos cuya economía social depende de la actividad agropecuaria no difieren demasiado en origen y circunstancias. Las extensas propiedades rurales -hoy parceladas en su mayoría- contrastaban en colores, según la siembra: doradas, celestes, blancas, amarillas, con remolinos danzantes que pasaban raudos porque el viento así lo disponía.
Ningún avatar ocasionado por la naturaleza les fue ajeno a los pioneros. Ninguna catástrofe climática suele amedrentar a la gente del campo. Pareciera que la condición de estoicos les viene impuesta por heredad y "en cueros" o abrigados hasta las orejas se atreven a mantener el perfil provinciano con la experiencia familiar y el apoyo de la tecnología como sostén.
Memorioso, Horacio Domingo Poggio, un productor agropecuario que tiene su establecimiento en la localidad de Maisonnave -un pueblo centenario cuya estación ferroviaria se denomina Simson-, decidió construir un museo de maquinarias y herramientas agrícolas que llamó "La Loma", en homenaje a sus ancestros, que llegaron a El Tordillo (nombre original de la localidad) para labrar la tierra cuando recién despuntaba el siglo XX.
Ubicado en el Lote 2 del departamento Realicó, justo en el kilómetro 488 de la ruta 188, el Museo Chacarero La Loma remite a bombacha y alpargata de yute, a aromas y sabores instalados por los abuelos "gringos" que habían llegado al país en el legendario barco El Cirio, desde el puerto de Génova.
Poggio cuenta que la casa de ladrillos de barro albergaba a la familia, que a medida que se volvía más numerosa, obligaba a agregar habitaciones, todas de grandes dimensiones, una gran cocina y un comedor; un poco más alejado el pozo de agua y más allá, el "fondo" o "excusado". Mejorada, es la misma que hoy atesora recuerdos. Horacio se emociona cuando recuerda su infancia y las historias que le contaba su padre, que había nacido en 1905.
"Los domingos se aprovechaba para afilar las rejas en la fragua. También se hacía el mantenimiento de alguna máquina. La noche anterior los veinteañeros habían ido de paseo a lo de algún vecino, a escuchar la vitrola, y entre valcesitos y pasodobles, por ahí se formaba una pareja", comenta risueño.
Cuando se refiere a la educación, menciona que "era muy primaria; mi padre siempre contaba que había tenido tres meses de clases y leía y escribía perfectamente". Y reflexiona en voz alta "vaya a saber qué método de estudio poco ortodoxo tendrían esos maestros, pero que era efectivo, no había dudas".
Cuando sobrevino el cambio, allá por los años 50 el chacarero comenzó a tener acceso al crédito, comenta el propietario del museo, que asevera que los más audaces pudieron pasar del sulky al Rastrojero y a la Estanciera y sus hijos tuvieron acceso a los estudios secundarios y algunos a la universidad. Por eso el homenaje. "Humilde", como sostiene Horacio Poggio, pero homenaje al fin.
Desde la loma real del terreno, donde una mirada abarcativa regala al alma toda la geografía de La Pampa, con un poco de nostalgia y mucho de melancolía se puede sentir en el pecho el adentrar del filo de la reja del arado en la tierra. Entre la polvareda imaginaria -a veces no tanto- que levantan los cascotes que escupe el suelo, se percibe la silueta de aquellos fierros gloriosos que socavaron para alimentar.
A cielo abierto -como entonces- con la dignidad que sólo otorga la templanza después del deber cumplido; conscientes de que llegó el tiempo de concluir la faena para siempre; allí se quedan.
Como ineludible sentencia, el Museo Chacarero La Loma muestra -entre otras herramientas y máquinas-, palas, martillos, guadañas, tijeras de esquilar, faroles a kerosene, máquinas de estirar alambres, corta parvas, ruedas de chatas, sulkies, vagonetas. Un malacate de fabricación casera de 1890; arado mancera, pala buey, fragua, olla de fundición, barril aguatero, cocina de leña (todos de 1900), una bomba de agua a mano y una desnatadora (de 1910), arado de reja, sembradora y desgranadora de maíz manual y una rastra de discos (anteriores a 1920) y un molinillo generador a viento que se utilizaba para cargar los acumuladores de 1940.
Retoños de plantas de la zona como chañar, caldén, algarrobo, piquillín, molle, sombra de toro, barba de chivo y cactus, esperan pacientes crecer en las macetas para entrelazar su sombra con las especies no originarias pero que están en el campo: ombúes, magnolias, araucarias, pinos, cedros, sauces y viñas. Casi con el mismo cometido de abrazar para no sentirse abrasados; porque ahora habrá sombra, es decir, cobijo. En la llanura, ahí donde algunos teros salen, tarde a tarde, de paseo.
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